El corazón humano, como decía Calvino, es una fábrica de ídolos. Pero no necesitamos se esclavizados.
Mientras Moisés descendía del Monte Sinaí, con las tablas de los Diez Mandamientos, se quedó horrorizado al ver la desenfrenada orgía que sucedía abajo. Puede pintar el cuadro: jovencitas danzaban licenciosamente como si estuvieran bajo el efecto de drogas; se lanzaban coronas de flores sobre el ídolo; los hombres comían, bebían y caminaban frenéticamente alrededor de él. Todos aclamaban al becerro de oro, como si fuese el dios que los hubiese conducido hasta allí, después de liberarlos de la esclavitud egipcia.
Si el episodio hubiera sucedido en el siglo XXI, tal vez la multitud habría rodeado el becerro en lujosos automóviles convertibles adornados. Las personas habrían abierto botellas de champán y whisky, o exhibido sus cuerpos semidesnudos sin ninguna privacidad. En otras palabras, cuando visualizo la idolatría, veo personas que son iguales que yo ocupadas en hacer cosas prohibidas, que no me tientan.
Lo que generalmente olvido, al recordar las escenas del Sinaí y hacer mi transferencia de ellas al mundo contemporáneo, es a Aarón, el hermano y representante de Moisés. No hay dudas de que Aarón es el personaje principal de esta historia; pero es verdad, también, que me gustaría recordar la escena de la orgía por causa de la fiesta con el animal, y no por el líder religioso que la hizo posible. Si me centro lo suficiente directamente en Aarón como líder, no puedo dejar de centrarme también en mí misma, a la luz de la idolatría. Para los líderes modernos, la idolatría continúa siendo lo mismo que siempre fue, desde los días de Aarón y de los recién liberados israelitas.
Llamado al ministerio
Considerando la historia de Aarón, podemos trazar similitudes entre nuestro llamado y el de él, y entre su capitulación y la nuestra ante la idolatría. A pesar de todo, justamente porque el Altísimo no abandonó a Aarón, estoy confiada en que actúa de la misma manera con nosotros.
Dios llamó a Aarón en el contexto de una relación ya existente. Inicialmente, el llamado divino no le llegó en forma directa; lo recibió a través de su hermano. El Señor le dijo a Moisés que Aarón poseía el don de hablar en público, y que eso debería ser usado para el cumplimiento de los propósitos divinos. ¿Cuántos de nosotros, en primera instancia, tuvimos una sugerencia del llamado de Dios no por haber visto una gran flecha en el cielo que nos señalaba, sino porque alguien de nuestra comunidad de fe nos hizo ser conscientes de que Dios tenía un plan para nosotros? ¿Cuántas veces, durante los años de preparación o incluso a lo largo del trabajo, hemos experimentado ánimo, corrección o confirmación del Espíritu Santo, por medio de otra persona? Dios llamó a Aarón a través de otro siervo: Moisés. Y Aarón entró en desgracia cuando hizo lo que le pareció correcto ante sus ojos, sin tomar en cuenta a Moisés.
Fuimos llamados a la causa de Dios y, como Aarón, tenemos un mensaje cuya transmisión nos fue confiada. La instrucción de Jehová a Aarón fue esta: “Hablará a Faraón, para que deje ir de su tierra a los hijos de Israel” (Éxo. 7:2). El mismo Señor nos confió un mensaje todavía más glorioso: predicar el evangelio de Jesucristo a toda nación. Dios capacitó a Aarón con poder sobrenatural, de modo que pudiera demostrar que su mensaje, de hecho, provenía del Señor. De manera semejante, usted y yo, como ministros de la Palabra, recibimos poder y autoridad celestiales.
Dios amó a Aarón, lo llamó a su causa, y tenía un plan especial para él y sus descendientes. En el Monte Sinaí, el Creador habló a Moisés acerca de estos planes, diciendo: “Y harás vestiduras sagradas a Aarón tu hermano, para honra y hermosura” (Éxo. 28:2). Y todo debía ser realizado de la más fina calidad, con “oro, azul, púrpura, carmesí y lino torcido” (Éxo. 28:5). Fue ordenado que también hiciera una lámina de oro puro en la que estaría grabada la inscripción “Santidad al Señor”.
