Lucy y su marido llegaron a un nuevo distrito. Les aguardaban muchos problemas y desafíos. Ella sabía cuáles eran las expectativas de su esposo acerca de la iglesia, y veía cierta preocupación estampada en su rostro.

El primer contacto que ella tuvo con la iglesia fue un sábado de mañana. Antes de que su marido se levantara para predicar, la presentaron a la congregación. Muchos la miraron con curiosidad, comparándola con otras esposas de pastores que ya habían pasado por allí. Para Lucy, todo era novedad.

A la salida, una señora de aspecto piadoso se acercó, esbozó una sonrisa y la felicitó, diciéndole:

-¡Qué bueno es que usted esté con nosotros! Estoy segura de que será una bendición aquí. Sin duda toca el piano, ¿no es cierto?

-No, hermana, no toco el piano -dijo Lucy, mientras movía la cabeza negativamente.

-Pero, entonces, debe cantar muy bien… -replicó la hermana.

-Tampoco canto, hermana -respondió Lucy.

-¡Qué lástima! Pero le gustará trabajar con los niños -intentó una vez más la hermana, aguardando, por lo menos esta vez, una respuesta positiva.

-Bueno, ayudo en los departamentos de niños cuando hace falta -respondió Lucy, mientras trataba de encontrar algún pretexto para desembarazarse de esa hermana que ni se imaginaba hasta qué punto la habían incomodado sus preguntas.

Lucy, con poca experiencia todavía, nunca se había sentido tan inútil frente a las expectativas que una iglesia podría tener acerca de ella. Se quedó imaginando lo que podría hacer para ayudar a su esposo. Se sentía muy lejos de ese modelo de esposa ideal. Había intentado ser pianista; durante cuatro años tomó clases de piano, pero sentía que no era su don. Durante su niñez, su padre contrató a un profesor para que le enseñara a cantar, pero no pasó del segundo año. ¿Cuidar chicos? Tampoco se sentía inclinada a eso.

Los días pasaron, y las preguntas de la hermana seguían martillando en -su cabeza. “¿No tengo ningún don que le pueda servir a la iglesia?”, se preguntaba. Siempre llegaba bien temprano a las reuniones, y sentía un inmenso placer al saludar con una amplia sonrisa y un apretón de manos a los hermanos que estaban llegando, o con una inclinación de cabeza a los que estaban más lejos. Su lugar era siempre el último banco, cerca de la puerta; desde allí, podía estar al tanto de todo lo que pasaba. Cuando notaba una visita un poco desorientada, inmediatamente trataba de acercarse para que se sintiera bien. Cuando veía a un hermano o una hermana con rostro triste y desalentado, escribía un breve mensaje de ánimo y le hacía llegar esa nota a esa persona.

Lucy siempre sonreía. Incluso en casa, cansada y frente a algo que perturbara la paz, trataba de tener un semblante alegre. Para su marido, eso era un gran aliento. Después de un día lleno de actividades, sabía que al llegar a casa encontraría a alguien que lo recibiría con una sonrisa especial.

Varios miembros de iglesia se dieron cuenta de que la sonrisa de Lucy era contagiosa, y no mucho después llegó a ser conocida como “la mujer de la sonrisa de oro”. Pero ella todavía estaba preocupada acerca de cómo podría ser útil a la congregación.

Cierto día, “la mujer de la sonrisa de oro” vio que un hombre salía cabizbajo de la iglesia. Era la primera vez que lo veía. Se acercó, lo saludó con mucha simpatía y lo invitó a volver El hombre volvió, trajo a su familia y, más tarde, se convirtió en un misionero incansable. El día de su bautismo, le dijo al pastor: “Cuando vine a esta iglesia por primera vez, me prometí a mí mismo que nunca más volvería. Nadie notó mi presencia, hasta que su esposa, con esa sonrisa inspirada, logró que cambiara de idea. ¡Gracias a eso estoy aquí!”

Entonces, desapareció por completo la nube de preocupación que se cernía sobre la cabeza de Lucy, y la dominó un sentimiento de plena satisfacción. Ahora sabía cuál era el don que el Señor le había concedido: sabía sonreír, y seguiría usando ese don para la gloria y honra de su Nombre.

Sobre la autora: Profesora y esposa de pastor. Reside en Curitiba, Paraná, Rep.del Brasil