La Laodicea profética, que pronto se encontrará con su Dios, tiene mucho que aprender de la Laodicea antigua

La carta de Cristo a la Iglesia de Laodicea es uno de los textos más importantes para la iglesia remanente. Aunque su mensaje sea una “denuncia sorprendente”,[1] también contiene una amorosa invitación de parte del que se denomina a sí mismo como “Testigo fiel y verdadero” Considerando que esta “advertencia a la última iglesia […] debe ser para todos los que pretenden ser cristianos”,[2] entendemos que el estudio de Apocalipsis 3:14 al 22 nunca desaparecerá de nuestros púlpitos. Es nuestro deber, al anunciar la Palabra de Dios a la gente, ser más que portadores de un mensaje pleno de significado para nosotros: debemos reflejar la luz del Cielo y brillar para gloria de Dios.

Tomando en cuenta la importancia del tema, desarrollaremos en este artículo los aspectos históricos y arqueológicos de la Laodicea antigua, con el objetivo de tratar de comprender por qué razón se la escogió a fin de compararla con la iglesia de hoy.

La fundación de la ciudad

Laodicea es el nombre de, por lo menos, ocho ciudades fundadas o restauradas durante los tres últimos siglos antes de Cristo. Varias de ellas recibieron ese nombre en homenaje a Laodicea, la esposa de Antíoco II Theos y madre de Seleuco II, de la dinastía de los seléucidas de Siria, que en ese entonces dominaban esa región. Hasta la actual Beirut recibió el nombre de “Laodicea cananea”. En la India, se encuentran las ruinas de una ciudad con ese mismo nombre. Pero la Laodicea del Apocalipsis es la ciudad del Asia Menor que existió primero como una aldea, desde la época de los heteos, unos dos mil años antes de Cristo.

De acuerdo con Plinio, historiador y político del primer siglo, esa Laodicea se llamó originalmente Dióspolis y Rhoas.[3] Este último nombre es difícil de entender, y podría pertenecer a algún idioma de la región de Anatolia. El primero significa “Ciudad de dios”, una referencia a Zeus o Júpiter, la principal divinidad del lugar. El cambio de nombre debe de haber causado polémica entre los habitantes. Primeramente, porque la región había caído en manos de los seléucidas, que pasaron a dominarla, y además, porque Laodicea no gozaba de la simpatía de la gente. Por otra parte, eso podría significar el reemplazo gradual de su divinidad local en favor de Antíoco II Theos, el nuevo rey, cuyo nombre contenía un juego de palabras, porque podía significar “Alguien que se opone a Dios” o “El Dios opositor”

Es curioso notar que las acciones de trece de los reyes seléucidas que recibieron el nombre de Antíoco [anti = contra) siguen muy de cerca las actitudes atribuidas al futuro anticristo, a quien Pablo presenta como el que “se levanta contra todo lo que se llama Dios o es objeto de culto; tanto que se sienta en el templo de Dios como Dios, haciéndose pasar por Dios” (2 Tes. 2:4). Por lo tanto, la ciudad, que se llamaba originalmente “Ciudad de dios”, pasó a ser la “metrópolis de Laodice”, es decir, Laodicea. Ese cambio significó que en ese lugar se había producido una fuerte secularización, a pesar de la aparente religiosidad que manifestaban sus monedas con la figura de Zeus con un águila en la mano derecha. El resultado inmediato fue que Laodicea se convirtió, en poco tiempo, en un centro de producción de “filósofos escépticos” que, inspirados en las ideas de Gorgias, dudaban de la existencia de Dios y de los valores de la religión.

Esa nueva actitud secularizada se evidencia principalmente al comparar las características de la medicina que se ejercía en Laodicea con la que se practicaba en Pérgamo. Esta última conservaba todavía con mucha fuerza el vínculo entre la ciencia y la religión que, aunque se trataba de paganismo, era propio de la mentalidad de la época. En cambio, la medicina en Laodicea estaba totalmente secularizada, y toda alusión a lo sagrado se reservaba para los templos.