Esa lámina sería aferrada con un cordón azul y colocada en la mitra, sobre la frente de Aarón (Éxo. 28:36-38). ¿Se puede imaginar caminando con una placa en la que se lee: “Santidad al Señor”? Dios dijo, incluso, que Aarón y sus hijos debían ser ungidos y consagrados para que pudieran servir a Dios, no al pueblo, como sacerdotes. Eso no significa que debían separarse del pueblo; al contrario, debían liderar a la comunidad israelita en el verdadero culto a Dios. Era su deber observar las leyes de pureza que el Señor había dado a Moisés. Debían ser santos al Señor.
Hoy, los cristianos ya no tienen un sacerdocio levítico, transferido de padre a hijo, y no sacrificamos animales en el templo. Algunos de nosotros vivimos en culturas que valoran mucho la vestimenta; otros, no tanto. He dicho a mis alumnos que cualquier traje que utilicen para liderar el culto terminará adquiriendo posición “oficial” y estará sujeto a interpretaciones teológicas, aun si fuera el mismo traje oscuro durante todo el fin de semana. Algunas personas verán representadas, en nuestro traje, nuestras convicciones religiosas, y esas convicciones pueden, o no, ser bien recibidas. Cualquiera que sea el color o la etiqueta que utilicemos, seremos vistos como Aarón, a quien Dios llamó y orientó a fin de que, en sus vestimentas, hubiera una señal que lo identificara como “santo al Señor”.
Dios no sugirió a Moisés que orientara a Aarón para que hiciera una encuesta entre el pueblo acerca de la clase de ropa con la que les gustaría verlo vestido o qué clase de animales podrían ser ofrecidos en sacrificio. De hecho, no lo hizo, porque ser “santo al Señor” significa buscar en Dios los patrones y los criterios mediante los cuales debemos desarrollar nuestra vocación.
Dios llamó a Aarón, y también nos llama. El Creador de los cielos y de la tierra sabe muy bien qué y cómo desea que sus sacerdotes sean y actúen. Dios colocó sus manos sobre Aarón y, a través de él y de Moisés, operó grandes maravillas. Y Moisés reafirmó la posición de Aarón como líder entre el pueblo del pacto.
El traspié del líder
Pero Aarón cedió a las demandas del pueblo. Tal vez haya pensado: “Soy pastor y debo intentar satisfacer las necesidades de las personas. De mí se espera que sirva a esta congregación, y facilite la expresión religiosa espontánea de las personas, no que me comporte como un profeta “aguafiestas”. ¿Acaso no puedo contextualizar la teología y el culto? ¿No es verdad que debo tomar más en serio la realidad socioeconómica presente? Soy el líder. Si pretendo sobrevivir en este desierto, será mejor acompañar al pueblo, a fin de tener éxito”. Eso, decididamente, no fue seguro.
La caída de Aarón rumbo a la idolatría no fue un deliberado y dramático rechazo del Dios del Israel; no. Fue algo semejante a la descripción de C. S. Lewis, en sus Cartas al infierno: “El camino más seguro hacia el infierno es gradual: una pendiente moderada, el terreno suave, sin curvas inesperadas, sin obstáculos ni carteles de advertencia”. La idolatría de Aarón sucedió paso a paso, como sospecho que nos sucede a muchos de nosotros.
¿Cómo sucedió eso? Primeramente, Aarón habló en una comunicación franca y abierta con el pueblo, mientras esperaban que Moisés descendiera del monte. “Haznos dioses que vayan delante de nosotros”, clamó la multitud. Pero ¿quién, en verdad, había conducido al pueblo hasta allí? Aarón debió haberles recordado este hecho a todos. “Porque a este Moisés, el varón que nos sacó de la tierra de Egipto, no sabemos qué le haya acontecido”, continuó diciendo el pueblo (Éxo. 32:1), aparentemente olvidando las palabras introductorias de los Diez Mandamientos: “Yo soy Jehová tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre” (Éxo. 20:2).
