En la conocida parábola de los talentos (Mat. 25:14-30), hay un detalle que suele pasar desapercibido. Son las palabras del tercer siervo, el que no hizo nada cuando se le pidieron cuentas. El texto bíblico dice: “Llegó también el que había recibido un talento, y dijo: ‘Señor, sabía que eres hombre duro, que siegas donde no sembraste y juntas donde no esparciste. Y de miedo, fui y escondí tu talento en la tierra. Aquí tienes lo que es tuyo’ ” (Mat. 25:24, 25). Este siervo no trabajaba y no producía porque tenía una idea equivocada de su amo. Para él, el amo era duro, severo y deshonesto. El amo no era así, pero él pensaba que sí lo era. Este concepto erróneo del carácter de su patrón lo acobardó; y el miedo lo paralizó, volviéndolo inactivo, amargado e inútil. La lección para nosotros es que un pastor puede hacer poco o nada por Dios y por su causa si tiene una visión distorsionada de quién es él.

Cuando examinamos las Escrituras, es significativo darnos cuenta de que algunos de los más grandes siervos de Dios fueron aquellos que tuvieron una visión de Dios al comienzo de su ministerio. Recordemos la experiencia de algunos de ellos:

Moisés. Junto a la zarza ardiente, el Señor se le reveló como un Dios lleno de compasión por su pueblo. Un Dios que conoce el pasado, el presente y el futuro, y que es poderoso (Éxo. 3, 4).

Isaías. No hacía mucho que Dios lo había llamado. Pero en aquel momento, el profeta vacilaba, pensando en renunciar a su misión. La impiedad del pueblo era demasiada. Angustiado, Isaías fue al Templo. No pudo entrar, porque eso solo estaba permitido a los sacerdotes que habían sido designados. Sin embargo, Isaías se acercó todo lo que pudo y abrió su corazón a Dios. Entonces, de repente, en una visión, ya no se encontraba en el patio, delante del Templo de Salomón, sino dentro del Lugar Santísimo, en el Santuario celestial mismo. Lo que más le impresionó fue la santidad de Dios, algo que nunca olvidó (Isa. 6).[1]

Ezequiel. Este joven hebreo tuvo la más extraordinaria de las visiones bíblicas. Vio a Dios, en su gloria, trasladándose en un “carro-trono”. El Señor dominaba los elementos de la naturaleza, era servido por seres celestiales y se mostraba conocedor de la historia de su pueblo (Eze. 1, 2).

Daniel. En visiones nocturnas, el profeta contempló lo que Nabucodonosor ya había visto parcialmente en sueños, y percibió el dominio perfecto de Dios sobre los reinos de la Tierra, sobre el tiempo y la eternidad (Dan. 2).

Los discípulos de Cristo. Antes de ser enviados como apóstoles, permanecieron con Jesús durante unos tres años para conocerlo y aprender acerca de su carácter y sus enseñanzas.

Pablo. Cerca de la entrada a Damasco, tuvo una visión del Cristo glorificado (Hech. 9:1-6; 22:3-21; 26:9-18).

Estos relatos bíblicos nos muestran que una concepción clara del Ser de Dios era absolutamente necesaria para que estos hombres cumplieran su misión. ¿Acaso no es lo mismo para nosotros hoy? Antes de correr de un lugar a otro, antes de evangelizar, predicar, visitar, gestionar, liderar y dirigir un sinfín de programas, también necesitamos conocer a Aquel a quien servimos.

Conociendo a Dios

Cuando alguien se propone conocer a Dios, primero debe aceptar dos realidades. La primera son las limitaciones de tal estudio. No sabremos ni comprenderemos todo sobre Dios. ¿Por qué? Por las siguientes razones:

Finitud del entendimiento humano. Lo finito no puede comprender plenamente lo infinito (Rom. 11:33). Ni siquiera en la eternidad lo sabremos todo sobre Dios. Sé que alguien podría objetar lo que acabo de decir, citando el texto de 1 Corintios 13:12, que dice: “Ahora vemos por espejo, oscuramente, pero entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte, pero entonces conoceré cabalmente, como soy conocido”. Sin embargo, este pasaje bíblico se refiere a un conocimiento más exacto, libre de imperfecciones, y no a un conocimiento total.

