Recuerdo cierta ocasión en que fui transferido de una Asociación a otra y, entre otros arreglos que debía hacer en relación con el nuevo domicilio, era necesario hacer la transferencia de la patente de mi automóvil. Munido de los documentos, y luego de completar todos los requisitos exigidos, me dirigí al sector de registro del Departamento de Tránsito de la capital en la que habría de residir. El encargado de la unidad examinó cuidadosamente cada documento, certificó que todo estuviera bien y, para mi sorpresa, me dijo con cierta soberbia: “No podemos registrar su automóvil aquí. Debería haberlo hecho en la capital donde vivía antes”.

Argumenté que era verdad, al igual que era verdad que también podía ser hecho en el nuevo domicilio. Fue inútil. El hombre insistió en que debería regresar a la capital anterior y hacer allí el cambio de domicilio del vehículo.

Retomé los argumentos, intentando hacerle comprender la dificultad que representaría un largo y costoso viaje, para un procedimiento que podría ser realizado en menos de media hora, en ese instante, allí donde nos encontrábamos. No valió de nada. Frustrado, pero intentando encontrar algo positivo en el hecho de poder volver a ver a mis familiares, amigos y hermanos, me retiraba del lugar, cuando uno de los funcionarios me llamó aparte y me dijo: “Es inútil argumentar con este hombre. Es intransigente, terco, demasiado vanidoso como para ceder. Pero vi un caso semejante en que la persona volvió con una recomendación del director general del Departamento”.

Le agradecí el consejo, y le dije que lo pondría en práctica al día siguiente. Al otro día, en menos de quince minutos de amigable conversación con la mencionada autoridad, tenía en las manos la recomendación escrita. Volví al sector de registro y se resolvió todo.

Salí de allí pensando en cuán curioso era el hecho de que una autoridad mayor, que tenía mayor poder para decidir, se mostrara más accesible que el subalterno. Y recordé la autoridad suprema del universo que, “siendo en forma de Dios […] se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo” (Fil. 2:6, 7), mientras que nosotros, siervos, no es raro que nos comportemos como dioses o semidioses. Ese empleado público es solo un ejemplo de tantas personas en el mundo que parecen imaginarse dueñas del mundo, a las que tal vez alguien les haya hecho creer en ese pensamiento, y pasaron a actuar como si fuera verdad. Desgraciadamente, en la iglesia, ninguno de nosotros está libre de caer en esa tentación. Por eso, necesitamos tener siempre delante de nosotros, en la mente y en el corazón, la enseñanza bíblica y el ejemplo de Cristo en el trato con el orgullo y la presunción, la humildad y el servicio.

La superioridad de Juan el Bautista

En una de sus afirmaciones aparentemente intrigantes, Jesús dijo: “Entre los que nacen de mujer no se ha levantado otro mayor que Juan el Bautista; pero el más pequeño en el reino de los cielos, mayor es que él” (Mat. 11:11). ¿Por qué razón Juan el Bautista fue considerado el “mayor”? En la evaluación que hace Roy A. Anderson, “Juan no organizó ninguna iglesia, no realizó milagros, no escribió libros, no lideró algún partido político, no era financista, no poseía una casa hecha con esmero. Por otro lado, era el mayor. Es verdad que fue un predicador poderoso, pero eso duró solo unos meses” (O pastor evangelista, p. 549). Además de eso, otros personajes de la Biblia también mostraron ser predicadores destacados y poderosos. Pedro, por ejemplo, lleno del Espíritu Santo en el Pentecostés, predicó un sermón que resultó en la conversión de “casi tres mil personas” (Hech. 2:41). ¿Qué diremos de Pablo, ante reyes y emperadores, iletrados y cultos, proclamando con osadía a Cristo crucificado y resucitado?

Pero, en las palabras del propio Jesús, Juan el Bautista fue “el mayor”. Juan el Bautista fue llamado a desempeñar la misión especial de anunciar la venida del Mesías. Ciertamente, muchos profetas cambiarían cualquier privilegio por la honra de ser el precursor de Cristo. La grandeza de Juan el Bautista fue la grandeza de su misión. Por otro lado, es forzoso admitir que el hecho de desempeñarla con humildad sirvió para realzar la cualidad que le fue atribuida por el Maestro.

