Desfigurados, hoy, por la acción del pecado, en poco tiempo tendremos de nuevo la belleza de nuestro Creador.

Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra fcu semejanza […]. Y Creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó” (Gén. 1:26, 27). Esa es la verdad que me fue implantada en el corazón, desde los tiempos de niña, al asistir a la Escuela Sabática de la iglesia de mi infancia, o cuando me sentaba alrededor de la mesa con mis hermanos, para la indispensable hora del Año Bíblico familiar. Crecí con la certeza de que fuimos hechos a imagen de Dios.

Durante el período en que trabajé como auxiliar de enfermería, tuve la oportunidad de ver y sentir, muchas veces y de varias maneras, la bondad de Dios en la vida de muchas personas enfermas. Al ver el estado en que se encontraban la mayoría de ellas, me preguntaba: “¿Tiene Dios todavía un plan para esta persona, en la situación en la que se encuentra?” Mientras me hacía esa pregunta, descubría que el plan de él, en ese contexto, era para mí. En verdad, era como si yo misma escuchara otra pregunta: “¿Cuidarás bien de este paciente? ¿Harás por él lo que yo haría si estuviera en tu lugar?”

Siempre acostumbraba llegar al hospital antes de la transferencia del turno. Por eso, incorporé en mi rutina visitar las pequeñas enfermerías reservadas a los pacientes del Sistema Único de Salud. Al entrar, verificaba si estaban bien abrigados, abría las ventanas para dar entrada al refrescante aire matinal y aprovechaba para desearle un “buen día” a cada paciente.

Imagen distorsionada

En esos días, al entrar en un determinado cuarto, todavía algo oscuro, luego de abrir la ventana, saludé a los dos pacientes que estaban a mi derecha. Al volverme para hacer lo mismo con uno que estaba a mi izquierda, me detuve asustada. La escena todavía está vivida en mi mente hasta hoy; razón por la que escribo este texto. Sentado al borde de la cama, había un hombre con una sábana arrollada sobre el torso y los ojos fijos sobre el piso.

Era una figura de cabellos largos desordenados, duros por la suciedad, mezclados con la barba rubia y crecida. El rostro estaba oculto. Aparentemente quemado por el sol, dejaba a la vista solo la imagen de los ojos negros clavados en el vacío. Vestía pantalón, camisa, y un viejo y arruinado sobretodo sucio de sangre. Con las manos, mantenía juntas las dos extremidades de la sábana, dejando aparecer uñas de unos dos centímetros de largo y sucias. Si bien me asusté, lo oculté. Ni se inmutó. De la cama en la que se encontraba hasta la puerta del cuarto había un pasillo, por el que salí caminando de costado, perdida en una montaña de pensamientos. No resistí. Me detuve, impresionada por lo que veía, mientras me preguntaba: “¿Y ahora? ¿Por qué este hombre fue colocado en mi camino, Señor? Fuimos hechos a tu imagen; pero no puedo ver esa imagen allí. ¿Cómo puede un ser humano llegar a tal estado? ¿Es posible hacer algo por él?”

Me dirigí al centro de Enfermería, apresuradamente, con el fin de certificar de quién se trataba. En el registro, estaba escrito: Cuarto 83, cama 2. El lugar reservado al nombre y la dirección estaba en blanco: “Paciente internado para intervención quirúrgica”. ¿Quién sería el misterioso de la cama 2? El miserable parecía más una aberración de la naturaleza. Pero Dios no es responsable por eso; el pecado, sí, es la distorsión del universo. En la Recepción del piso, la única información que constaba era que se trataba de un vagabundo con un tumor cancerígeno en el brazo izquierdo. Debido al sangrado, alguien lo llevó al hospital, algunos minutos antes del amanecer.

Luego percibí que tendría un día muy atareado. Las alarmas se disparaban todo el tiempo en las puertas de las habitaciones y, entre la atención de un paciente y otro, siempre miraba hacia la cama 2 de la habitación 83. Y decidí que, a pesar del día ajetreado, no dejaría que saliera o permaneciera en el hospital de la misma forma en que se encontraba. Fue en esa ocasión que, en un momento más tranquilo, la jefa de enfermeras me pidió que le diera la medicación a un paciente; por coincidencia, era de la misma habitación en que se encontraba el vagabundo sin nombre.

El medicamento era inyectable. Lo preparé, lo coloqué en el recipiente apropiado y me dirigí a la habitación. El misterioso paciente notó mi aproximación, fijó los ojos en la jeringa y se dobló en la cama, poniéndose a llorar a gritos. Mi corazón se partió. Me acerqué a él, toqué su brazoy le aseguré: “No se preocupe, este medicamento no es para usted” Por algunos instantes se calmó, aun cuando se mantenía cubierto por la sábana.

