Cómo conseguir que el mensaje de la Cruz resulte interesante para la gente que forma parte de la sociedad de nuestros días.
En este mundo posmoderno de valores invertidos, algunos eruditos evangélicos insisten en que los predicadores deben abandonar la palabra de la Cruz como tema de sus sermones, sustituyéndolo por un mensaje más aceptable -supuestamente más inclusivo-, que tenga como centro al ser humano. Alegan que la Cruz dejó de ser un mensaje valioso y apropiado para nuestros días.
Los que desean abandonar al Cristo crucificado y otros importantes aspectos de la fe cristiana, creen que una cultura de masas, en constante mutación adaptativa, que se ha trasladado desde una cosmovisión basada en la razón y la argumentación a otra que se funda en la imagen y la experiencia subjetiva, requiere no solamente un mensajero diferente, sino también un mensaje diferente.
No estoy de acuerdo con esta postura. En verdad, si alguna vez existió una generación que necesitó oír hablar de Cristo, y de éste crucificado, es la actual; la posmoderna. Por eso, lo que nos preocupa ahora es exactamente cuánto del pensamiento posmoderno se ha infiltrado en el de los expositores bíblicos. ¿Cómo podemos cumplir nuestra tarea de salvar a esta generación, si buena parte de la misma iglesia cristiana se siente inclinada a aceptar los disparates que debe combatir?
Desafiados a cambiar de visión
La sociedad ha pasado, con el transcurso de los años, de la Era Premoderna a la Moderna, y a la Posmoderna. La cosmovisión premoderna se basaba en la metafísica. La gente creía en Dios (o en muchos dioses), y afirmaba que “la divinidad” estaba a cargo del universo. Había valores objetivos, principios absolutos y una realidad trascendente. La verdad se podía conocer por medio de la revelación.
Esta perspectiva se desmoronó cuando una nueva cosmovisión comenzó a ganar terreno hacia fines del siglo XVII. La ideología moderna sostenía que la razón -y no la revelación- podría captar cualquier verdad objetiva, universal, que existiera en este universo natural. El humanismo, la ciencia, el control, la tecnología, a una, prometían una vida mejor. La realidad y el pensamiento todavía estaban “allá afuera”, en forma objetiva, a la espera de que los descubriera la impresionante capacidad humana.
Un cambio posmoderno, supuestamente, reemplazó a la modernidad durante las últimas dos o tres décadas. Según la posmodernidad, lo real es lo que construye la mente y la imaginación de un individuo o de un grupo de individuos insertos en una comunidad. No existen propuestas universales, narraciones fantásticas, cosas trascendentes ni fundamentos; hay cambios, diversidad, caos, relatividad. La voluntad gobierna al intelecto, las emociones gobiernan la razón, la imagen gobierna el argumento. La experiencia reemplaza a la verdad, el escepticismo ocupa el lugar de la certidumbre moral. El pensamiento es un fenómeno puramente humano: yo lo formulo para mí mismo y para los demás. Lo que veo es lo que existe.
Relativismo hermenéutico
Probablemente, el factor clave de nuestra discusión sea que, en la cosmovisión posmoderna, la revelación sobrenatural y la razón humana están reemplazadas por el relativismo de la hermenéutica filosófica, como forma de conocimiento. En este contexto, Dios no representa la verdad; la razón no conduce a la sensatez. Formamos nuestras propias realidades, incluyendo a Dios, dentro de nosotros mismos.
Entre las disciplinas posmodernas más importantes se encuentra la así llamada deconstrucción, según la cual toda realidad expresada mediante el lenguaje (como las Escrituras y la predicación) debe ser reconstruida a partir de la perspectiva experiencial de algún “nuevo” creador de pensamiento y, por lo mismo, de la realidad. De modo que la verdad es relativa, y la comunicación es subjetiva. Las propuestas son intransferibles. Por lo tanto, el pensamiento tiene que ser reconstruido. Este proceso ha afectado, y en algunos casos ha infectado, a los hermeneutas bíblicos y a los especialistas en homilética.