En cierta ocasión, cuando el pueblo se preguntaba si era el Mesías, Juan el Bautista respondió: “Yo a la verdad os bautizo en agua; pero viene uno más poderoso que yo, de quien no soy digno de desatar la correa de su calzado; él os bautizará en Espíritu Santo y fuego” (Luc. 3:16). Efectivamente, el Mesías vino. Y, al cumplir su ministerio, atraía a las personas carentes de esperanza y salvación. Las bautizaba, sellando su compromiso con Dios. Acerca de esto, los discípulos de Juan el Bautista no pudieron contener la inquietud, y fueron a buscarlo, llevándole la información: “Rabí, mira que el que estaba contigo al otro lado del Jordán, de quien tú diste testimonio, bautiza, y todos vienen a él” (Juan 3:26).

Sin dudar, vino la respuesta del Bautista: “No puede el hombre recibir nada, si no le fuere dado del cielo. Vosotros mismos me sois testigos de que dije: Yo no soy el Cristo, sino que soy enviado delante de él. El que tiene la esposa, es el esposo; mas el amigo del esposo, que está a su lado y le oye, se goza grandemente de la voz del esposo; así pues, este mi gozo está cumplido. Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe” (vers. 3:27-30). En otras palabras: Me debo contentar con lo que Dios me permitió ser y realizar. Ya les he dicho que no soy el Cristo, sino su precursor. Esa fue mi misión. Solo soy el amigo del novio, que se alegra al escuchar su voz y en verlo recibir a la novia. Toda intermediación en el proceso que culmina con esa unión ya fue cumplida. Estoy feliz con la llegada del novio. Ahora, lo que importa es que “él crezca, pero que yo mengüe”.

Esa es la verdadera grandeza, característica de un siervo de Dios.

El primero en el Reino

De manera trágica, como bien lo sabemos, Juan el Bautista estaba descansando de sus luchas terrestres. Cristo, el anunciado Mesías, continuaba ejerciendo su ministerio. Entonces, cierto día, una mujer, esposa de Zebedeo, madre de Santiago y de Juan, le hizo un pedido: cuando su reino fuera establecido, que sus hijos fuesen colocados en los mejores puestos: “Uno a tu derecha, y el otro a tu izquierda” (Mat. 20:21).

Impulsada por el sentimiento nacionalista prevaleciente entre los judíos, que proyectaba en el Mesías la esperanza de la restauración política y la liberación del yugo romano, fascinada como estaba por aquel mundo de soldados llenos de medallas, emperadores que ostentaban sus coronas incrustadas con piedras preciosas, gobernadores atendidos por esclavos y hasta mercaderes con muchos empleados, para aquella madre, era justo que sus dos hijos tuvieran su lugar de honra en el esperado reino. A fin de cuentas, lo habían dejado todo y se habían unido al movimiento que luego se convertiría en el Reino. De acuerdo con el relato sagrado, “cuando los diez oyeron esto, se enojaron contra los dos hermanos” (vers. 24). ¿Por qué? ¿Acaso eran humildes inocentes? ¿Estaban autorizados a enseñar humildad a esa madre y a sus hijos? Ciertamente, no. Se “indignaron” porque, desde hacía mucho tiempo, estaban pensando lo mismo y no admitían rivales en esa disputa por una posición de privilegio en “el Reino”.

De hecho, Jesús ya les había señalado su ignorancia con respecto al verdadero carácter de su Reino: “No sabéis lo que pedís” (vers. 22). Entonces, con amor, ternura y firme convicción, les explicó el marcado contraste entre su filosofía y la del mundo en que vivían: “Sabéis que los gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que son grandes ejercen sobre ellas potestad. Mas entre vosotros no será así, sino que el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo; como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (vers. 25-28).

