Pasar por tiempos difíciles no es nada nuevo para el ministerio, pero soportar el rechazo, los malos tratos y la ansiedad siempre es doloroso.

Los pastores están pasando hoy por momentos graves. Es más difícil ahora servir a las congregaciones. Su diversidad es mayor y sus expectativas más grandes. Los pastores están atrapados entre los valores y los conceptos tradicionales, y un fárrago de innovaciones temibles y una incertidumbre moral, que ejercen gran presión, y que se pueden encontrar en cualquier congregación. El pastor no es más el pastor, casi universal mente considerado y respetado por los que estaban a su cuidado.

La mayor parte de los pastores sirve a congregaciones de cien miembros o menos. Luchan para conseguir fondos misioneros, y a menudo su salario es inadecuado. Con años de educación y entrenamiento profesional, un elevado porcentaje de ellos gana apenas un poco más que el salario mínimo. En el esfuerzo por satisfacer las demandas de su congregación, los pastores se convierten en verdaderos adictos al trabajo, y a menudo viven al borde mismo del colapso. No es extraño, entonces, que cada mes entre 1.400 y 1.600 pastores de todas las denominaciones dejen el ministerio en los Estados Unidos.

En un reciente estudio, el Sínodo Luterano de Missouri (Estados Unidos) descubrió unas cuantas actitudes diferentes hacia el ministerio. Cerca del 30% de los pastores encontraba gran satisfacción y realización personal en el ministerio; otro 30% no estaba seguro acerca de su trabajo; el 40% restante estaba moderadamente estresado o enfrentaba el colapso.

¿Hay ayuda para los pastores que están enfrentando tiempos difíciles? ¿Existe una inagotable fuente de fortaleza para los que se preguntan si podrán seguir adelante? ¿Deben continuar estos dedicados seres humanos con una sensación de fracaso y derrota en una de las más importantes vocaciones?

La renovación del llamado original a ser un líder espiritual

Una buena parte de las respuestas a estas preguntas reside en la recuperación del profundo sentido de quiénes somos, la comprensión de quién nos llamó a esta tarea, y el importante papel que desempeñamos en el cuerpo de Cristo y en este mundo. Podemos descubrir un nuevo sentido de la presencia de Dios en nuestras vidas cuando revisemos nuestra vocación y la razón fundamental que tuvimos para entrar en el ministerio, en primer lugar.

Los síntomas del colapso, el agotamiento, la derrota y la depresión, a menudo fluyen de una profunda necesidad que se manifiesta en nuestras vidas, y que es tan grande como Dios mismo. Ninguno de nosotros enfrenta una lucha, o una traición o un fracaso que sea demasiado grande como para que el Señor no lo pueda manejar. Los siervos del Altísimo han recibido gracia y auxilio en lo pasado, y nosotros también podemos contar con Dios en maneras que a lo mejor ni nos imaginamos todavía.

Tal vez sería bueno que recordáramos que estos no son los primeros tiempos difíciles que los ministros de Dios han enfrentado en su liderazgo; y tampoco serán los últimos.

Consideremos el testimonio de Pablo, que nos llega desde el siglo I: “Pero tenemos este tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios y no de nosotros, que estamos atribulados en todo, mas no angustiados; en apuros, mas no desesperados perseguidos, mas no desamparados; derribados, pero no destruidos; llevando en el cuerpo siempre la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos. Porque nosotros que vivimos, siempre estamos entregados a muerte por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal. De manera que la muerte actúa en nosotros, y en vosotros la vida” (2 Cor. 4:7-12).

El grito de dolor de Pablo indica claramente que los siervos líderes de Dios, a lo largo de los siglos, han enfrentado tiempos de persecución, perplejidad y hasta de muerte cuando han sido fieles al llamado del Señor. Atravesar por tiempos difíciles no es nada nuevo para los pastores; pero soportar el rechazo, los malos tratos y la ansiedad siempre es doloroso.

