Dentro del santuario de la devoción mutua, permanente y exclusiva que es el matrimonio, el pastor y su esposa pueden disfrutar plenamente de los placeres lícitos y del compañerismo.

El pastor es un siervo de Dios. Cuida de su rebaño, actúa como profeta, sacerdote y maestro espiritual. Pero es un ser humano como cualquier otro, que se casa y que tiene derecho a la intimidad matrimonial. El pastor y su esposa son seres dotados de sexo; y la Biblia nos informa que el sexo, puesto que es un regalo de Dios, no es pecaminoso. También nos enseña que, por definición, el pecado sexual es diferente de los demás. Comprender estos conceptos y defenderlos hoy, significa enfrentar la cultura contemporánea y contradecir parte de la historia de la cristiandad.

Algunos padres de la iglesia relacionaron el origen de la sexualidad con el árbol del conocimiento del bien y del mal. Allí -decían ellos-, la primera pareja se entregó a la lujuria y la sensualidad. Su naturaleza física se debilitó, y la flaqueza resultante se transmitió a todos sus descendientes. Según San Agustín, sólo la procreación podía justificar la actividad sexual. Y, aunque los reformadores protestantes insistieron en que el sexo no es intrínsecamente pecaminoso y que el celibato no es necesariamente una virtud, el puritanismo en los Estados Unidos y la era victoriana en Europa retomaron la visión negativa sobre el sexo y la sexualidad. Para evitar la tentación, se cubrían escrupulosamente los tobillos y el cuello de las mujeres, y los libros escritos por autores de distinto sexo no se podían poner juntos en el estante, a menos que los dueños fueran marido y mujer.[1]

Pero parte de la Nobleza europea produjo un frenesí de promiscuidad, y la población en general siguió su ejemplo. El movimiento hippie, de la década de 1960, lanzó una revolución que veía en el acto sexual sólo una función biológica, el único medio de expresar la sexualidad. Los defensores de ese concepto argumentan que cualquier tipo de control sobre el sexo impide el desarrollo humano, y que los hombres y las mujeres son objetos sexuales para la gratificación y el placer mutuos.

¿Qué dice la Biblia acerca de la actitud apropiada en cuanto al sexo y la sexualidad?

La dimensión de la naturaleza humana

“Y creó Dios al hombre a su imagen […] varón y hembra los creó” (Gén. 1:27). De modo que la Biblia afirma que la diferenciación sexual se originó en la creación. Para que la imagen de Dios se reprodujera plenamente en la unidad de “una sola carne”, debe haber un hombre y una mujer.[2] Pero, a diferencia de los animales, los seres humanos no deben ser controlados por sus impulsos. Pueden tomar decisiones bajo la influencia del Espíritu Santo, la cultura, la razón, la historia personal o la conciencia.

Por lo tanto, la sexualidad humana no es sólo biológica o instintiva, sino una señal básica de su humanidad. En eso reside la verdad crucial de que los seres humanos son responsables por su conducta sexual. Las evidencias demuestran que las diferencias sexuales afectan profundamente nuestras decisiones y nuestros conceptos morales. No tenemos masculinidad o femineidad; somos masculinos o femeninos. No tenemos sexualidad; somos seres sexuados.[3]

Después de crear a Adán, Dios dijo: “No es bueno que el hombre esté solo” (Gén. 2:18). Aunque la individualidad no es mala en sí misma, Dios notó una necesidad, un deseo esencial de compañerismo. Y, cuando le entregó a Eva, Adán dijo: “Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne” (Gén. 2:23). Lina de las características de la sexualidad humana es que “nunca está confinada a la persona que experimenta su impulso. Ésta busca al cónyuge no para usarlo como objeto de satisfacción; al contrario, hay algo en la estructura de la libido que apunta a la comunicación de dos vidas. […] Un requisito previo del placer es que la otra persona también se dé, que también participe”.[4]

No se puede ejercer la sexualidad sin serias consecuencias para las partes implicadas. Se encuentra en el templo del Espíritu Santo (1 Cor. 6:18, 19), donde también residen otros factores. Se la programó para que actuara en el marco de una personalidad bien ordenada y coherente. Lewis Smedes resume esa visión integral en estos tres puntos. “La sexualidad humana debe estar entrelazada con el carácter y dedicada a la búsqueda de los valores de la otra persona. La sexualidad humana debe ser un impulso o el medio de expresar una profunda relación con otra persona. La sexualidad humana debe conducir a la persona a una unión heterosexual basada en el amor”.[5]

El acto sexual y la sexualidad

Aunque hay otros seres que poseen sexualidad, la de los seres humanos es especial:

Unión conyugal. La principal expresión de una intimidad satisfactoria y perdemos nuestra identidad privada.[6] Perdemos nuestra inocencia también. Después, comenzamos a perdernos nosotros mismos. Mientras más instintivas sean nuestras relaciones, más lejos estaremos de una verdadera calidad de vida.

