El mundo está sediento de la visión de aquel que es “señalado entre diez mil” y “todo él codiciable”

Recientemente, asistí a una predicación en que el bien intencionado orador “animó” a un grupo de jóvenes a pasar tiempo con Dios, aun cuando no estoy seguro de cuántos de esos oyentes fueron animados por la exhortación. Por alguna razón, describió de manera poco feliz lo que significa andar con Cristo, expresando que leer la Biblia y pasar tiempo con Dios es algo que se debe hacer, sea agradable o no. También admitió que él mismo, a veces, prefiere ver televisión que leer la Biblia. Pero, al final de cuentas, cumplía su deber cristiano y escogía la Biblia, porque sabía que es bueno para él, como una dosis de remedio que necesita ser tomado.

Lo que más me chocó fue cuando comparó “pasar tiempo con Dios” con una tarea escolar para el hogar. “A nadie le gusta hacer la tarea en casa -dijo-, pero es algo que tenemos que cumplir para ser aprobados en la escuela”. Y, con esos pensamientos haciendo eco en las mentes impresionables de los jóvenes, se sentó.

Belleza incomparable

No quiero criticar a ese orador, ni dar a entender que no debemos pasar tiempo con el Salvador; pero temo que muchos de nosotros, pastores, hemos descuidado presentar a Cristo en toda su belleza. En lugar de presentar “la incomparable belleza de Cristo”,[1] hemos sugerido una árida experiencia cristiana que relega la relación con él a algo que debe ser, en el mejor de los casos, tolerado. Transmitimos la impresión de que nuestros oyentes deben tomar la iniciativa en la relación; no decimos nada del papel de Cristo en ese proceso.

¿Cuántas veces escuchó, o hasta predicó, un sermón que coloca la amistad con Jesús como un programa basado en la lógica del “cómo hacer”? En lugar de predicar acerca del encanto de Cristo, esperando que esa belleza atraiga al oyente a querer pasar más tiempo con él, nos centramos en lo que el oyente debe hacer, si desea tener una “fructífera” experiencia cristiana. En lugar de predicar acerca de cómo el amor y la gracia de Cristo atrajeron a Zaqueo a él, preferimos enfatizar el esfuerzo de ese publicano al subir y descender del árbol, dando a entender que debemos hacer lo mismo si deseamos un próspero caminar con Dios. En resumen, enfatizamos lo que supuestamente debemos hacer, en lugar de lo que Dios ya hizo, hace y todavía hará.

No estoy seguro de que el abordaje que da instrucciones de “cómo hacer” produzca grandes resultados, ni que deje al oyente con una impresión favorable y exacta respecto del Padre celestial. Como pastores, nuestro trabajo es ayudar a nuestros oyentes a gustar y ver “que es bueno Jehová” (Sal. 34:8), sabiendo con plena confianza que el Cristo exaltado nos atraerá a sí.

¿Cuál sería el resultado de hablar más acerca de la bondad de Dios que de nuestra responsabilidad en la disciplina cristiana? Ciertamente, la “disciplina cristiana” sucederá naturalmente, si presentamos a nuestros oyentes un Salvador irresistible.

Aprender con Salomón

Estas ideas no son nuevas. Cerca de mil años antes de que Cristo caminara por los senderos polvorientos de la Tierra, su Espíritu inspiró a un hombre a escribir acerca de la experiencia humana más íntima: el amor entre esposo y esposa. Aun cuando no siempre tuvo éxito en este asunto, escribió un bello libro acerca de las relaciones: el Cantar de los Cantares, de Salomón.

Este libro, cuya interpretación ha sido discutida por milenios, describe la bella interacción entre dos jóvenes enamorados. Salomón desarrolla elocuentemente los matices del santo y bienaventurado amor. Si bien gran parte del libro presenta un cuadro maravilloso de afecto y admiración mutuos, un leve desvío tiene lugar en la mitad de la narración. Como

sucede con toda relación, surgen los desafíos; y la joven -la sulamita-, finalmente se encuentra intentando reactivar la relación con su amado. Con poco éxito, pide a sus amigas que se unan a ella en esta dramática tarea. Pero ellas no demuestran interés, y preguntan: “¿Qué es tu amado más que otro amado, oh la más hermosa de todas las mujeres? ¿Qué es tu amado más que otro amado, que así nos conjuras?” (Cant. 5:9).