Tal vez si nosotros nos damos cuenta de que sufrimos por causa de Cristo y de su Reino, encontraremos la fortaleza y el valor necesarios para enfrentar cualquier prueba que nos pueda sobrevenir.

Mis propios tiempos difíciles

Cristo llegó a ser una presencia real en mi vida cuando yo tenía 17 años. He sido pastor durante 55 años. Tengo grados académicos de tres universidades denominacionales y de dos independientes. Serví en dos distritos pastorales durante 10 años, dirigí un ministerio sin fines de lucro por 17 años más, y enseñé en un seminario presbiteriano por 20 años. A lo largo de todas estas experiencias he tenido, de vez en cuando, sensaciones de fracaso, perturbación, soledad y dolor, que cada día me abrumaban.

Cinco años después de salir del seminario, en mi segundo distrito pastoral, sentí la euforia del éxito. A pesar de que la feligresía estaba creciendo y que habíamos construido un nuevo edificio, me atacaron perturbadoras dudas acerca de mi vocación. Con éxito había logrado que una iglesia fallida se convirtiera en una congregación vibrante, pero interiormente me sentía vacío. Entonces, sucedió algo que renovó mi vida y alivió los temores internos que me abrumaban.

Durante este segundo período, comencé un seminario laico que tuvo amplias consecuencias. En los 10 años siguientes se convirtió en un movimiento nacional, con métodos que adoptaron más de 12 denominaciones. Las aclamaciones con las que siempre había soñado llegaron en abundancia.

Desgraciadamente, mi ego era demasiado débil como para asimilar tanto aplauso, e incluso para evaluarlo adecuadamente. Comencé a vivir a la altura de la imagen que yo creía que los demás tenían de mí. Al pasar los meses, me sentí cada vez más vacío, y abrumado con la idea de que todo eso era hueco. La tensión de tener que representar un papel, la sensación de que todo era miserablemente irreal, me hacían temer la llegada de cada día de trabajo.

Me sorprendí deseando ser otra persona y trabajar en otra parte. No podía sentir la presencia de Dios. Creía que me había abandonado. Sin que yo lo supiera, el Señor le estaba dando una nueva dirección a mi vida.

Mientras luchaba con estos sentimientos encontrados, tuve que enfrentar otros asuntos. A veces, mis relaciones familiares estaban hechas trizas. Mi hija no estaba llegando a ser la clase de persona que yo había soñado, y los conflictos con algunos empleados incompetentes hicieron que mis días de trabajo fueran muy difíciles. Pero esperaba que en algún momento mi vida mejorara.

Durante esos años, yo daba la impresión exterior de ser un hombre de éxito, pero por dentro sentía que me mordía el fracaso. Mientras soportaba esos pensamientos encontrados, y estaba confundido en cuanto a qué dirección darle a mi vida, no me daba cuenta de que Dios estaba transformando mi confusión en un nuevo comienzo.

No estoy escribiendo acerca de mi dolor porque sea masoquista o exhibicionista. No pretendo que mi dolor haya sido mayor que el de cualquier otro. He escudriñado las profundidades de mi propia lucha para destacar el hecho de que lo que estoy escribiendo no tiene orígenes académicos. Simplemente he sentido el dolor de un ministro que ha luchado con asuntos personales y de liderazgo.

Pero quiero enfatizar el hecho de que mi sentido tanto de Dios como de mí mismo se profundizó gracias a mis luchas. Al ofrecer unas pocas palabras de consejo para tiempos difíciles, hablo a través de mis propias heridas.

Un camino hacia Dios

Hace poco pregunté a un pastor amigo cuál había sido su lucha más grande. “Lina vida de oración sin significado”, me respondió. Su respuesta me llevó de vuelta a esa iglesia en los comienzos de mi ministerio, y a mi experiencia de éxito visible, mientras pesaban sobre mí serios interrogantes acerca del llamado de Dios.