Dictadura o seducción

A ningún pueblo le agrada un invasor extranjero. Por eso, Antíoco enfrentó oposición al comienzo de su gobierno. Pero pronto cambió el ambiente hostil, cuando la ciudad prosperó bajo el gobierno seléucida. Para hacer justicia al nombre de la Reina, la nueva Laodicea tenía que ser una metrópolis de aspecto ejemplar, con edificios hermosos y de refinada arquitectura. Eso impresionó a sus moradores, acostumbrados a la sencillez. Estrabón, un historiador y geógrafo griego del siglo II a.C., afirmó que la ciudad no tenía ninguna importancia antes de Antíoco II; pero, con la administración seléucida las cosas cambiaron, y Laodicea llegó a ser muy rica, una de las ciudades más famosas de Anatolia.

A partir de entonces, el antiguo enemigo se transformó de tirano en benefactor. Sus mejoras sedujeron al pueblo, que empezó a gozar de tranquilidad, y a manifestar admiración y orgullo por su nueva condición. El progreso, en este caso, le habría costado al pueblo gran porcentaje de su antiguo apego a la religión o, por lo menos, de su interés por lo religioso. Un detalle que llama la atención es que, hasta hoy, ningún arqueólogo ha logrado encontrar el famoso templo de Zeus, el principal edificio de la época anterior a los seléucidas, en lo que la ciudad todavía se llamaba Dióspolis. Una explicación sería que el templo se convirtió en edificio público debido al gradual desinterés de la población por el antiguo culto, o tal vez haya sido reducido a un pequeño santuario, como los numerosos que hasta ahora se han desenterrado en ese sitio arqueológico.

No importa cómo haya sido, el hecho es que no existen adoradores neutros. Independientemente del medio, la cultura, la edad o la posición social, todo individuo nace y crece con la necesidad inherente de adorar a algo o a alguien. Nadie saca a Cristo del trono del alma para dejarlo vacío; se invitará a un usurpador para que lo ocupe. Así nace la idolatría.

La palabra Laodicea deriva de dos vocablos griegos: Laós y dikáios, que significan respectivamente “pueblo” y “juicio”. Hemos oído decir muchas veces que la traducción más adecuada del término sería “el juicio del pueblo”, una clara alusión al juicio investigador iniciado en el cielo en coincidencia con el comienzo de la última etapa del cristianismo, simbolizada por la última iglesia de Apocalipsis 3. Esa interpretación es correcta, y está de acuerdo con el griego. Existe, sin embargo, otra posibilidad etimológica que pone el acento en otra denotación. Laodicea también se puede traducir como “el pueblo que juzga”. Esto significa que el ser humano toma las riendas del juicio en lugar de Dios, y pasa sin previo aviso alguno a legislar respecto del bien y del mal: la voluntad del hombre se enfrenta a la de Dios. Aquél ya no se preocupa en saber qué piensa Dios, sino lo que le conviene a la gente según la opinión de la mayoría.

Esta peligrosa manera de actuar es típica de nuestro tiempo: obrar como si supiéramos mejor que Dios lo que es correcto y lo que no lo es para nuestra vida y para la de la iglesia. En la apostasía laodicense, ya no es la Palabra de Dios la norma que rige y orienta al creyente, sino la experiencia, el buen sentido, la lógica social, económica o empresarial; es la voluntad popular. Es la religión del vox populi, vox Dei [la voz del pueblo es la voz de Dios]. El consejo que se le da a Laodicea pone de manifiesto que la voz del pueblo fue muchas veces la voz de su propia ignorancia, que minimizaba y soslayaba la gravedad de los pecados mientras trataba de conservar una apariencia de cristianismo.

Pero eso no significó el fin de la religiosidad; perdura una forma aparentemente piadosa de adoración. Pocos cristianos reconocen sus errores sobre la base de sus propios conceptos. Muchos ponen en labios de Dios las reglas creadas por su propia estrechez mental. Leen el Génesis al revés, y proponen que hagamos a Dios a nuestra imagen, conforma a nuestra semejanza, a nuestros deseos, actitudes y conceptos.