No hay mejor cuna, ni lugar más cálido, ni abrigo más seguro donde los hijos puedan brotar y florecer, que la sombra de un matrimonio sólido.

Sublimación. La sexualidad humana es mucho más vasta que el sexo; y “hacer el amor” no es su única expresión. La intimidad sexual se puede expresar de maneras diferentes del acto sexual, lo que se puede describir como sublimación.

El celibato eclesiástico católico no es sólo algo negativo, que les exige a los sacerdotes, monjes y monjas que repriman su impulso sexual, sino también, en esa disposición, está cuidadosamente entrelazada la idea de la sublimación; es decir, la transformación de la energía sexual en energía religiosa. La práctica de la meditación, como una forma de amor místico, sería difícilmente concebible si no existiera previamente un impulso sexual sublimado.[7]

La dedicación al arte (Goethe), la convicción del llamado divino (Pablo) o una entrega total al trabajo en favor de los pobres y desventurados (Sor Teresa de Calcuta) son unos pocos ejemplos de sublimación voluntaria. Los accidentes, las largas enfermedades y la incapacidad pueden requerir la abstinencia de todo contacto sexual con el cónyuge. Conozco muchos héroes y heroínas silenciosos, cuyo amor creció cada vez más al dedicarse al ser amado sexualmente inválido; y, al revés de lo que pensamos muchas veces, la vida de muchos de ellos fue rica y productiva.

El pecado sexual

Si consideramos el origen divino de la sexualidad como un regalo tan puro y hermoso, ¿cómo es posible que se transforme en la simiente de tantas transgresiones letales? La Biblia enseña que, cuando la sexualidad humana se expresa fuera del matrimonio, se transforma en una fuente maligna de pecado. En verdad, el sexo extraconyugal deshumaniza a la gente.

El primer relato bíblico acerca del adulterio (Gén. 19:30-38) ilustra la naturaleza y los efectos de dicha experiencia. Las hijas de Lot lo indujeron a tener sexo con ellas mientras su padre se encontraba bajo los efectos del alcohol; es decir, mientras estaba incapacitado para decidir por sí mismo. Todo sucedió fuera del permanente y exclusivo pacto matrimonial. Las hijas usaron a Lot sólo como un instrumento para cumplir sus propios planes. Esa relación carecía de valores verdaderamente humanos y también de las características designadas por Dios para definir la auténtica sexualidad. Cuando eso ocurre, el ser se divide. Lo humano desciende al nivel de lo meramente biológico, y se quebranta las leyes de la humanidad que llaman y desafían al individuo a vivir un momento de trascendencia, muy por encima de la naturaleza física.[8]

Cuando se practica el sexo sobre la base de la insensatez, la pasión, el romanticismo barato o fuera del pacto matrimonial, no ocurre la unión prevista por Dios, porque dos seres fragmentados no pueden participar de una entrega total. En esos casos, se pierde la belleza implícita en el hecho de que un ser humano sirve a otro fundamentado en un amor responsable.[9] El amor “no busca lo suyo” (1 Cor. 13:5). Los matrimonios que se celebran sólo sobre la base del amor erótico tienden a destruirse rápidamente, cuando la llama de la pasión se convierte en las cenizas del resentimiento.[10]

Aunque la teología cristiana acostumbra hacer una adecuada distinción entre agápe y éros, debemos evitar la creación de un abismo infranqueable entre esos dos conceptos. Si los relacionamos inteligentemente, podremos impedir que el aspecto físico del sexo fragmente el yo humano. Si exageramos el éros, nuestra sexualidad será instintiva y dominante; pero, a la vez, necesitamos que el agápe incluya

algunos elementos decididamente humanos para completar el ramo de flores de la intimidad conyugal. Esto emerge de la doctrina adventista acerca del hombre integral e indivisible.[11]

La comprensión de que la presencia de Dios es bienvenida en cualquier aspecto de la vida matrimonial será la más fuerte defensa en contra del adulterio y las perversiones sexuales.

