Me dirijo a usted, querido compañero en las lides ministeriales, a usted que se encuentra en la línea del frente de batalla del liderazgo de las iglesias grandes o pequeñas, en contacto directo con el bien más precioso de la iglesia: sus miembros.

Sí, aprovecho la oportunidad para decirle cuán importante es usted, pastor, para Dios, su familia, la iglesia y el mundo. Mediante su participación directa, la gente recibe provechosas visitas en sus hogares, se atiende a los enfermos, se construyen templos, sesionan las comisiones y se llevan a cabo diferentes ceremonias, se predican sermones fundados en la Palabra viva de nuestro Dios, se alimenta, instruye, consuela y bendice al rebaño.

Usted es el líder de la evangelización en todas sus formas, en el ámbito de la congregación local. Es el más importante coordinador de los Grupos pequeños, de los programas de reaviva- miento, además de la sociabilidad que une y fortalece los lazos fraternales entre los creyentes.

Es posible que reveses y contratiempos le hayan producido pena y profunda tristeza. Es posible que los embates del enemigo de nuestras almas le hayan causado heridas emocionales, desgates financieros, familiares y hasta espirituales. Es posible que haya luchado con Dios toda una noche en procura de bendición, de una respuesta para ciertos interrogantes, de fuerza para soportar los ataques de la oposición abierta, o peor aún, de esa embestida de doble sentido, disfrazada con una falsedad imperceptible, que a veces incluso proviene inesperadamente de los seres más queridos.

Estimado pastor: sólo Dios lo puede recompensar por todo lo que usted ha hecho, dicho, oído y soportado; nadie más. Pero la alegría de servirlo con presteza y confianza, sin vacilaciones ni temores, es lo único que le da sentido a todo lo que, sin él, no tendría. Todo lo que tenemos y somos converge en él. Dios es nuestro lema, nuestro ideal, nuestra meta, nuestra fuente, nuestra vida, nuestro principio y nuestro fin; nuestro todo. Nuestras palabras, nuestras ideas, nuestra razón, nuestras emociones y nuestra voluntad le pertenecen. El ministerio es suyo. A él le corresponde castigar o premiar. Por lo tanto, somos propiedad suya. Somos instrumentos en sus manos.

Todavía tenemos mucho que alcanzar, que hacer o que buscar. Por lo tanto, ¡avancemos! Prosigamos con nuestra tarea como quienes tenemos que rendir cuentas al que nos salvó, llamó y nos mantiene. No tenemos tiempo para dedicarlo a futilidades. Cada minuto es precioso para desarrollar los planes de nuestro Maestro. La medianoche del mundo está llegando a su fin, y el justo Juez vendrá en gloria y majestad para buscarnos, junto con los que llevamos a sus pies por medio de nuestra obra. Mantengamos los ojos fijos en la mañana de Dios.

No permitamos que las cosas del pasado debiliten el vigor de nuestra alma, impidiéndonos progresar. Mucho menos dejemos que los recuerdos negativos minen nuestra confianza en Dios y en nosotros mismos, que somos su imagen, ni que los asuntos seculares nos desvíen del supremo ideal. Jamás permitamos que el letargo mate el alma que un día Dios salvó, y que floreció con la fe, la Palabra y la comunión, infundiéndonos desprecio por la demagogia, la fabulación, la hipocresía, y por tantas otras características viles impropias de la conducta y el carácter del ministro.

Es tiempo de llorar confesando nuestras faltas, para sonreír abrazando el perdón de Dios.

Es tiempo de resistir al pecado con todas las fuerzas, para encontrar descanso en la certidumbre de una misión soñada, amada y cumplida satisfactoriamente con el poder del Espíritu Santo.

Es tiempo de preferir la pérdida de la influencia, del celo inanimado, de las conquistas materiales a tener que arrojar por tierra el alimento del alma, la paz de la conciencia, la certidumbre del deber cumplido y la recompensa final de los justos

Es tiempo de darle prioridad a la renuncia de nuestras tendencias carnales, al abandono de la codicia del corazón, al repudio de nuestra visión materialista y al rechazo de nuestra actitud ambiciosa.

Es tiempo de dejar que Dios sea Dios, en lo íntimo del ser, en la vida familiar, en el trabajo, en el trajín de todos los días. No obre solo: deje que Dios obre; incluso si no alcanza sus blancos, si hay reveses financieros, si las relaciones se ponen difíciles, si hay conflictos emocionales, si hay angustias de alma secretas, que no se pueden compartir, si no hay cerca un hombro amigo ni un consejero sabio, ni una mano que auxilie ni un oído que escuche con paciencia los dolores del corazón. Y, después de todo, él es su único Señor. Y a él es a quien usted sirve.

Sobre el autor: Secretario del distrito misionero de Tocantins. Asociación de la Meseta Central, Rep. del Brasil.