No hay mayor gozo que ver a los hijos y los nietos sirviendo al Señor

La emoción me desbordó esa mañana: otro de los grandes anhelos de mi vida se podría hacer realidad. Allí, en una pequeña iglesia de un balneario uruguayo, había un grupo de jóvenes, muy jovencitos, pero diferentes de todos los que se veían por las calles o en las playas esa hermosa mañana de sábado. Sus rostros reflejaban otros intereses, otras prioridades en la vida.

Para mi esposo y para mí, ese grupo tenía algo muy especial: entre esos quince jóvenes colportores estaban dos de nuestros nietos, hermanos mellizos.

Pero mi emoción llegó hasta las lágrimas cuando uno de ellos predicó el sermón. Fue un sermón sencillo, pero con un mensaje para sus compañeros. Mientras él predicaba, vi con los ojos de la fe al futuro pastor que él desea ser y también vislumbré otro de mis sueños más cerca de realizarse.

Mi anhelo, desde muy joven, fue ser esposa de pastor o misionera en algún lugar; si lejano y difícil, mejor. Dios me regaló, como esposo, a un hombre que me permitió realizar mi sueño y que además me hizo muy feliz. Trabajamos cincuenta años para la causa de Dios. Dedicamos nuestras energías a la obra de ganar almas.

Aunque había cursado el magisterio porque me parecía que era la mejor carrera para una esposa de pastor, después me di cuenta de que mi principal ministerio estaba en formar a nuestras cuatro hijas y colaborar con el ministerio de mi esposo. Por lo tanto, enseñé sólo los dos primeros años de casados.

Quedé mucho tiempo sola. Después de ocho años de trabajar como pastor de distrito, mi esposo fue llamado al evangelismo y a la Asociación Ministerial de tiempo completo. Eso lo hacía viajar mucho, a veces por tiempos prolongados cuando realizaba un ciclo de conferencias, o por giras de dos meses con obreros de la Asociación General. Pero nunca reclamé; lo tomé como mi misión mientras él ganaba almas. Y me siento muy realizada con la parte que me tocó y también por mi pequeña labor realizada en los lugares donde vivimos.

Otro anhelo era tener un hijo pastor, lo que no fue posible, pues sólo tuvimos hijas. Pero mi sueño se cumplió cuando una de ellas se casó con un pastor. Son ellos los padres del predicador de ese sábado, el futuro pastor.

Para un joven, hoy, no es fácil decirles a los amigos que seguirá la carrera de Teología, pues a veces tiene que enfrentar veladas burlas de sus compañeros del colegio o de la universidad. Aun las chicas, en general, no manifiestan abiertamente su aspiración de llegar a ser esposa de pastor, para lo que se necesita tener una verdadera vocación y mucho amor por los pecadores.

Ser pastor no le traerá riquezas. Estará cumpliendo un ministerio por la voluntad de Dios. Pablo le escribió a Timoteo, un joven pastor: “Los que quieren enriquecerse caen en tentación y lazo, y en muchas codicias necias y dañosas, que hunden a los hombres en destrucción y perdición; porque raíz de todos los males es el amor al dinero, el cual codiciando algunos, se extraviaron de la fe y fueron traspasados de muchos dolores. Mas tú, oh hombre de Dios, huye de estas cosas, y sigue la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la mansedumbre” (1 Tim. 6:9-11). Más bien, lo exhorta a “que hagan bien, que sean ricos en buenas obras, dadivosos, generosos, atesorando para sí buen fundamento para lo por venir, que echen mano de la vida eterna” (vers. 18, 19).

Ser ministro puede significar grandes sacrificios, dejar comodidades, mudarse frecuentemente, estar lejos de la familia paterna, y aun de la esposa y los hijos, alejarse de amigos, para ir a tierras extranjeras, a veces entre idólatras y salvajes. Sin embargo, no hay otro trabajo que traiga tantas satisfacciones y bendiciones.

“Nada hay nada más precioso a la vista de Dios que los ministros de su Palabra, que avanzan por los desiertos de la tierra para sembrar las semillas de la verdad, esperando la cosecha.

Él les imparte su Espíritu y, por sus esfuerzos, inducen a las almas a apartarse del pecado y a volverse a la justicia” (Elena G. de White, Los hechos de los apóstoles, p. 305).

“Se necesita pastores -pastores fieles- que no lisonjeen al pueblo de Dios ni lo traten duramente, sino que lo alimenten con el Pan de vida; hombres que sientan diariamente en sus vidas el poder transformador del Espíritu Santo, y que abriguen un amor firme y desinteresado por aquellos por los cuales trabajan” (Ibíd., p. 434).

Va a correr mucha agua bajo el puente antes de que aquel jovencito llegue a ingresar en el santo ministerio. Mi oración es que él, y todos los que se preparan hoy, lleguen a cumplir el ideal manifestado en esta declaración inspirada, y que a lo largo de su preparación su fe jamás flaquee, que su llamado divino se afirme con el correr del tiempo y pueda lograr lo que se propuso desde niño. Seguramente no va a ser fácil en estos tiempos que le toca vivir, pero estoy segura de que, con la ayuda de Dios, lo logrará.

Sobre el autor: Junto con su esposo, el pastor Rubén Pereyra, sirvió a la iglesia durante cincuenta años. Actualmente ambos están jubilados y residen en Libertador San Martín, Entre Ríos, Rep. Argentina.