Falta de discernimiento espiritual causada por el pecado. Esto es evidente en el último texto citado, que afirma: “Ahora vemos por espejo, oscuramente”.

Silencio de la revelación. La Biblia dice que “las cosas secretas pertenecen al Señor nuestro Dios, pero las reveladas son para nosotros y nuestros hijos” (Deut. 29:29). Hay cosas sobre las que Dios no ha revelado nada y otras en las que la revelación es solo parcial.

Conocimiento incompleto de las Escrituras. Aunque alguien se supiera toda la Biblia de memoria, no conocería toda la riqueza de su significado. Aunque entendamos ciertos pasajes bíblicos, no captamos todo lo que implican.

Inadecuación del lenguaje. A veces, el escritor bíblico simplemente carecía de palabras para describir con precisión lo que Dios le mostraba, y en esos casos se utilizaban las expresiones “como”, “semejante a” y “a semejanza de”, comparando lo que el profeta veía con algo que los lectores conocían (Eze. 1:5, 13, 16, 22, 24, 26-28; Apoc. 4:6; 15:2).

Además de aceptar las limitaciones que existen para estudiar a Dios, también debemos aceptar la revelación que Dios hace de sí mismo, la cual nos ofrece como un don. Pablo escribió: “Lo que puede conocerse de Dios es manifiesto a ellos, porque Dios se lo manifestó” (Rom. 1:19). Aunque nunca conoceremos ni comprenderemos todo acerca de Dios, podemos crecer en esta comprensión y saber que, aunque sea parcial, este conocimiento es verdadero, digno de confianza y muy beneficioso.

Los atributos de Dios

La esencia de Dios no puede conocerse, porque él nunca lo reveló. Pero sus atributos sí han sido revelados. Se llaman atributos porque se los atribuimos a Dios como cualidades o poderes fundamentales que posee, y cada uno de ellos nos revela un aspecto de su Ser. No son partes de Dios, sino que un atributo es la esencia total actuando de una manera específica, algo que se hace más evidente en una situación determinada. Estos atributos están en perfecta armonía en el Ser divino y dependen unos de otros. Separarlos es solo un recurso didáctico para analizarlos y comprenderlos. A continuación examinaremos algunos de estos atributos divinos:

• Santidad. Cuando la Biblia se refiere a Dios como santo, la intención es mostrar la relación entre él y alguien (o algo), y puede indicar dos aspectos: santidad majestuosa y santidad moral. En primer lugar, el Dios trino es santo porque está totalmente separado de la creación, en el sentido de que solo él es Dios, Creador, Eterno e Infinito, mientras que todo lo demás tuvo un principio, son criaturas finitas y no tienen naturaleza divina. En otras palabras, Dios es singular, distinto de todo y de todos, exaltado en su naturaleza de majestad infinita (Éxo. 15:11; Isa. 57:15). En este sentido, solo él puede ser santo (1 Sam. 2:2). Debido a la santidad majestuosa de Dios, necesitamos, como sus ministros, ser personalmente reverentes, enseñando y animando a otros a hacer lo mismo. El entusiasmo y la alegría no deben llevarnos a la irreverencia. Nuestras oraciones no deben exigir algo, sino mostrar sumisión y adoración a Dios, no tanto como hijos, sino como criaturas. ¿Quieres que tus iglesias sean más reverentes? Entonces predica más sobre Dios. Muestra y exalta los atributos divinos.