Oiga a Ronald J. Alien, profesor asociado de Predicación y Nuevo Testamento en el Seminario Teológico Cristiano de Indianápolis, mientras alega que la predicación temática se funda “en el evangelio” y no en el texto bíblico. “Usted se traslada -dice-, no del texto hacia el sermón, sino del tema hacia su consideración a la luz del evangelio, sin dedicarse a la exposición del texto bíblico”.[1]
Y, ¿cuál es el evangelio en el que debemos basar nuestro sermón? Alien responde: “El evangelio es la buena nueva de que Dios ama incondicionalmente a cada uno de los seres creados, y que él incesantemente desea la justicia para cada uno de los seres creados”
Es una definición muy abstracta. Yo prefiero la definición más directa, de la que Pablo es el autor: “Además os declaro, hermanos, el evangelio que os he predicado, el cual también recibisteis, en el cual también perseveráis; por el cual asimismo, si retenéis la palabra que os he predicado, sois salvos, si no creísteis en vano. Porque primeramente os he enseñado lo que asimismo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras” (1 Cor. 15:1- 4).
Más inquietante que su definición del evangelio es, sin embargo, la afirmación de Alien en el sentido de que “el mismo evangelio es una autoridad más importante en la iglesia que el texto (bíblico)”. En consecuencia, argumenta: “Cuando nos encontramos con un texto intratable (como el del relato de Samuel que despedaza a Agag delante del Señor en 1 Samuel 15:33), el pastor puede exponer el texto, y demostrar a continuación por qué ahora éste carece de autoridad”.[2]
Una interpretación completa de 1 Samuel 15, o de cualquier otro texto “intratable”, que tome en cuenta la teología bíblica y la canónica, puede resolver esa dificultad; pero ése es otro asunto. Lo que nos preocupa en este artículo es la aparente rapidez con que Alien desconoce la autoridad de las Escrituras.
Ideas torcidas
Robín Scroggs, profesor de Nuevo Testamento en el Seminario Teológico Unión de Nueva York, da un paso más: “¿Es razonable, acaso -dice-, que insistamos en que la Biblia tiene autoridad? Si evaluamos la fe y la ética bíblicas a partir de las actitudes contemporáneas, o sobre lo que es cierto o lo que no lo es, nuestras perspectivas contemporáneas son las que realmente tienen autoridad”.[3]
Para él, no hay eludas al respecto. Si se interpreta la Biblia de acuerdo con las ideas posmodernas, habrá que descartar su autoridad. Scroggs sigue diciendo: “Lo que necesitamos es una nueva comprensión del papel que desempeña la Biblia en la iglesia de hoy, que esté de acuerdo con nuestra realidad actual: entender que la Biblia, aunque es un documento fundamental, carece de autoridad”.
Finalmente Scroggs afirma: “Propongo […] que renunciemos francamente a la idea de la autoridad de la Biblia […] éste, podría asegurar, es el inevitable y apropiado punto final de la larga historia de la erosión de la autoridad bíblica. En las discusiones públicas, se debe analizar la Biblia como un documento humano del pasado, y nuestro diálogo con ella debe ser visto como un proceso humano de la actualidad”.[4]
No estoy dispuesto, en absoluto, a aceptar esta propuesta. Ningún pastor honesto, si toma en cuenta su compromiso con Dios, lo debe hacer. Desgraciadamente, esta propuesta ha sido aceptada en muchos círculos evangélicos.
En 1996 se publicó un libro para honrar a David Buttrick; en verdad, una colección de artículos que defendían lo que podríamos llamar una visión posmoderna de la predicación. En uno de ellos, escrito por Edward Farley, con el título de “Los nuevos paradigmas de la predicación”, encontramos lo que sigue: “Ciertamente, somos llamados a predicar el evangelio y no la Biblia”, de modo que “cuando explicamos en qué consiste la predicación del evangelio, no lo podemos reducir a los temas de la encamación, la expiación, la muerte y la resurrección […] no queremos limitar el evangelio a un solo texto, ni siquiera a un solo tema”.[5]
¿Por qué tendría que estar el evangelio siempre a merced de los permanentes cambios culturales, sin poder disponerse del apoyo objetivo y trascendente de la autoridad de las Escrituras?
La respuesta de los posmodernos es: “Porque el evangelio está dentro de nosotros”. De acuerdo con la hermenéutica posmoderna, el evangelio está dentro de nuestra “conciencia comunitaria”.