Moisés fue instrumento de Dios, pero fue por el poder divino que los israelitas fueron liberados de Egipto. Y, en esa ocasión, incluso hubo instrucciones de Moisés con respecto a que Aarón y Hur quedarían como responsables por el cuidado de todos, hasta que regresara (Éxo. 24:14). Es más, parecería que el pueblo y Aarón tenían memoria selectiva… o cambiaron la memoria por los deseos del momento.
Aarón debería haber destacado, rápidamente, la importancia del pacto divino, pero no lo hizo. En lugar de eso, intentó condescender, con el propósito de mantener la seguridad de su posición. Un estudio cuidadoso de Éxodo 32 nos mostrará que aparece agradable, sutil y calculador en todo el capítulo. No dijo que se estaba apartando de Jehová, para practicar la idolatría; sencillamente le pidió al pueblo: “Apartad los zarcillos de oro que están en las orejas de vuestras mujeres, de vuestros hijos y de vuestras hijas, y traédmelos” (Éxo. 32:2). Entonces, fundió esas joyas y las modeló en un becerro, símbolo popular en antiguas religiones orientales. ¡La multitud llegó a delirar! Y gritó: “Israel, estos son tus dioses, que te sacaron de la tierra de Egipto”. Cuando Aarón vio ese entusiasmo, construyó un altar y, queriendo estar de un lado y del otro, declaró: “Mañana será fiesta para Jehová”. ¡Estoy segura de que alcanzó un pico de rating en esa ocasión!
Bien, todos sabemos lo que sucedió en el resto de la historia. Moisés descendió del monte. La temperatura de su ira subió. Quebró las tablas de la Ley al pie del monte, quemó el becerro “y lo molió hasta reducirlo a polvo, que esparció sobre las aguas, y lo dio a beber a los hijos de Israel” (Éxo. 32:20). Enseguida, se dirigió a Aarón, el sacerdote escogido por Dios, y le dijo: “¿Qué te ha hecho este pueblo, que has traído sobre él tan gran pecado?” (Éxo. 32:21). La respuesta de Aarón fue tan mala como lo que había hecho. Culpó a la congregación: “No se enoje mi señor; tú conoces al pueblo, que es inclinado a mal. […] Y yo les respondí: ¿Quién tiene oro? Apartadlo. Y me lo dieron, y lo eché en el fuego, y salió este becerro” (Éxo. 32:22-24). ¡Su intento de justificarse es increíble!
Nuestros ídolos
¿Cuán frecuentemente transformamos a las personas de nuestras congregaciones y comunidades en chivos expiatorios, en lugar de asumir las fallas de nuestro liderazgo? ¿Cuántas veces hemos cambiado el manto del profeta por un cobertor de seguridad personal y protección de nuestra imagen? Estoy convencida de que también somos tentados a recordar selectivamente ciertos reclamos de Dios en relación con nuestra vida y nuestro ministerio. También minimizamos o sencillamente negamos nuestra complicidad con las manifestaciones de idolatría de nuestra cultura.
Paul K. Moser, director del Departamento de Filosofía de la Universidad de Loyola, resumió la idolatría como la tendencia universal de valorar algo o alguien, de tal modo que obstruye la expresión de amor y confianza que Dios se merece. Es un acto de robo, por el cual usamos alguna parte de la creación, de tal manera que usurpamos la honra que le pertenece al Creador.
Nos unimos a Aarón, observando al pueblo que nos rodea, que se aferra a cosas terrestres y así le roba a Dios la honra que se merece. Igualmente, asumimos la postura de Aarón en la práctica de ver la idolatría en todo lugar y persona, menos en nosotros mismos. Hacemos esto de muchas maneras:
* Cometemos idolatría cuando estamos pendientes de la alabanza humana, en lugar de hacer la voluntad de Dios. Pablo advirtió: “No sirviendo al ojo, como los que quieren agradar a los hombres, sino como siervos de Cristo, de corazón haciendo la voluntad de Dios” (Efe. 6:6). De hecho, muchas veces racionalizamos nuestra minimización de este principio, cuando argumentamos en términos de “satisfacer las necesidades del pueblo donde se encuentra” y nos recordamos que atraemos más moscas con miel que con vinagre. Pero, la verdad es que no podemos ver que lo que parece miel es ofensa a Dios y un veneno mortal, para nosotros y también para quienes es ofrecido.
