En 1994, dos misioneros cristianos evangélicos regresaron, de vacaciones, a su país de origen.
Desarrollando su ministerio en una región muy agitada, llena de conflictos políticos, religiosos y tribales, tenían muchas historias para contar. Fue entonces que visitaron varias iglesias de su denominación, relatando las conquistas misioneras. Además, también compartieron una inquietud grave: cuatro colegas misioneros estaban bajo el poder de secuestradores, y nadie conocía su paradero. Los misioneros visitantes convocaron a los hermanos para que se unieran a ellos en una cadena de oración en favor de la liberación de los colegas; y las iglesias asistieron. Pasados ochocientos diez días de fervorosas oraciones, vino la respuesta: uno de los secuestrados fue liberado; los demás estaban muertos.
A fines de 2003, la familia adventista mundial recibió la noticia del asesinato del misionero brasileño Pr. Ruimar Paiva, su esposa, Margareth y uno de sus hijos, Larisson; la hija, Melissa, escapó de la acción del asaltante drogado que invadió la casa. La familia Paiva servía en la isla de Palau. En ese mismo año, otros misioneros adventistas fueron también muertos en atentados: Lnace Gersbach, en Malaita, en las Islas Salomón; Kaare Lund, director de ADRA de Noruega; Emmanuel Shapulo, director de ADRA de Liberia, y un conductor fueron victimados en Liberia. ¿Por qué estas tragedias sucedieron a personas que estaban plenamente comprometidas con la misión de Cristo?
“¿Por qué?” es la intrigante pregunta con que somos confrontados al aconsejar a personas abatidas por alguna catástrofe o cuando somos afectados personalmente por el dolor. Y tenemos que admitir que son inútiles nuestros intentos de encontrar respuestas para todas las adversidades. Hay situaciones ante las que la única salida parece ser la que fuera señalada por el salmista: “Aguarda a Jehová; esfuérzate, y aliéntese tu corazón; sí, espera a Jehová” (Sal. 27:14). Eso exige fe. En verdad, necesitamos mantenerla siempre. La misma fe por medio de la que somos impulsados a la conquista de victorias inimaginables es necesaria para conservamos de pie, resignados, a través del sufrimiento, la pérdida y la muerte.
Por la fe, podemos desviar nuestra mirada de nosotros mismos para dirigirla a la Cruz, ante cuya contemplación comenzamos a entender nuestros sufrimientos. Probablemente, seamos tentados a recordar alguna traición o rechazo sufridos, injusticias de las que nos juzgamos víctimas, falsas acusaciones y maledicencias dirigidas a nosotros. Dolores físicos y emocionales ciertamente nos vendrán al recuerdo. Y seremos despertados por el hecho de que antes de que hayamos sufrido todo eso en el plano individual, Jesús lo experimentó en una dimensión cósmica. Por eso mismo, él sabe cómo, puede y quiere acogernos, confortarnos, curamos y restaurarnos.
Sobre el autor: Director de Ministerio, edición de la CPB.