Una ciudad de contrastes

Al desarrollarse, Laodicea se convirtió en una importante metrópoli del Asia Menor. Sus ruinas, desenterradas por arqueólogos franceses, italianos y turcos, se pueden ver hoy en un parque que se ubica a seis kilómetros de la moderna ciudad de Denizil, en Turquía. Todavía hay mucho por descubrir, pero los hallazgos efectuados ayudan en alto grado a reconstruir la historia de ese lugar. Algunas porciones de los antiguos muros revelan que tenía cuatro puertas, que nos recuerdan las de la Nueva Jerusalén, mencionada en el Apocalipsis. La puerta siria, al este, es la que está mejor preservada. Además, todavía se pueden ver dos inmensos teatros (uno de ellos con capacidad para 20 mil personas), un estadio olímpico con casi 350 mil metros de extensión, dos templos, tres casas de baño, dos fuentes, conocidas como “ninfeos” (en homenaje a las ninfas), y un gimnasio, entre otras ruinas.

En el tiempo de Juan, Laodicea era una ciudad de Frigia, construida sobre una colina, cerca de la confluencia del río Lico con el valle de Meandro. La región era muy fértil, lo que daba a los laodicenses una condición privilegiada. Estaba solo a 80 kilómetros de Filadelfia ya 160 de Éfeso. Seis caminos la cruzaban, lo que hacía de ella un centro importante de rutas comerciales. Eso la transformaba en una especie de aduana, que controlaba las mercaderías que circulaban y que cobraba peajes. Parte de esos tributos quedaba en la ciudad y se lo usaba en el desarrollo de su planta urbana.

No es extraño que Laodicea haya sido considerada la ciudad más rica y sobresaliente de la región. Era el centro financiero más importante del Asia Menor, especializado en la compra y la venta de oro y en el manejo de monedas extranjeras. En la época de la Roma imperial los países dominados tenían sus propias monedas locales, y sólo podían comerciar con el exterior si cambiaban sus monedas por las de Roma. Laodicea, por eso mismo, recibía mucho dinero del Imperio a fin de disponer de suficiente capital para hacer frente a un constante cambio de moneda.

En el centro de la ciudad, funcionaba una de las más importantes escuelas de medicina del mundo antiguo. Su fama se basaba, principalmente, en el arte de curar los ojos por medio de un colirio que se preparaba con sulfato de aluminio, muy abundante en la región. Gente proveniente de todo el Imperio acudía a consultar a sus oftalmólogos. Por otra parte, la industria textil de Laodicea era una buena fuente de entradas, ya que allí se producían tejidos finos y se los exportaba. La más alta sociedad imperial codiciaba las telas de Laodicea. El precio de esos tejidos era sencillamente escandaloso. Una lana fina, obtenida mediante la crianza de un raro carnero negro, ubicaba la industria textil de Laodicea entre las más importantes de mundo.

La banca, el colirio y las telas de Laodicea contrastan con su realidad espiritual de “pobre, ciega y desnuda”, que aparece expuesta en el Apocalipsis. Su condición financiera le brindaba suficiente seguridad como para declarar con arrogancia que no le faltaba nada. Pero su apariencia externa no condecía con su realidad interior.

Con el fin de la República Romana y el comienzo de la Roma Imperial, Laodicea aumentó su prestigio y se convirtió en una de las dos ciudades más importantes del Asia Menor. Basta recordar que Hiero, uno de sus ciudadanos más ricos, resolvió adornar por cuenta propia toda la ciudad, y eso fue sólo “un pequeño presente” dado con el beneplácito de la ciudad. Zeno y su hijo, Palemo, fueron algunos de los invitados personales del Emperador para ser reyes de Patus, Armenia y Tracia.

El famoso orador y político Cicerón visitó Laodicea en torno del año 60 a.C. y, aunque descubrió algunos problemas legales, ello no impidió que la ciudad fuera el centro de la Convención de Kybira (algo equivalente a Ginebra, en su relación con las Naciones Unidas en la actualidad). Por fin, en el año 129 d.C., el mismo emperador Adriano se interesó en conocer la ciudad y se quedó por un tiempo allí, despachando desde Laodicea los oficios y los documentos para la capital y el resto del Imperio.

Hoy, la iglesia remanente también dispone de un buen nivel de reconocimiento por parte de los gobiernos seculares. Entre sus miembros, hay gente de altísimo nivel cultural y económico. Empresarios, doctores y políticos comparten los bancos de muchos templos adventistas, y oyen sermones que se refieren al inminente regreso de Jesús. Esto es bueno, porque indica que el evangelio sigue alcanzando a todos los niveles sociales. Pero, ese ascenso social del adventismo, ¿se corresponde con la preparación necesaria para salir al encuentro con el Señor?

