“Pronto aparece en el este una pequeña nube negra, de un tamaño como la mitad de la palma de la mano. Es la nube que envuelve al Salvador y que a la distancia parece rodeada de oscuridad. El pueblo de Dios sabe que es la señal del Hijo del Hombre. En silencio solemne la contemplan mientras va acercándose a la Tierra, volviéndose más luminosa y más gloriosa hasta convertirse en una gran nube blanca, cuya base es como fuego consumidor, y sobre ella el arco iris del Pacto. Jesús marcha al frente como un gran conquistador. Ya no es ‘varón de dolores’, que haya de beber el amargo cáliz de la ignominia y de la maldición; victorioso en el cielo y en la Tierra, viene a juzgar a vivos y muertos. […] A medida que va acercándose la nube viviente, todos los ojos ven al Príncipe de la vida. Ninguna corona de espinas hiere ya sus sagradas sienes, ceñidas ahora por gloriosa diadema. Su rostro brilla más que la luz deslumbradora del sol de mediodía. ‘Y en su vestidura y en su muslo tiene escrito este nombre: Rey de reyes y Señor de señores’ [Apoc. 19:16) […].
“El Rey de reyes desciende en la nube, envuelto en llamas de fuego. El cielo se recoge como un libro que se enrolla, la Tierra tiembla ante su presencia, y todo monte y toda isla se mueven de sus lugares. […] Cesaron las burlas. Callan los labios mentirosos. […] De las bocas que se mofaban poco antes, estalla el grito: ‘El gran día de su ira es venido; ¿y quién podrá estar firme?’ Los impíos piden ser sepultados bajo las rocas de las montañas, antes que ver la cara de aquel a quien han despreciado y rechazado.
“[…] Entre las oscilaciones de la Tierra, las llamaradas de los relámpagos y el fragor de los truenos, el Hijo de Dios llama a la vida a los santos dormidos. Dirige una mirada a las tumbas de los justos y, levantando luego las manos al cielo, exclama: ‘Despertaos, despertaos, despertaos, los que dormís en el polvo, y levantaos’ Por toda la superficie de la Tierra, los muertos oirán esa voz; y los que la oigan vivirán. […] Y los justos vivos unen sus voces a las de los santos resucitados, en prolongada y alegre aclamación de victoria.
“[…] Antes de entrar en la ciudad de Dios, el Salvador confiere a sus discípulos los emblemas de la victoria, y los cubre con las insignias de su dignidad real. […] Sobre la cabeza de los vencedores, Jesús coloca con su propia diestra la corona de gloria. Cada cual recibe una corona que lleva su propio ‘nombre nuevo’ (Apoc. 2:17), y la inscripción: ‘Santidad a Jehová’. A todos se les pone en la mano la palma de la victoria y el arpa brillante. […] Dicha indecible estremece todos los corazones, y cada voz se eleva en alabanzas de agradecimiento. ‘Al que nos amó, y nos ha lavado de nuestros pecados con su sangre, y nos ha hecho reyes y sacerdotes para Dios y su Padre; a él sea gloria e imperio para siempre jamás’ (Apoc. 1:5, 6).
“Delante de la multitud de los redimidos se encuentra la Ciudad Santa. Jesús abre ampliamente las puertas de perla, y entran por ellas las naciones que guardaron la verdad. Allí contemplan el paraíso de Dios, el hogar de Adán en su inocencia. Luego se oye aquella voz, más armoniosa que cualquier música que haya acariciado jamás el oído de los hombres, y que dice: ‘Vuestro conflicto ha terminado’. ‘Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo’ “(El conflicto de los siglos, pp.698-704).
Sobre el autor: Fue mensajera del Señor.