Un pecado sui ceneris

En 1 Corintios 6:18, Pablo aconseja: “Huid de la fornicación (poméia). Cualquier otro pecado que el hombre cometa está fuera del cuerpo (soma), mas el que fornica (poméia), contra su propio cuerpo peca”. Muchos eruditos están de acuerdo en que en este pasaje el apóstol Pablo define el pecado sexual como algo sui generis. Y lo hace basándose en cinco argumentos:

El primero se encuentra en el versículo 13, donde dice que “las viandas (los alimentos) son para el vientre, y el vientre para las viandas”. Pero el razonamiento paralelo de que la inmoralidad es para el cuerpo y viceversa no es verdadero. El sexo no es sólo una función fisiológica, como la digestión.

El segundo argumento lo encontramos en el mismo versículo 13. Pablo afirma allí que no es correcto entregar el cuerpo a la impureza, porque el cristiano fue resucitado con Cristo y debe vivir en armonía con él.

El tercero (vers. 15) se refiere al hecho de que integramos un cuerpo cuya cabeza es Cristo. Quiere decir que, cuando permitimos que nuestro cuerpo obre al margen de los impulsos de Cristo, violamos esa realidad.

El cuarto argumento es muy fuerte. Para comenzar, el apóstol da una orden: “Huid de la fornicación”. Según Albert Bames, “el hombre debe huir de ella; no debe racionalizar al respecto, ni discutir ni evaluar sus propensiones para probar su fuerza. Hay pecados que el hombre puede resistir; otros, acerca de los cuales puede razonar sin peligro de mancharse. Pero éste es un pecado con respecto al cual sólo está seguro cuando huye; sólo está libre de contaminación cuando sexualidad humana, el acto sexual, se lleva a cabo en el seno de una relación de pacto de la cual Dios es testigo (Mal. 2:14). En cierto momento de su vida, el individuo de ja a sus padres y se une a su cónyuge. Esa unión tiene un potencial de intimidad tan profundo e intenso, que las Escrituras afirman que los dos llegan a ser “una sola carne” (Gén. 2:24).

En ninguna otra relación se desafía a dos personas a bajar la guardia y volverse mutuamente vulnerables, como en el matrimonio. Tampoco existe evento o interacción humana donde la totalidad de la persona quede tan envuelta y abierta como en la intimidad conyugal. Los cónyuges no hacen el amor; experimentan lo que Dios hizo exclusivamente para ellos.

El matrimonio y el sexo. La intimidad conyugal es un don divino respecto del cual Dios es sumamente cuidadoso y celoso. Y hay razones para que sea tan sensible.

  1. El relato del Génesis presenta a Dios mismo como “casamentero”. Creó a Eva especialmente para su marido, se la llevó a Adán y fue testigo del primer encuentro de la pareja (Gén. 2:22).
  2. Delante de Dios, la pareja promete fidelidad y amor permanentes, no importa qué pase. Y él ve que se cumplan las promesas que ambos se hacen mutuamente (Mal. 2:13-16).
  3. La buena voluntad de Dios para implicarse tan directa y activamente en el matrimonio produce una sensación de seguridad: “Huerto cerrado eres, hermana mía, esposa mía; fuente cerrada, fuente sellada” (Cant. 4:12).
  4. Dentro del santuario de esa devoción mutua, permanente y exclusiva, con la bendición de Dios, la pareja puede disfrutar ampliamente de los placeres lícitos y del compañerismo. Adán tenía otras costillas de las cuales se podrían haber creado otras mujeres; lo que aparentemente multiplicaría su felicidad. Pero, Dios dijo: “Le haré ayuda idónea para él”, singular (Gén. 2:18). Somos monógamos.

En nuestro corazón y en nuestra mente cabe sólo una persona, cuando se trata de la intimidad, según el modelo bíblico del matrimonio. Si no respetamos esto, comprometemos nuestra capacidad de experimentar do rehúsa albergar pensamientos al respecto; sólo está seguro cuando busca la victoria huyendo”.[12]

Y Pablo explica por qué da ese mandamiento: “Cualquier otro pecado que el hombre cometa -dice-, está fuera del cuerpo; mas el que fornica, contra su propio cuerpo peca” (vers. 18). De las muchas interpretaciones que existen acerca de este pasaje, dos variantes complementarias parecen ser las más acertadas. Una de ellas argumenta que Pablo se refiere a la idea de los corintios según la cual, siendo que el pecado corresponde al ámbito de lo espiritual y los actos sexuales son función exclusiva del cuerpo, puede haber alivio con respecto al control de la sexualidad.[13] El apóstol reacciona firmemente contra esa idea, y enfatiza el hecho de que ese pecado mancha el ser entero (soma).[14] Y eso tiene importantes implicaciones.