Como mi amigo, yo había descubierto que es más fácil hacer la obra de la iglesia que la obra de Dios.

En ese tiempo, en medio de mi lucha con el vacío y la soledad, un pastor amigo me dio un folleto de 64 páginas titulado Enséñame a orar, de W. E. Sangster. Ya lo había leído, y lo dejé a un lado porque no había encontrado nada nuevo en él.

Una semana o dos después, me sentí impulsado a tomar el folleto para volver a leerlo. Esta vez, una voz me aconsejó: “Si la forma en que oras no da resultados, ¿por qué no pruebas lo que otros sugieren?” Acepté el desafío y me decidí a orar de cierta manera durante treinta días. Esta es la forma en que oraba, y que seguí rigurosamente:

En la mañana

Manténte en calma. Busca un lugar tranquilo. Siéntate cómodamente. Distiéndete. Haz unas cuantas inspiraciones profundas.

Recuerda. “Aquí estoy para encontrarme con Dios. Ningún otro compromiso puede ser tan importante”. Lee un versículo de la Biblia para el día.

Adoración. Piensa en la grandeza de Dios. Cuán increíble es que Dios te conozca y que desee mantener comunión contigo. El Señor está ansioso por estar contigo. ¡Adóralo!

Gratitud. Nombra las cosas que Dios te ha dado y por las cuales estás agradecido: la familia, los amigos, la salud, el trabajo, la iglesia, los momentos gratos, los alimentos, etc. Imagina todos esos dones de la gracia y agradécele al Señor por cada uno de ellos.

Dedicación. Repasa los grandes votos que has formulado como cristiano, miembro de iglesia, pastor, esposo y empleado. Reafírmalos, pero concéntrate intensamente en este día. Ofrécele tu vida a Dios para servirlo gozosamente hoy.

Dirección. Imagina tu día con Dios. Imagínalo en cada una de tus tareas, relaciones, oportunidades, y con cada miembro de tu familia, y en los encuentros y los acontecimientos no programados. Pide a Dios que te conduzca en cada uno de los aspectos de este día.

Intercesión. Haz una lista de la gente que necesita una relación con Cristo. Decídete a orar por ellos cada día. Incluye, en tu lista de oración intercesora, a los que amas y a los que sufren. Ora también por el país, para que el Reino de Cristo se manifieste en todos y cada uno de nuestros asuntos nacionales.

Si nuestra imaginación pudiera concebir el efecto de nuestras oraciones en favor de los demás, aunque parezca ocioso repetirlo, oraríamos más a menudo y con mayor seguridad.

A continuación, presentamos cuatro formas de orar por los que hemos nombrado. Úsalas alternadamente:

  1. Di sus nombres ante la presencia del Señor, y pídele que satisfaga sus necesidades.
  2. Imagina a cada una de esas personas en la presencia transformadora de Dios.
  3. Escribe una carta al Señor, con tu oración, para expresarle tus preocupaciones y esperanzas por cada uno de ellos.
  4. Ofrece una oración a propósito, en presencia de la persona por la cual oras.

Petición. Dile a Dios qué es lo que más deseas en la vida. “Y todo lo que pidiereis en oración, creyendo, lo recibiréis” (Mat. 21:22). No te dejes engañar por el aspecto de cheque en blanco que tiene esa promesa.

Al pasar tiempo en la presencia de Dios, nuestros deseos cambian; el Espíritu determina cuáles son nuestras verdaderas necesidades.

Sigue pidiendo lo que realmente necesitas, hasta saber qué es.

Ten fe. Eleva tus oraciones a Dios y confía en que las va a responder. “Porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan” (Heb. 11:6).

Espera. Aguarda en silencio para oír lo que Dios te quiere decir. “Habla, Señor, que tu siervo escucha”. Repite tu versículo del día y medita en él. Escríbelo en un pedazo de papel y llévalo contigo todo el día.

En la noche

Repasa el día. Identifica los lugares en los que Dios estuvo obrando en tu favor durante el día, y dale las gracias.