El evangelio y la conciencia social
David M. Greenhaw, al escribir en ese mismo libro acerca de “La formación de la conciencia”, alega que la realidad es la concepción social, esto es, la conciencia comunitaria. “La realidad -afirma- no se puede formar de ninguna otra manera, a no ser por medio de la conciencia”. Según su argumentación, la realidad de Dios es sólo la conciencia de él que resulta de la concepción que tenemos de él.[6] Al negar la posibilidad de que haya una revelación que provenga de Dios, esos eruditos pretenden que nosotros, como intérpretes y predicadores, somos los que construimos la realidad, “para transformar un mundo profunda y perniciosamente injusto”. Nuestro objetivo, entonces, debería ser una homilética que le dé forma a una conciencia social en el mundo, según la manera en que el predicador la imagina. Buttrick, interpretado por Greenshaw, sostiene que “formar una conciencia comunitaria, transformar la mentalidad común, eso es lo que puede hacer la predicación. Ésta transforma al mundo en conciencia social”, mientras trata de “reformar la conciencia comunitaria”.[7]
Al reflexionar en esta idea por un momento, me sigo preguntando por qué motivo es necesario cambiar la conciencia comunitaria si, según dicen sus defensores, la realidad que una comunidad percibe o experimenta es la única realidad posible. Y, si existe otra realidad (la mía, como predicador, por ejemplo), ¿quién puede afirmar que mi realidad particular es, en verdad, la realidad? ¿Qué derecho tengo yo de imponerle a usted mi realidad? ¿Qué derecho tiene usted para imponerme la suya?
De acuerdo con la perspectiva de Buttrick, y siempre de acuerdo con Greenhaw, “la revelación no es la palabra de la Biblia, ni siquiera la del predicador, sino la formación de una conciencia de fe en el mundo. Es decir, la revelación es algo que sucede, no algo que esté declarado”.[8]
Para mí, nada de esto tiene el menor sentido. Se me ocurre que es el absurdo diálogo de un par de desquiciados.
La deconstrucción del evangelio
¿Hasta dónde nos llevará esta idea de la “deconstrucción” del evangelio? ¿Deberíamos seguir predicando a Cristo crucificado? En la obra mencionada, al escribir acerca de “la predicación como tarea teológica”, Ernest T. Campbell reconoce que “no cabe duda en cuanto al hecho de que la mayoría de los cristianos sostiene que el evangelio tiene que ver, primeramente, con el modo según el cual nosotros, los pecadores, podemos encontrar perdón. Si ésa es la pregunta fundamental que responde el evangelio, entonces el foco se concentra en Jesús. No en su vida en general, sino en la última semana de ella, en el último día, en las últimas horas: cuando entregó el espíritu”.
Pero Campbell añade: “Lucho, por algunas razones, contra esta manera de pensar. En primer lugar, parece un desprecio a la vida más grande que jamás se haya vivido, pues ignora 30 ó 33 años [de Jesús], en favor de la parte de ella que tiene que ver con la salvación”.[9]
Pero esa descripción es un argumento humano que carece de importancia. Ni la Biblia ni los predicadores cristianos reducimos a la mínima expresión la vida ejemplar y santa que Jesús vivió, llena de gracia y compasión.
La segunda razón que presenta Campbell para luchar contra el pensamiento mencionado es que, en su opinión, “la iglesia exageró la gravedad del pecado más allá de sus reales proporciones”, y añade la tercera razón: “Tengo serias dudas acerca de que Dios necesite derramar sangre para demostrar que es bueno; que hasta que no vio correr sangre no pudo dispensar misericordia”. En su visión posmoderna del evangelio, Campbell afirma que “Dios no necesitaba ofrecer a su Hijo para poder perdonar. El amor de Dios no necesita mediación. Ya nos había perdonado antes de que Jesús viniera (¡qué Amigo tenemos en Jehová!). Dios perdona en tierras y culturas donde no se conoce a Cristo”.[10]
Es interesante descubrir que esta nueva hermenéutica, que ha surgido de la filosofía posmoderna, termina desembocando en una antigua herejía: el concepto que tiene Campbell de la Cruz es el mismo del de Abelardo, para quien la Cruz era opcional, y su único beneficio era ofrecer un ejemplo de amor. No hubo ni sacrificio, ni expiación ni redención, porque, según él, nada de eso era necesario.