La primera es que, en el pecado sexual, la esencia de la integridad humana se perjudica; porque no sólo los órganos genitales sino también todo el ser están implícitos en esta relación. De modo que el pecado sexual ataca a la raíz misma de nuestro ser. Todo el hombre y toda la mujer resultan afectados, pues los dos llegan a ser “una sola carne” (Gén. 2:24).

El sexo no es sólo una parte del ser humano, como lo son los pies, las manos o el estómago. Implica el corazón, la mente y las actitudes. “En el amor libre hay una unión camal, pero no como lo establece la Biblia. La espiritualidad no está presente aquí; hay una desintegración de la personalidad”.[15]

La segunda interpretación sostiene que, cuando una personalidad está dañada, alimenta un morboso deseo que procura satisfacción, y por eso busca otras experiencias similares que, a su vez, producen una creciente disminución de la estima propia.

Finalmente, una persona herida trata de dañar a otra inocente, y termina intentando legitimar relaciones, en su búsqueda de la realización personal. Por eso, Pablo insiste: “Huid de la fornicación”

El argumento final se encuentra en el versículo 19, que recuerda a los lectores de Pablo que nuestro cuerpo es el templo del Espíritu Santo.[16] Por eso, cuando pecamos sexual mente, estamos intentando obligar al Espíritu a cohabitar con nuestro pecado; y eso es algo muy serio.

El pastor y su esposa fueron creados como hombre y mujer. Lejos de ser en sí misma vergonzosa o pecaminosa, la sexualidad es un maravilloso aspecto de la humanidad, creado por Dios. El Señor la recomienda (Gén. 2:24), y Pablo se refiere a ella como un asunto de derecho conyugal (1 Cor. 7:3). Dentro del pacto matrimonial, la sexualidad ofrece a la pareja la posibilidad de disfrutar de una experiencia que puede ser una de las más completas y profundas expresiones de amor y de unidad.

Sobre el autor: Doctor en Teología. Profesor de Ética en el Seminario teológico de la Universidad Andrews, Berrien Springs, Michigan, EE. UU.


Referencias:

[1] G. R. Taylor, Sex in History [El sexo en la historia] (Nueva York: Vangard, 1954), pp. 214, 215.

[2] K. Barth, Church Dogmatics [Los dogmas de la iglesia] (Edimburgo: T y T. Clark, 1961), t. 4, p. 116.

[3] Lisa S. Cahill, Between the Sexes [Entre los sexos) (Filadefia: Eortress, 1985), p. 90; y Carol Gilligan, In a Different Voice [Con una voz diferente) (Cambridge, Mass.: Imprenta de la Universidad de Harvard, 1982).

  • [4] Helmut Thielicke, The Ethics of the Sex [La ética del sexo] (Grand Rapids, MI: Baker, 1975), p. 46.

[5] Lewis Smedes, Sex for Christians [El sexo para los cristianos] (Grand Rapids, MI: Eerdmans, 1994), p. 29.

  • [6] C. Baroni, L’infidélité: Pourquoi? (La infidelidad: ¿porqué?) (Noyon: Ediciones Lynx, 1970), pp. 42-49.
  • [7] Ibíd., p. 57.
  • [8] Ibíd., p. 48.

[9] Ibíd.

[10] Lewis Smedes, Ibíd., p. 171.

[11] Helmut Thielicke, Ibíd., p. 49.

[12] Albert Bames, Notes on the New Testament [Notas acerca del Nuevo Testamento] (Grand Rapids, MI: Baker, 1953), p. 106.

[13] Gordon Fee, The First Epistle to the Corinthians [La primera epístola a los Corintios] (Grand Rapids, MI: Eerdmans, 1987), pp. 261, 262.

[14] Colin Brown, Dictionary of New Testament Theology [Diccionario teológico del Nuevo Testamento] (Grand Rapids, MI: Zondervan, 1979).

[15] Gastón Deluz, A Companion to First Corinthians (Un compañero de primera de Corintios- ](Londres: Darton, Longmans y Todd, 1963), pp. 75, 76.

[16] Francis D. Nichol, editor, Comentario bíblico adventista (Buenos Aires, ACES: 1996), t. 6, pp. 696- 699.