Pero hay un aspecto secundario y ético –el de la santidad moral– que indica que Dios es absolutamente puro y bondadoso, libre de cualquier deficiencia moral o rastro de maldad, completamente separado del pecado (Job 34:10; Hab. 1:13). Isaías 6 es uno de los pasajes bíblicos que mejor ilustran la santidad de Dios. El texto muestra cómo la revelación de la santidad majestuosa llevó al profeta a reconocer la santidad moral de Dios y, al mismo tiempo, su propio pecado frente a ella. Esto revela que el sentido de depravación de una persona está determinado por su sentido de la santidad de Dios.[2]

En cuanto a la santidad moral, la Biblia dice: “Como hijos obedientes, no se conformen a los malos deseos que tenían cuando vivían en su ignorancia. Antes, como aquel que los llamó es santo, sean también ustedes santos en toda su conducta. Pues escrito está: ‘Sean santos, porque yo soy santo’ ” (1 Ped. 1:14-16). Así pues, en medio de una sociedad erotizada y promiscua, el ministro debe buscar la pureza de vida y guiar a su rebaño a hacer lo mismo.

Amor. El apóstol Juan escribió que “Dios es amor” (1 Juan 4:8, 16) y, debido a que este atributo es tan rico en significado, las Escrituras utilizan varias palabras para describirlo. Cada una enfatiza algún aspecto o faceta del amor divino. Algunas de ellas son: bondad, misericordia, gracia y longanimidad.

Bondad. Es la disposición favorable de Dios hacia toda su creación, incluidos los que lo aman y obedecen (Sal. 31:19; Efe. 2:5-7) y también los que no creen en él ni lo sirven, quienes son igualmente beneficiados por el sol, la lluvia y diversas iniciativas divinas que buscan llevarlos al arrepentimiento, a fin de que no reciban la ira de Dios en el día de su justo juicio (Rom 2:4, 5). La Biblia afirma que incluso los animales viven gracias a la bondad de Dios (Job 38:41; Sal. 145:15, 16; 147:7-9).

Misericordia. Es el amor de Dios manifestado por el miserable, el que está en la desgracia. Es por su misericordia que podemos ser salvos (Efe. 2:4, 5); y esto sucede en perfecta armonía con su justicia, sin que la Ley se vea afectada. A causa de su misericordia, Dios permite que haya un sustituto y se ofrece a sí mismo para ser ese Sustituto, alguien que recibe la condenación en lugar del pecador.

Gracia. La religión de la Biblia tiene una gran idea doctrinal que la distingue de todas las demás religiones: la idea de la gracia divina. La gracia es el amor dirigido únicamente a los pecadores (Efe. 2:8). Los ángeles de Dios nunca recibieron su gracia porque nunca la necesitaron.[3] La gracia es un sentimiento de buena voluntad hacia nosotros, pecadores, pero también es un poder vigorizante que sale de Dios y entra en nosotros cuando se lo permitimos. Es capaz de transformarnos por completo, restaurando en nosotros la imagen de Dios.[4]

Longanimidad. Esta expresión transmite la idea de ánimo largo, de paciencia larga. Todos conocemos a personas con “mecha corta”, cuya tolerancia es nula y que explotan con facilidad. Pero Dios no es así. Él no tiene “mecha corta”. No se enfada fácilmente. No nos castiga inmediatamente cuando pecamos (Éxo. 34:6), sino que nos da tiempo para arrepentirnos y volver a él. Debido a su longanimidad, Dios pospone el momento en que se ocupará definitivamente del pecado.

Las Escrituras declaran que “el amor de Cristo nos impulsa” (2 Cor. 5:14, RVA 2015). Esta comprensión del amor de Dios en sus diversas formas debería impactar nuestro ministerio, conduciéndonos a una mejor relación con él. Como resultado, lo amaremos más, confiaremos más en él y tendremos más tiempo para pasar en su compañía. Esto también nos dará una nueva visión de las personas que nos rodean. Llegaremos a verlas no solo como parientes, amigos, vecinos, colegas o clientes, sino como pecadores por los que Cristo murió y a los que debemos comunicar el amor de Dios (5:18-20).