En su paráfrasis titulada The Message, Eugen Peterson menciona: “¿Qué es tan formidable en tu amado, mujer hermosa? ¿Qué tiene de especial, que pides nuestra ayuda?” En otras palabras, esas jóvenes quieren saber qué encuentra de extraordinario en su amado. Sin interés por la idea de buscarlo, quieren saber si vale la pena hacerlo. En un lenguaje poderoso, la joven sulamita hace entonces la mayor descripción de la que un hombre podría ser objeto. Describe a su amado en detalle y con lenguaje poético. Compara su cabeza con el oro, sus ojos con palomas, su cuerpo con el marfil esculpido y, finalmente, concluye diciendo que es “todo él codiciable” (vers. 16).

G. Lloy Carr escribió que “los cánticos de amor que describen la belleza física de las personas amadas eran comunes en el Cercano Oriente, pero la mayoría de ellos describían a una mujer. Una descripción tan detallada del hombre, como aparece aquí, se encuentra raramente”.[2] Tuvo que haber habido algo extraordinario, especial, en el amado de la sulamita, para que ella hablase tan elocuentemente sobre ese hombre singular.

La persuasión

No obstante, por más estupenda que fuera esa descripción, la respuesta de las amigas fue todavía más significativa. Ocho versículos antes, habían permanecido indiferentes al amado de la sulamita. Después de escuchar esa descripción notable de ese hombre, no pudieron contenerse, y gritaron: “A dónde se ha ido tu amado, oh la más hermosa de todas las mujeres? ¿A dónde se apartó tu amado, y lo buscaremos contigo?” (Cant. 6:1).

Atraídas por la belleza descripta, ellas también resolvieron buscarlo. Ahora que comprenden que valía la pena invertir tiempo, están motivadas a unirse a la joven sulamita en la búsqueda de ese hombre único. Si bien no tenían intenciones amorosas, porque la joven lo reclamaba como suyo, aun así se sienten atraídas por él. La descripción hecha muestra la diferencia entre su apreciación de él y, finalmente, el interés en buscarlo.

“Sulamitas” entre nosotros

¿Es posible que estemos fracasando precisamente en el punto en que esta joven tuvo éxito, exaltando a su amado? Habiendo tenido la oportunidad de presentar el encanto de nuestro “amado” a oyentes desinteresados e indiferentes, hemos presentado un árido y aburrido cuadro de lo que significa la unión con Cristo. En lugar de mostrarlo bajo una luz que atraiga irresistiblemente a las personas a él, o como alguien que toma la iniciativa en buscamos, decimos a los hambrientos espirituales que es su deber iniciar esa relación. Les decimos que es su deber cristiano levantarse quince minutos más temprano cada día para pasar tiempo con Dios. Les decimos que los más grandes teólogos de la Era Cristiana pasaban entre tres y cuatro horas diarias en oración y que ese ejemplo debe ser seguido. Y no decimos nada de la belleza de Cristo, que puede atraer a las personas, llevándolas naturalmente a hacer todo eso.

Un cuadro de Cristo, semejante a la descripción que la joven enamorada hizo de su amado, atraerá a hombres y mujeres a unirse al Salvador. Así como es inútil pasar cinco horas intentando convencer a los enemigos a dedicarse tiempo unos a otros, es imposible convencer a las personas naturalmente alienadas de Dios a pasar tiempo con él, por lo menos apelando a su sentido del deber y la responsabilidad. Necesitan una razón para hacerlo; y exaltar la incomparable belleza de Cristo es la mejor razón.

Considere estas palabras de ánimo a todo expositor del evangelio: “En Cristo está la ternura del pastor, el afecto del padre y la incomparable gracia del Salvador compasivo. Él presenta sus bendiciones en los términos más seductores. No se conforma con anunciar simplemente estas bendiciones; las ofrece de la manera más atrayente, para excitar el deseo de poseerlas. Así han de presentar sus siervos las riquezas de la gloria del Don inefable. El maravilloso amor de Cristo enternecerá y subyugará los corazones cuando la simple exposición de las doctrinas no lograría nada. […] Hablad al pueblo de aquel que es ‘señalado entre diez mil’, y ‘todo él codiciable’ ”.[3]

Todo el mundo está sediento de la visión de un Salvador irresistible. Y, por la gracia de Dios, podemos presentar a Cristo en todo su encanto, justamente como él merece ser visto.

Sobre el autor: Actualmente cursa la maestría en Divinidad en la Universidad Andrews, Estados Unidos.


Referencias

[1] Signs of the Times (16 de septiembre de 1889).

[2] G. Lloyd Carr, The Song of Salomón (Downers Grove, Il: InterVarsity, 1984), p. 139.

[3] Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, pp. 766, 767.