Confesión. Nota tus sentimientos, actos y decisiones del día que han sido contrarios a la voluntad de Dios en Cristo. Sé específico. Reconócelas, y acepta el perdón divino.

Consagración. Entrégate a Dios para la noche. Ora para que entres en el sueño consciente de la amante presencia de Dios.

Cómo aprendí

Cada mañana, al levantarme, tomaba el folleto de W. E. Sangster, y lo abría en la parte donde estaba la guía. Leía: “Adoración”, piensa en la grandeza de Dios, etc., y seguía esa sugerencia. Dejaba que mi mente vagara entre los misterios y las maravillas de conocer a Dios.

Después leí “Gratitud”, y nombré concretamente a las personas y las cosas por las cuales yo estaba agradecido. Y así seguí hasta completar todas las instrucciones. Las puse en práctica durante treinta días.

Al terminar el mes, identifiqué varios cambios específicos: Oraba todos los días y tenía la sensación de estar en contacto con Dios. Mis oraciones recibían respuesta. Estaba en paz y anhelaba pasar esos momentos con Dios. Mi enfoque en el ministerio también cambió: salí del temor, y entré en la delicia al anticipar lo que Dios podía hacer por medio de la predicación y la adoración, y las visitas a los miembros de la iglesia.

El conflicto que atravesé con respecto a mi vocación me llevó a la oración con un propósito y con eficacia.

Su usted siente algunas de las cosas que abrumaron mi vida, podría ser bueno que dedicara treinta días a este experimento con la oración, usando esa guía diaria. ¡Podría sorprenderse con lo que sucederá en su vida y su ministerio!

Cómo ser genuino

Más tarde en mi vida y mi ministerio tuve un conflicto con mi propia imagen: cómo ser genuino, cómo manifestar exteriormente lo que era interiormente; cómo ser la persona que Dios había creado para ser lo que era.

Había caído en la peligrosa trampa de tratar de ser la clase de pastor que los demás pensaban que debía ser. Esta distorsión de nuestra propia identidad nos invade y nos obliga a gastar un exceso de energía tratando de complacer a los demás.

Eso es precisamente lo que sucedió cuando yo encabezaba un movimiento renovador en el ámbito nacional. La dicotomía que se produjo entre lo que yo sabía que era y lo que yo creía que los demás querían que fuera, me llevó a comparecer delante de Dios para presentarle en confesión toda mi vida.

La idea de enfrentarme a mí mismo con toda la crudeza de la realidad me vino al leer la obra de un gran autor espiritual, Francisco de Sales, quien, en su Introducción a la vida devota, me sugirió que presentara delante de Dios todas las fallas y los errores de mi vida.

El desafío de enfrentarme a mí mismo delante de Dios con todo mi vacío, mi fracaso y mi hipocresía era temible, pero decidí hacerlo.

Como introducción a mi confesión plena, pasé revista a las manifestaciones del amor de Dios por mí. Recordé que me ama, no importa qué haya hecho, pensado o sentido: nada puede inducir al Señor a amarme más, y nada lo puede obligar a amarme menos. Me ama incondicionalmente en este mismo momento. Nada de lo que yo dijera en mi oración podría sorprenderlo.

Con esta confianza, fijé una fecha para comenzar mi primera confesión real acerca de mi vida. Empecé con los primeros recuerdos de mi niñez, y presenté delante de Dios las acciones, las actitudes y los sentimientos que habían constituido traiciones a Cristo. Las reconocí una por una delante del Señor. Después de cada confesión, le preguntaba: “¿Amas, Señor, a esta persona?” Y un “sí” resonaba en mi corazón.

Seguí con los actos de exploración sexual de mi adolescencia, mis indiscreciones, mis mentiras, mis engaños, mis robos, mis juramentos, mis desobediencias a mis padres y mi total olvido de aquel ante quien estaba haciendo mi confesión.