Poder. Diversos textos bíblicos presentan a Dios como el Todopoderoso (Gén. 17:1; Job 8:5; Eze. 10:5; Apoc. 1:8; 16:14). Cuando un pastor está convencido de que esto es cierto, su ministerio se fortalece enormemente. En distintas situaciones, el pastor se da cuenta de la necesidad de que Dios manifieste su poder:

Tratar con alguien poseído. En esta circunstancia, el pastor tendrá paz porque sabe que la lucha no es entre él y Satanás, sino entre Dios Hijo y un ángel caído; y también sabe que el poder de Cristo es infinitamente mayor que el poder de todos los demonios juntos. Incluso cuando Lucifer estaba en su estado de pureza junto al Trono del Altísimo, había un abismo de diferencia entre él y el Hijo de Dios: uno era una criatura, y el otro era el Creador. No se pueden comparar en tiempo de existencia, en sabiduría ni poder. Sabiendo esto, el ministro realizará su trabajo con la convicción de que la batalla ya está ganada. No tendrá miedo. De hecho, ¡son los demonios los que deben temblar en presencia de un hijo de Dios! Elena de White escribió: “[…] el alma más débil pero que habita en Cristo puede más que toda una coalición de huestes de las tinieblas […]”;[5] y “al sonido de la oración ferviente, toda la hueste de Satanás tiembla”.[6] “Cuando los ángeles todopoderosos, revestidos de la armadura del Cielo, acuden en auxilio del alma perseguida y desfalleciente, Satanás y su hueste retroceden, sabiendo perfectamente que han perdido la batalla”.[7]

Tratar con enfermos. Incluso cuando han sido desahuciados por los médicos, el ministro sabe que Dios es más grande que la enfermedad y que, si el Señor así lo quiere, hasta la peor condición puede ser revertida. Dios tiene todos los recursos naturales y sobrenaturales a su disposición, ya que es Señor de ambos, y puede curar a alguien de forma milagrosa o puede actuar indirectamente, utilizando al médico y los medicamentos y terapias.

Afrontar dificultades especiales. Estas pueden estar relacionadas con la salud, la familia, las relaciones, las finanzas, el trabajo o lo que sea. Cuando surgen dificultades, el pastor debe confiar en el poder de Dios. Es importante recordar las palabras divinas: “Yo soy el Señor […]. ¿Habrá algo demasiado difícil para mí?” (Jer. 32:27).

Conclusión

Después de reflexionar sobre algunos de los atributos de Dios, hago esta invitación a cada pastor: permite que la revelación que Dios hace de sí mismo impacte en tu vida y, por extensión, en tu trabajo pastoral. Dedica más tiempo a estar con él. Busca profundizar en el tema que aquí se ha explicado brevemente.

Cuando organices y dirijas un culto, hazlo todo con el objetivo de agradar a Dios. Adóralo en la belleza de su santidad. En un mundo de vidas torcidas, procura ser puro y esfuérzate por que tu rebaño haga lo mismo. Medita a menudo en el amor de Dios y pídele que impregne tu corazón y tu ministerio.

Aférrate hoy al poder de Dios y permítele que te fortalezca. Desempeña tus tareas ministeriales con el valor que da la confianza plena en el Todopoderoso. Vive y trabaja de tal manera que un día tú también puedas decir como Pablo: “Pero gracias a Dios, que nos lleva siempre al triunfo en Cristo Jesús y por nuestro medio manifiesta en todo lugar la fragancia de su conocimiento” (2 Cor. 2:14).

Sobre el autor: Profesor emético de la Facultad de Teología de la UNASP, Engenheiro Coelho.


Referencias

[1] Elena de White, Profetas y reyes (Florida: ACES, 2008), pp. 227-230.

[2] Heber C. Campos, O Ser de Deus e os Seus Atributos (São Paulo: Cultura Cristã, 2002),
pp. 335, 336.

[3] White, La maravillosa gracia de Dios (Florida: ACES, 1973), p. 10.

[4] Herbert E. Douglass, Filipenses e Colossenses, Lição da Escola Sabatina (edición para
maestros), julio-septiembre de 1994, pp. 6-8.

[5] White, El conflicto de los siglos (Florida: ACES, 2015), p. 584.

[6] Consejos para la iglesia (Florida: ACES, 2013), p. 462.

[7] Ibíd.