Lo que el mundo piensa acerca de la grandeza y la vida abundante no armoniza con la enseñanza bíblica ni con el ejemplo de Jesús. Pensando en el señorío, o en el liderazgo eclesiástico, solo existe un Señor absoluto, único, indispensable e insustituible: el mismo Jesucristo, pues “en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él. Y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten” (Col. 1:16,17). Con respecto a nosotros, independientemente del lugar donde estemos trabajando, de la función que ocupemos y de los títulos que ostentemos, ninguno de nosotros es un milímetro más allá de siervo. Y debemos estar felices y agradecidos, pues ese es un don más de la gracia de Dios. ¿Qué hicimos para merecerlo? ¿Qué credenciales tenemos para presentar con el fin de servir al Señor del universo? Por la gracia de Dios es que somos lo que somos (1 Cor. 15:10).

A esta altura, es natural que surja una pregunta: ¿Deberíamos renunciar a los conceptos de jerarquía y de búsqueda de la excelencia? Absolutamente, no. La búsqueda de la excelencia es necesaria, para que podamos servir de la mejor manera posible. La jerarquía eclesiástica es indispensable, para que la misión sea administrada con decencia y orden. Lo que realmente importa es la actitud de quien ocupa las diversas instancias de esa jerarquía: debe hacerlo con la disposición de servir. Eso no significa inercia, indolencia, debilidad o justificación de los errores. El siervo sabe qué quiere y hacia dónde va. En todo lo que hace, combina firmeza, diligencia, determinación y sentido de justicia con amor, gracia y misericordia, al igual que el Señor de la iglesia.

Es indispensable señalar que el camino de la humildad y del servicio es de doble mano. En la relación interpersonal en la iglesia, las dos cosas incluyen una actitud de mutua consideración. Su punto focal es el espíritu de consideración y de respeto con que debemos tratarnos unos a otros: líderes y liderados. Como aconsejó Pablo: “Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo; no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros” (Fil. 2:3, 4).

Liberados del orgullo

En su libro Descending into Greatness, Bill Hybells sugiere que el espíritu de humildad y de servicio valora a las demás personas y nos libera para renunciar a los pretendidos derechos egoístas, para que podamos amar incondicionalmente. El espíritu de humildad y de servicio nos libra de alimentar la ira y la amargura, cuando sentimos que alguien no piensa de la misma forma que nosotros. Nos libera, para obedecer el mandamiento de Jesús: “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen” (Mat. 5:44). Nos libera para vencer el deseo de venganza: “A cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra” (Mat. 5:39). En fin, nos libera para poner en práctica la Regla de Oro: “Así que, todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos”.

“No hay nada que ofenda tanto a Dios, o que sea tan peligroso para el alma humana, como el orgullo y la suficiencia propia. De todos los pecados es el más desesperado, el más incurable”, dice Elena de White (Palabras de vida del gran Maestro, p. 119).

Por lo tanto, la verdadera grandeza es la grandeza de la humildad. La verdadera vida abundante es la vida de servicio. Aun cuando eso sea revolucionario, contrario a todo lo que piensa el mundo, la enseñanza de las Escrituras y el ejemplo de Cristo nos dicen que ese es el modelo de vida verdaderamente productivo, útil, que satisface las ansias de Dios y de su causa.

Felizmente, nada está perdido. En su inconmensurable amor e interés sin límites por nuestra salvación, Dios hará todo para salvarnos del orgullo, y hacernos humildes y siervos. Si fuere el caso, permitirá que nuestra eficiencia sea comprometida, a fin de que dejemos de mirarnos y lo busquemos con ansias. Tal vez permita que seamos removidos de nuestra labor, o destituidos de la función ocupada con orgullo. Si no atendemos al llamado del amor, ciertamente escucharemos el llamado del dolor. En el pasado, al trabajar para abatir el orgullo de Nabucodonosor permitió que ese presuntuoso monarca llegara a comportarse como un animal (Dan. 4).

El único límite en este proceso es nuestra voluntad obstinada y rebelde que, embriagada por la vanidad del éxito mundano fugaz, termina resistiendo su voz. Pero, si somos sumisos y aceptamos que nos moldee, seremos victoriosos. Para ello, parafraseando al apóstol Pablo, deberíamos hacer, diariamente, esta oración: “Señor, dame este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres” (Fil. 2:5-7).

Sobre el autor: Editor de la revista Ministerio, edición de la CPB.