Al proseguir con esta lista, traté de ubicarme en cada situación, imaginar el ambiente y sentir las oscuras demandas de mi alma. Al ubicarme en esas situaciones, expuse todo el cuadro a la luz de Dios.

Ante esta luz, mis tinieblas se disiparon frente a la divina Presencia. Sin preocuparme por lo doloroso que fuera, persistí en reconocer la esterilidad de mi vida y en confesarla. Después de cada sesión, sentía en forma más profunda que el Señor me amaba y que era real para mí.

La misma aceptación de Dios se manifestó cuando comencé a confesar los pecados y los quebrantos de mi vida adulta: mi paternidad fracasada, mi codicia, mis falsas ambiciones, mi materialismo, mis deseos de grandeza, mis pasiones, mis malos pensamientos, mis críticas, mis traiciones, mis votos quebrantados, mi orgullo; para mencionar solo unos pocos.

Mientras contemplaba atentamente los fracasos y los pecados de mi vida adulta, pude hacer un juicio bien severo acerca de mí mismo. Podía mencionar cien razones por las que Dios no debía amarme ni debería permitirme participar de su divina misión en favor del mundo.

Pero, mi propia acusación careció de valor ante el misericordioso tribunal de Dios. El Señor me ama, me acepta y me perdona. Decidió usarme a pesar de mis conflictos y fracasos. Creo que nos ayudará a todos a descubrir nuestro verdadero yo, si le presentamos plenamente nuestras vidas.

Aunque al principio no escribí mi confesión, descubrí después que era de un enorme valor hacerlo. La introspección a menudo se manifiesta cuando uno escribe. No ocurre solo cuando se repasa mentalmente la vida. Además, cuando usted escribe su confesión, tiene ante sí un registro perdurable. De manera que considere la posibilidad de escribirla, aunque después la queme.

Hace poco escribí una confesión completa de mi vida. A mi edad, hay muchas razones para poner la vida entera en manos de Dios.[1]

Escuche a Dios

A muchos de nosotros se nos ha dicho que escuchemos a Dios, pero nadie nos dijo “cómo” hacerlo. Además de esta falta de orientación, muchos de nosotros hemos sido entrenados en seminarios en los que se miraba con sospecha a los que pretendían que Dios hablaba con ellos.

Hace poco, una mujer compartió su experiencia conmigo. Dijo: “Cuando leí su libro The God Who Speaks [El Dios que habla],[2] me sentí muy animada. Entré en el ministerio porque Dios me llamó de manera más bien inusual. Pero nunca dije nada acerca de este llamado a mis profesores del seminario, porque temía que creyeran que estaba loca. Me sentí aliviada cuando descubrí que usted, un profesor del seminario, creía que Dios habla con nosotros. Aunque no ha sido rechazado por creer esto, me imagino que daría la bienvenida a alguien que le dijera cómo escuchar a Dios”.[3]

Pruebe estas sugerencias como maneras de escuchar a Dios:

Primero, tranquilice su cuerpo y su mente. Cuando ya esté tranquilo, piense en los interrogantes de su vida. Escriba las preguntas que le interesan o que lo preocupan. Comience con las difíciles. Escríbalas en una libreta o en su diario.

Cuando amaine el primer torrente de preguntas, y al parecer ya no haya más, piense en sus relaciones y tome nota de las preguntas que suscitan. ¿Cuáles son las preguntas que le vienen a la mente con respecto a su familia? Avance hacia la congregación, el gobierno, la guerra y las injusticias que hay en el mundo.

Una vez agotadas sus preguntas, deponga la pluma y repase las preguntas de su lista. No trate de contestarlas; solo repáselas. Dedique a esto todo el tiempo que haga falta. Lo invito a creer que Dios está en sus preguntas. Mientras medita en ellas, es muy probable que oiga al Señor cuando le habla.