Se le atribuye a Juan Huss una conversación con un viejo amigo, mientras contemplaban las maravillosas catedrales europeas, delante de una de las cuales él habría dicho: “Hoy, la iglesia ya no necesita decir, como Juan y Pedro en Hechos 3:1 al 10: ‘no tengo plata ni oro’, porque lo tiene. Pero tampoco puede decir: ‘En el nombre de Jesús, levántate y anda’ ”.

La apariencia destituida de verdadera esencia le produce náuseas a Jesucristo. Al leer esto, los destinatarios del mensaje de Apocalipsis recibirían, por cierto, una vivida descripción de los muchos grifos que formaban parte de los adornos de la ciudad. Eran obras de arte esculpidas en el mejor estilo grecorromano; pero el incauto sediento que quisiera beber de sus aguas se sorprendería por su mal sabor.

La región era rica en sales minerales -las mismas que le permitían fabricar su famoso colirio pero que también contaminaban las napas de los que provenía el agua que consumían los habitantes de la ciudad-, de manera que muchas de sus fuentes eran salobres. Además, el valle formaba parte de una región volcánica que entibiaba las aguas, de manera que eran impropias para el consumo. El municipio local gastaba mucho dinero tratando de conseguir agua potable para las residencias. Los grifos seguían vertiendo un agua aparentemente cristalina… pero tibia y salada.

Caos y orgullo

Hay dos clases de ateísmo que se disputan su lugar en las actitudes humanas. A uno se lo llama “ateísmo teórico”: asegura que Dios no existe, e invita a todo el mundo a abandonar alguna noción de lo sagrado. El otro es el “ateísmo práctico”, que cree en Dios, pero vive como si no existiera. El orgullo espiritual es el primer síntoma del ateísmo práctico. No necesita nada; está convencido de sus actitudes. Cree que el mero hecho de que su nombre esté inscrito en los libros de la iglesia basta para que también lo esté en el libro del cielo. Para éstos, Elena de White escribió que “ser cristiano no es meramente llevar el nombre de Cristo, sino tener la mente de Cristo, someterse a la voluntad de Dios en todas las cosas”.[4]

Con el fin de intentar salvar al creyente del orgullo espiritual y de amoldarse al error, Cristo dice que reprende y castiga a todos los que ama. Esa reprensión puede venir en forma de advertencias proféticas o hasta de un colapso, que lleve a la mente a acordarse de Dios.

Situada en una zona sísmica, Laodicea sufrió muchos terremotos que causaron gran destrucción. Durante el reinado de Augusto, un fuerte temblor destruyó varios edificios, que fueron reconstruidos con la ayuda del Imperio. En el año 17 d.C., nuevamente sufrió un terremoto y fue reconstruida por Tiberio. Pero, cuando la ciudad fue arrasada por el más terrible terremoto de su historia en el año 60 d.C., rechazó toda ayuda imperial, alegando que eso sería una humillación para sus ricos ciudadanos. Su orgullo había llegado a los límites de la ridiculez.

Algunos historiadores, como Estrabón y Tácito, afirman que Laodicea no sólo rechazó la ayuda imperial, sino también trató de reconstruir la ciudad con sus propios recursos. Uno de sus moradores, llamado Nicostratus, aseguró que él tenía suficiente dinero como para reconstruir el Estadio Olímpico. Cuando el enviado de Roma llegó para verificar los estragos y agilizar el envío de la remesa de fondos, los orgullosos ciudadanos rechazaron su visita y le sugirieron que prosiguiera su viaje para buscar otra población que estuviera más necesitada que ellos. Este episodio repercutió negativamente, y cuarenta años después se seguía recordando ese orgullo y esa arrogancia.

Curiosamente, en ese tiempo, buena parte de la población de Laodicea estaba constituida por judíos, muchos de ellos convertidos al cristianismo. El sector judío de la ciudad contaba con entre siete y once mil habitantes. Hay quienes creen que los judíos influyentes que vivían en la ciudad fomentaron esa actitud arrogante frente al desastre. No importa cómo haya sido en realidad, los destinatarios de la carta apostólica estaban bien familiarizados con la historia de ese absurdo rechazo, y se acordaron de ello cuando leyeron la advertencia de Cristo para que ese error no se repitiera en la iglesia cristiana local.