Terminado mi trabajo con el otro paciente, volví a la enfermería, recogí ropa y sábanas limpias, material curativo y desinfectantes. Conseguí tijeras, peine, afeitadora y esponja para baño, y volví a la habitación 83. Estaba segura de que, debajo de ese cabello ensangrentado y sucio, estaba una persona a quien Dios siempre amó.

-¿Cuál es su nombre? -pregunté; y no tuve respuesta- ¿Quiere comer algo?

Silencio.

-¿Le gustaría cambiar esas ropas por otras limpias?

Nada. Percibí que no funcionaría. Entonces, tomándolo por el brazo, lo ayudé a ponerse de pie, diciendo:

-Lo ayudaré a quitarse el sobretodo y la camisa, para curar la herida de su brazo.

Dio resultado.

-Ahora vamos a cortar su cabello, la barba y sus uñas.

No dijo nada. Me atreví a cortar su cabello, pero no reaccionó. Concluí que lo que hiciera estaría bien. Después de cortar el pelo, le indiqué:

-Ahora, voy a colocar jabón y toalla en la ducha, para que tome un baño, pues el médico está llegando.

Imagen restaurada

Hizo exactamente lo que le dije. Abrí la ducha en la temperatura adecuada, pero el hombre no se manifestaba. Entonces, con la ayuda de otro paciente, lo conduje al baño. Le di jabón y salí, dejando por precaución la puerta entreabierta. A pesar del tumor, su estado físico era normal. Le pedí al otro paciente que me avisara cuando volviera a la cama, para poder hacer las curaciones. Diez minutos después, se me avisó que el agua de la ducha continuaba abierta, pero no había señal de que el hombre la estuviese utilizando. Golpeé la puerta del baño, pero no tuve respuesta. Avisé que entraría. Abrí la puerta y lo vi con el jabón en la mano, alejado de la ducha por miedo al agua. La solución final fue utilizar la manguera de la ducha y, con la ayuda de otro paciente (el enfermero del piso había salido con la ambulancia para una emergencia), conseguimos hacer que se bañara. Lo ayudé a vestirse, a peinar su cabello, y desinfecté y curé la herida de su brazo. Ahora, su aspecto era otro: tenía la piel clara, el cabello liso castaño oscuro, buena apariencia, calmo, aparentaba unos 35 años, pero no decía una palabra. Le ofrecí el desayuno.

Sonó otra alarma, fui a atender y pronto me vi envuelta en el trajín del día. Más tarde, cuando volví al puesto de Enfermería, escuché que el médico le hacía una observación a la jefa de enfermeras:

-No me gusta que cambien a los pacientes de cuarto sin avisarme y, además, sin cambiar el registro.

-No cambiamos a ningún paciente de habitación -respondió la enfermera.

A esto, el médico preguntó:

-¿Y dónde está el paciente de la cama 2 del cuarto 83?

Fui a la habitación 83, para comprobar si algún paciente había salido para tomar un baño de sol, pero todos estaban. Volví y avisé:

-Están todos allí.

El médico insistió:

-¿Me estaré volviendo loco? -mientras se dirigía al cuarto y yo lo seguía.

En la puerta, preguntó nuevamente:

-¿Dónde está el paciente de la cama 2?

Señalé al hombre, diciendo:

-Está ahí, doctor.

Nuevamente el médico habló:

-Me estoy refiriendo al vagabundo que fue internado esta madrugada y que estaba en esta cama.

Le aseguré:

-Este es, doctor.

Sorprendido, preguntó esta vez:

-¿Qué sucedió? Mi Dios, ¡qué transformación!

Quedé feliz, agradecida a Dios, y reflexioné bastante. Sé que el pecado distorsiona la visión de las cosas bellas que él creó, trayendo sufrimiento y dolor. Pero la historia de la humanidad no concluyó en la momentánea o aparente victoria del pecado. Terminará en la victoria de Dios sobre el pecado y sus consecuencias; y esa victoria nos pertenece a ti ya mí.

Este es el cuadro que tengo en mi mente: el retrato del hombre creado por Dios, a su imagen y semejanza; sin pecado lo creó. Y, muy pronto, volverá para restaurar en nosotros la imagen que fue desfigurada por el mal, para completar en nosotros la obra de limpieza que el Espíritu Santo ya comenzó en nuestro corazón y que nos dejará irreconocibles, pues seremos mucho, mucho más semejantes a él.

Sobre el autor: Enfermera y esposa de pastor, trabaja en la Casa Publicadora Brasileira, Rep. del Brasil.