Estamos hambrientos de aplausos y aprobación de parte de aquellos cuyo cuidado espiritual nos fue confiado, en lugar de buscar la aprobación del que, antes, nos los confió. ¿Mediante qué maneras hacemos esto? Cerrando nuestros ojos a cuestiones, en la congregación y en la comunidad, cuyo trato correcto podría hacemos parecer anticuados o retrógrados. Borrando toda referencia a Jesucristo, mientras hacemos contactos, o hasta oraciones, fuera de los límites de la iglesia. Dejando de emitir una palabra de advertencia o de tomar una posición profética, temiendo lo que las personas dirán acerca de nosotros. Evitando tomar decisiones difíciles en nuestro discipulado. Cometemos idolatría cuando evaluamos nuestro trabajo y el de nuestros colegas en términos de éxito, en lugar de fidelidad. Según este patrón, el clímax de la vida y del ministerio de Jesús fue el domingo antes de la crucifixión. El Evangelio de Juan contiene estas notables palabras de los fariseos: “Mirad, el mundo se va tras él” (Juan 12:19). ¡Eso es éxito!
Algunos años atrás, fui miembro de una iglesia que experimentó la pérdida de algunos miembros en determinado período. Tuvimos bautismos, pero algunos hermanos ancianos fallecieron, otros se mudaron y pocos fueron recibidos por transferencia. El hecho es que, al fin del año, la media de crecimiento estaba debajo de lo esperado. Y el pastor escribió en su informe anual: “Este fue el año más pobre de mi ministerio”. Era un cristiano altamente piadoso y profundamente comprometido, trabajaba arduamente y apoyaba a los hermanos en todos los ministerios locales, pero estaba juzgándose en términos de éxito, no de fidelidad. Esto es idolatría: mirar el plano terrestre, en lugar de al Maestro, como patrón. El punto de referencia de ese pastor era “mi ministerio”, cuando debería ser “lo que Dios está haciendo, y cómo puedo ser fiel participante de esta obra”.
Caigo en esta clase de idolatría todo el tiempo. Aun cuando no trabaje como pastor de iglesia, soy propensa a compararme con los colegas y calcular si estoy recibiendo suficientes invitaciones para dictar seminarios, cuántos libros o artículos ya debería haber publicado a esta altura de mi vida, qué nivel de reputación tengo en mi área de trabajo. Fijar la mente en esas cosas es idolatría, porque la cuestión real es cuán fiel he sido a mi llamado para servir a Dios y proclamar el evangelio de Jesucristo.
* Cometemos idolatría cuando asumimos que nuestras palabras son las palabras de Dios y nuestros caminos son sus caminos. Posiblemente esa sea la peor clase de idolatría, porque es la más perjudicial. En determinada iglesia, el pastor hizo todo tipo de cosas incómodas y, algunas veces, alarmantes. Difamaba a los miembros de los que se quería librar, presentaba informes incompletos o falsificados, cambiaba el sentido del servicio a Dios por la búsqueda de reconocimiento personal. Cuando era cuestionado con respecto a cualesquiera de estas cosas, citaba un versículo bíblico distorsionado o alteraba la voz con el interlocutor, descalificándolo y diciendo que, como pastor, tenía el derecho y la autoridad para hacer lo que deseara.
El ídolo de ese pastor era él mismo. Su mentalidad posmodemista se remonta a una época en la historia bíblica, en los días de los jueces, en que “no había rey en Israel; cada uno hacía lo que bien le parecía” (Juec. 21:25). Esa forma de idolatría también se manifiesta de otras maneras. Recuerdo haber leído acerca de un pastor que se involucró en una relación extramatrimonial. Cuando fue cuestionado, el hombre alegó que todavía creía firmemente en la enseñanza bíblica y en todo lo que las Escrituras dicen acerca de esta clase de relaciones. Pero, también creía en que su caso era especial y resultado de circunstancias poco comunes; es decir, era una excepción a la regla. Intentar justificar esta clase de error es absolutamente engañoso. Manipular las palabras de Dios para acomodarlas a nuestras palabras y nuestros deseos es una conducta tan antigua como el jardín del Edén. Es pecado de idolatría, y seremos juzgados por él.