El apóstol Pedro, en cambio, predica un evangelio diferente: “Quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia, y por cuya herida fuisteis sanados” (1 Ped. 2:24).
La respuesta cristiana
La literatura teológica posmoderna inunda el mundo en general con las ideas de los autores que acabamos de citar. Desde los más cuidadosos especuladores hasta los defensores más radicales, encontramos entre ellos a los que ahora desafían “de nuevo” la tarea de la predicación. ¿Cómo les podemos responder? Los que insisten en abandonar la palabra de la Cruz son la crema de la crema de los académicos evangélicos. Como si fueran modistos famosos, han creado una vestimenta superficialmente provocativa, pero que no proporciona el alimento esencial para sostener la vida. Son filósofos profesionales, enredados por la sabiduría humana.
Pero el pecado y el juicio, el sacrificio y el perdón no son ficciones culturales. Son realidades objetivas. Por lo tanto, el desafío para los predicadores de hoy no es “¿Deberíamos predicar a Cristo crucificado?” si no “¿Cómo hacerlo en medio de una cultura posmoderna que pone en tela de juicio los principios básicos del cristianismo?”
En primer lugar, no debemos ser ignorantes. Tenemos que comprender la perspectiva posmoderna, conocer sus genuinas dudas acerca de la hermenéutica y la comunicación, sus preocupaciones y sus luchas. No todo lo posmoderno es malo ni destructivo; hay en él una crítica necesaria al racionalismo de la modernidad.
En segundo lugar, no debemos temer. Los eruditos posmodernos sólo están reemplazando las Escrituras por las antiguas filosofías humanistas. Lo que Dios requiere de nosotros es que nos mantengamos fieles a la revelación que él ha hecho de sí mismo.
Finalmente, no nos pongamos cómodos tampoco. Nuestro deber es recuperar la efectiva predicación de la palabra de la Cruz, incluso en el seno de la cultura posmoderna, con todo su peso de relativismo y su mala disposición hacia la autoridad. Nuestro papel consiste en seguir anunciando la revelación de Dios en la Biblia. El asunto es cómo hacerlo. Nuestro mensaje debe tener por centro a la Biblia, y debe estar dedicado a la audiencia. Este tipo de predicación se funda en la autoridad de la Biblia, y destaca la importancia de ella para todos los que quieran oír.
Estilos de predicación
Bruce y Marshall Shelley afirman que ha habido tres tipos de predicación en el mundo evangélico en los últimos doscientos años.[11] Hacia fines del siglo XIX, la predicación evangélica tradicional se caracterizaba por los sermones evangélicos, con historias emocionantes y entretenimiento. Su meta era la conversión de las almas, la transformación de las vidas. Cuando la controversia entre los fundamentalistas y los modernistas cobró auge, la predicación como discurso o apología pasó a ser el nuevo modelo. Los sermones eran racionales y ordenados; su estilo era piadoso. Esa manera de defender y explicar la Palabra ayudó a “equipar a los santos” en su lucha contra el liberalismo teológico. Aunque los predicadores trataban de relacionar las verdades bíblicas con la vida de aquel tiempo, el énfasis estaba puesto en el apoyo a las doctrinas fundamentales.
Con el progreso de la televisión y otros medios de comunicación visual, y su énfasis en la imagen, la predicación volvió a experimentar un cambio. La influencia de la psicología popular y el papel como consejeros, de los pastores, acentuaron el paso de la predicación como discurso hacia un modelo que trata de poner los sentimientos por encima del pensamiento. Se la definió como “predicación oblicua”; el mensaje tanto como el medio se basan en la audiencia. Robert H. Schuller enfatiza la “experiencia personal y la vida abundante”, en sermones que son “psicológicamente inspirados”, “destinados a una generación adicta a la televisión”.[12]
Pero es sumamente importante que recordemos que la Revelación, es decir, la Palabra, debe determinar el mensaje. La audiencia debe estar ubicada estratégicamente como destinataria de un mensaje bíblico que la tiene que alcanzar con la satisfacción de sus necesidades y expectativas. La predicación que enriquece es la Palabra anunciada con autoridad y énfasis, dirigida a una audiencia necesitada. Y aquí añado lo que Michael J. Glodo llamó “la predicación estereofónica”.[13]
Glodo argumenta que Jesucristo es la Palabra y la imagen de Dios al mismo tiempo (Juan 1:1; Col. 1:15). Este concepto indujo a Marshall McLuhan a responder, cuando se le preguntó si la fórmula “el medio es el mensaje” se podría aplicar a Cristo. “Sí -dijo él-. En verdad, éste es el único caso en el que el medio y el mensaje son perfectamente idénticos”.[14] Jesús vivió y predicó “estereofónicamente”.