Segundo, avance hacia la profunda quietud de su alma, y haga esta pregunta: “Señor, ¿qué me quieres decir?” Tome de nuevo la pluma y comience a escribir. No piense de antemano en la respuesta. Capte las palabras a medida que surjan de lo más profundo de su ser. Trate de no pensar en lo que el Señor debe decirle o qué quisiera usted que le dijera. Solo escriba lo que le viene a la mente.

Esta es una actividad del lóbulo derecho del cerebro, de modo que deje que las palabras se le presenten solas. Sea dócil y regocíjese en esta experiencia.

Tercero, una vez que haya acabado de escribir, usted puede lograr que el flujo continúe preguntando: “¿Qué más me quieres decir, Señor?” Al terminar de escribir y al repasar lo que escribió, creo que dos cosas lo sorprenderán: ¡Con cuánta facilidad escribió, y el contenido de lo que escribió! Se manifestarán una sabiduría, una penetración y una inspiración que lo sorprenderán.

Cuarto, repase lo que escribió. Creo dos cosas acerca de esta manera de escribir. Primera: Dios no me dictó lo que escribí; y segunda: lo que escribí tiene sentido. Creo que el Señor estuvo presente cuando escribí. Por eso, volví a leer lo que había escrito, para entender lo que me había dicho.

Cuando escucho a Dios de esta manera, generalmente tengo más claridad, experimento una sensación de dirección y la convicción de que no estoy solo en mi lucha. Si encuentro en lo que escribí algo que me perturba, consulto a un amigo espiritual para evaluación y consejo.

Consiga un amigo espiritual

Mi idea de un amigo espiritual es alguien con quien puedo hablar, alguien que no solo escucha sino a la vez, ofrece discernimiento espiritual.

Esta persona puede ser mayor o menor; la sabiduría no es monopolio de los mayores. Algunos jóvenes parecen discernir mejor los movimientos del Espíritu que los mayores. Creo que esto tiene que ver con los dones espirituales y la madurez de la persona aparte de su edad. Asegúrese de encontrar a alguien en quien pueda confiar. Elija un momento, un lugar y la frecuencia de sus encuentros con esa persona. Una vez al mes está bien.

El amigo espiritual puede ser alguien a quien se pide consejo, o puede ser una persona que comparte la experiencia con usted. Si este es el caso, si los dos son a la vez consultor y consultante, un corto recreo entre sesiones puede servir para cambiar mejor de papeles.

Si usted entabla una mutua amistad espiritual de esta clase, un plan práctico podría ser que la otra persona sea la interrogada y conteste, y se ore por ella. Después de un recreo, se cambian los papeles y se repite el proceso.[4]

En este breve artículo he tratado de compartir dos cosas con usted: mis propias luchas para sobrevivir como pastor y líder espiritual, y unos cuantos descubrimientos que he podido hacer mientras tanto. Le estoy transmitiendo estos descubrimientos con la esperanza de que algunos de ellos lo puedan ayudar cuando pase por momentos difíciles. Si quisiera compartir su historia conmigo, tendré el placer de saber algo acerca de usted. Me uniré a usted en oración, y siempre contesto mi correo electrónico. Esta es mi dirección: bjohn1923@aol.com

Sobre el autor: Doctor en Teología. Profesor emérito del Seminario Teológico, Decatur, Georgia, Estados Unidos.


Referencias

[1] Ben C. Johnson, Confessing a Life (Confesando una vida) (Vital Churches Resources), P.O. Box 18378, Pittsburgh. PA 15236. O en Internet: bookorder@vitalfaithresources.com.

[2] Ben Johnson, The God Who Speaks (El Dios que habla) (Grand Rapids, MI: Eerdmans Publishing Company, 2004).

[3] En los Estados Unidos y en algunos otros países de habla inglesa, algunas iglesias ordenan damas al ministerio. El autor está aludiendo a esta circunstancia- Nota del traductor.

[4] Tilden Edwards, Spiritual Friend (Amigo espiritual) (Mahwah, NJ: Paulist Press, 1980).