Qué hacer
¿De qué manera podemos libramos de la idolatría y de sus consecuencias? Podemos dedicamos a un profundo examen de conciencia, reconocer la idolatría en muchas de nuestras actitudes y arrepentimos. Este es un excelente comienzo, pero la sencilla resolución de deshacemos de este pecado no siempre nos mantendrá lejos de él. Una de las famosas afirmaciones de Juan Calvino es que el corazón humano es una fábrica de ídolos. Producimos nuevos ídolos tan rápidamente como descartamos los viejos; y, una vez que los fabricamos, el deseo de servirlos y alabarlos es casi irresistible. ¿Recuerda a Naamán, el leproso? Después de confesar: “He aquí ahora conozco que no hay Dios en toda la fierra, sino en Israel” (2 Rey. 5:15), en la próxima respiración pidió dispensa para seguir postrándose ante Rimón (2 Rey. 5:18).
La naturaleza humana odia el vacío, de manera que la única forma efectiva de llenar el lugar de la idolatría en nuestra vida es sustituirla por algo más valioso. El gran predicador escocés Thomas Chalmers (1780-1847) escribió acerca del poder expulsivo de un nuevo afecto. Explicó que la manera de desligar el corazón del amor positivo por un
gran y ascendente objeto (que puede ser un ídolo) es fijar el corazón en el amor positivo a otro objeto, reconociéndolo como más excelente y superior. Por supuesto, como predicadores, debemos hablar más acerca de redescubrir nuestro “primer amor” (Apoc. 2:4), infinitamente superior a los nuevos afectos adquiridos de la vida moderna.
De esa manera, el acto de volvemos a nuestro Señor, no solo pidiendo fuerzas para poder resistir la idolatría, sino también orando para redescubrir la gloria del amor de Cristo por nosotros y de nuestro amor por él, hará que los ídolos del mundo se nos figuren irrelevantes. Cuando su corazón va al Santuario de Dios, cuando se permite ser atraído cada vez más por el amor de Jesús, entonces puede decir con el salmista: “¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra” (Sal. 73:25).
Se ha vuelto común, en los últimos años, que los novios repitan sus votos conyugales en ocasión del aniversario de casamiento. Eso no hace más válido al casamiento que antes, pero hay poder en la afirmación del amor y el compromiso mutuos, exclusivo, de aceptación y pertenencia que un hombre y una mujer hicieron ante Dios y los testigos, años antes. Predicadores: hay poder en decir: “Señor, te amo; te agradezco por la reivindicación que haces de mi vida. Permite que experimente tu gran amor, siempre más, mientras renuevo mi compromiso de colocar todo lo que soy y tengo para tu gloria”.
Cuando recuerde su primer amor, cuando redescubra el valor incomparable de la gracia del Señor Jesucristo, las cosas sucederán. Los vientos frescos del Espíritu soplarán para alejar los viejos ídolos, extinguiendo su brillo y fascinación; el Espíritu Santo también llenará nuestro ser con la presencia de Dios.
Se nos dice que Miguel Ángel acostumbraba llevar una vela encendida en su sombrero, mientras trabajaba, para impedir que su propia sombra se reflejara en la tela que estaba pintando. La llama brillaba sobre la obra maestra porque el artista no se interponía en el camino. De la misma forma, cuando conservamos la luz en nosotros, las tareas para las que Dios nos ha llamado a ejecutar serán más gloriosas, más fieles a los propósitos de nuestro Señor; y los que sean testigos de ellas no podrán sino reconocer el toque de la mano del Maestro. Ningún ídolo puede brindar una experiencia tan dichosa. Y nuestro ministerio será una ofrenda agradable a Dios.
¿Idolatría? Es lo mismo en todos los tiempos y para todas las personas. Pero puede ser vencida gracias al poder de Jesucristo que obra en nosotros. ¡Gracias a Dios!
Sobre el autor: Profesora de Homilética en el Seminario Teológica de Chicago, Estados Unidos.