Tres etapas
Les ofrezco tres estrategias para que puedan predicar estereofónicamente.
Primero, debemos predicar inductivamente el mensaje de Cristo crucificado. Kenneth Burke escribió que un predicador no necesita exponer la conclusión del mensaje en el momento de comenzarlo. Si no lo hace, la expectativa de los oyentes se intensifica, ya que crece. Los oyentes sólo reciben la información que necesitan en el momento, y permanecen atentos al desarrollo de la argumentación. Cuando predicamos deductivamente, podemos esperar que el interés de los oyentes decaiga después del comienzo. En cambio, la predicación inductiva mantiene a los oyentes atentos y ansiosos de descubrir la conclusión.[15]
Segundo, debemos usar la imaginación para predicar el mensaje de Cristo crucificado. las historias, los cuadros y las imágenes mentales son esenciales para que la comunicación sea eficaz. Parece que la mayoría de nosotros ha renunciado a la imaginación en favor
de la lógica y de lo racional. No estoy diciendo que debamos descartar la predicación con proposiciones; estoy sugiriendo que mostremos lo que decimos mediante ilustraciones. Es fundamental que la gente vea nuestros argumentos.
Tercero, debemos predicar el mensaje de Cristo crucificado por medio de la identificación. No sólo defendemos alguna doctrina o algún acontecimiento aparentemente sin importancia. Aplicamos la verdad de Dios a los desafíos, las oportunidades y las luchas de la gente. Debemos hablar el idioma de la congregación. Burke advierte: “Usted convence a la gente sólo si habla su idioma por medio de las palabras, los gestos, la entonación, la actitud, las ideas […] identificándose con ella”.[16]
¿Debemos seguir predicando a Cristo crucificado? La respuesta es “sí”. Pero debemos hacerlo con “efecto estereofónico”, si queremos que se nos oiga en este mundo posmoderno.
Sobre el autor: Doctor en Teología, profesor en el Seminario Teológico de Dallas, Texas, Estados Unidos.
Referencias
[1] Ronald J. Alien, Preaching the Topical Sermon {Cómo predicar un sermón temático] (Louisville: Westminster/John Knox Press, 1992), pp. 1-5.
[2] lbíd., pp. 8, 33.
[3] Robin Scroggs, “The Bible as a Foundational Document” (La Biblia como documento fundamental) (Interpretation 49), t. 1, p. 19.
[4] Ibíd., p. 23.
[5] Thomas G. Longy Edward Farley, editores, Preaching as a Theological Task: World, Gospel, Scripture; in Honor of David Buttrick (La predicación como tarea teológica: el mundo, el evangelio, la Escritura; en honor de David Buttrick) (Louisville: Westminster/John Knox Press, 1996), pp. 10, 11.
[6] Ibíd., pp. 170, 174, 6, 8.
[7] lbíd., pp. 2, 7, 13.
[8] Ibíd., p 8.
[9] Ibid., p. 104.
[10] lbíd., pp. 106, 108, 110.
[11] Bruce y Marshall Shelley, The Consumer Church: Can Evangelicals Win the World Without Loosing Souls? [La iglesia del consumismo: ¿pueden los evangélicos ganar el mundo sin perder almas?) (Downers Grove, Illinois: InterVarsity Press, 1992), p. 187.
[12] Ibíd., p. 196.
[13] David S. Dockery, editor, The Challenge of Postmodernism: An Evangelical Engagement (El desafío del posmodernismo: un compromiso evangélico] (Wheaton, Illinois: Víctor Books, 1995), pp. 148-172.
[14] lbíd., p. 161.
[15] Kenneth Burke, Counter-Statement (Contrapropuesta] (Berkeley: Imprenta de la Universidad de California, 1931, 1988), pp. 30-34.
[16] A Rethoric of Motives (Una retórica de los motivos] (Berkeley: Imprenta de la Universidad de California, 1950, 1969), p. 55.