Esperanza

Después de un largo tiempo de prosperidad y de continuos terremotos, Laodicea al fin cayó en manos de los turcos y dejó de pertenecer a Siria. En cuanto a la iglesia que había allí, algunos de sus miembros, al parecer, entendieron el mensaje de Cristo y siguieron su consejo. Le compraron colirio, oro afinado en fuego y las vestiduras espirituales que les faltaba. Setenta años después de la advertencia escrita por Juan, el obispo de esa iglesia perdió la vida por no querer comprometer su fe. Estaba en el territorio de Laodicea, pero no consustanciado con su condición. Su martirio nos da la seguridad de que Dios siempre tendrá un remanente: son millares los Elias que no se arrodillan delante de Baal.

En el año 363 d.C., se eligió a Laodicea para que fuera la sede de un importante concilio de la iglesia. Se desenterraron los restos de un templo bizantino en el sur de la ciudad, cerca de una calle con muchas columnas, lo que indica que existía una fuerte presencia cristiana en la región. Sus ruinas ponen de manifiesto que su entrada principal estaba orientada hacia el este, como si estuviera esperando la aparición de la pequeña nube blanca que anunciará la venida del Señor. Eso pareciera indicar que muchos entendieron allí el mensaje de Apocalipsis, y Dios puede, de la misma manera, bendecir hoy a su pueblo.

¿Qué podemos decir acerca del futuro? Hay esperanza para la Laodicea espiritual de los últimos días? “El consejo del Testigo fiel y verdadero no presenta a los tibios como si estuvieran en una condición desesperada. Todavía hay posibilidades de remediar la situación, y el mensaje a la Iglesia de Laodicea está lleno de palabras de ánimo”.[5]

Esa esperanza aparece en forma dinámica en los mensajes a las seis iglesias que preceden a la última:

Éfeso: “Si no te hubieres arrepentido […] vendré a ti” (2:5).

Esmirna: “Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida” (2:10).

Pérgamo: “Por tanto, arrepiéntete, pues si no, vendré a ti pronto” (2.16).

Tiatira: “Pero lo que tenéis, retenedlo hasta que yo venga” (2:25).

Sardis: “Si no velas, vendré sobre ti como ladrón, y no sabrás a que hora vendré sobre ti” (3:3).

Filadelfia: “Yo vengo pronto” (3:11).

Laodicea: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo” (3:20).

En el mensaje a Laodicea, el anuncio de la inminente llegada está reemplazado por el de alguien que ya llegó y que está junto a la puerta, esperando que le franqueen la entrada. A diferencia de Occidente, en Oriente, cuando alguien llega, se anuncia: cuando se llama a la puerta, se trata de emergencias o crisis que necesitan una atención inmediata. Un amigo que visitaba a alguien cordialmente, sin apuro, se anunciaba; entonces, el anfitrión reconocía su voz y lo invitaba a entrar. Pero, en caso de urgencia, como la llegada de un ejército enemigo o una tempestad, no había tiempo para anunciarse y entonces se empleaba el método de golpear fuertemente la puerta, para indicar que el asunto era serio.

Si estamos al tanto de esto, comprenderemos que Jesús no está golpeando aquí la puerta con toda calma, como si se tratara de una visita regular. Está llamando con fuerza; y eso quiere decir que el asunto es de suma urgencia. El tiempo se acaba, y el momento de aceptar la salvación es AHORA. La urgencia de los acontecimientos y la voluntad divina de salvar a los hombres explica el gesto de Cristo, que sigue llamando a la puerta de nuestro corazón para que le abramos y le concedamos entrada.

Sobre el autor: Profesor en el Centro Universitario Adventista de São Paulo, Engenheiro Coelho, São Paulo, Rep. del Brasil.


Referencias

[1] Elena G. de White, Joyas de los testimonios (Buenos Aires: ACES, 1970), t. 1, p. 327.

[2] Testimonies, t. 8, p. 77.

[3] Natvralis Historiae, Líber V, p. 108.

[4] Elena G. de White, A fin de conocerle (Meditaciones matinales de 1965) (Buenos Aires: ACES, 1964), p. 176.

[5] Review and Herald (28 de agosto de 1894).