Apreciado Hno. Pierson:
El Concilio Anual de 1974 ha pasado a la historia. Quisiera que cada miembro y obrero de la iglesia hubiera podido estar, presente para participar de la bendición espiritual que recibieron los delegados. La importancia que se le dio, en estas reuniones, a la necesidad de escudriñar nuestro propio corazón, es una de las señales más alentadoras de que Dios todavía se interesa por su iglesia. Todos nosotros, incluso aquellos que están menos inclinados hacia las cosas espirituales, no podemos dejar de reconocer que este paso, aunque muy retrasado, ha sido dado en la dirección correcta.
Cuando los corazones se unen y las mentes se someten a la dirección de Dios, no hay razón alguna para que los negocios de la iglesia no se lleven a cabo con celeridad. Por lo tanto, Hno. Pierson, la tendencia cristocéntrica que caracterizó esas reuniones de negocios, nos ha producido a muchos de los presentes un gran regocijo. Es indudable que lo que estamos contemplando y experimentando es el fruto directo del énfasis que usted ha estado dando al reaviva- miento y a la reforma.
Comprendemos que el diablo debe sentirse muy desdichado al ver lo que sucede. Nosotros nos sentiríamos igual si estuviésemos en su lugar. Pero ¿no tratará el todavía de alcanzar sus objetivos en nuestra iglesia, usando otros procedimientos? ¿Podría ser que su método principal para demorar el progreso de la iglesia fuera el de inducirnos a canalizar nuestro tiempo, nuestras energías y nuestro dinero en cosas buenas pero que tienen una importancia relativa?
El llamado al reavivamiento y la reforma, tan necesario, no debe tocar apenas superficialmente la vida de ministros y laicos, sino penetrar en cada uno de los aspectos de los reglamentos y las prácticas de la iglesia, incluyendo los presupuestos, los planes y los acuerdos. La reforma es tan necesaria e importante en estas áreas como lo es en nuestra propia vida. La certeza de nuestra salvación personal no es una garantía de perspicacia intelectual para administrar correctamente los negocios de la iglesia de Dios. Es de esperar que el reavivamiento y la reforma de la vida conduzcan al reavivamiento y la reforma en toda la estructura de la iglesia. Para detectar los engaños satánicos, que a menudo se presentan bajo una apariencia de bondad y corrección, cada ministro y laico debe poseer un conocimiento de los objetivos del movimiento adventista.
Tácticas apremiantes
Los que conocen las operaciones internas de nuestra iglesia, saben que existe un coro constante de voces discordantes que indican la dirección que debe seguir la iglesia. La iglesia se encuentra en una posición muy parecida a la de la mayoría de los gobiernos, donde los grupos de presión y los politiqueros están siempre buscando apoyo para la causa que defienden. En realidad, en todos • los sectores de la sociedad se usan las mismas tácticas apremiantes; ya se trate de un niño que les ruega a sus padres que le compren una bicicleta nueva o un departamento o institución que presiona a la iglesia para que le conceda más personal y equipo.
El único procedimiento seguro a seguir para la iglesia es el saber con toda certeza cuáles son los objetivos que Dios tiene para nosotros y establecer en forma decidida un orden de prioridades para alcanzar esos objetivos. En otras palabras, cada decisión de nuestra iglesia en cualquier nivel debe tener en cuenta qué es lo que contribuirá mejor a lograr nuestros objetivos generales.
275.458.110 miembros
Presumiblemente, el crecimiento de la iglesia en lo que al número de miembros que la integran se refiere, es uno de los objetivos que cuentan con más adhesiones. Pero dudo que se le esté dando prioridad, salvo en nuestros pensamientos. Las estadísticas indican que en general, el crecimiento de nuestra feligresía a través de los años se ha mantenido en forma bastante firme y gradual. Los aumentos más significativos no corresponden a los últimos tiempos. El promedio de aumento de miembros entre 1870 y 1880 fue de algo más del 11% por año. Durante esa década, nuestra iglesia alcanzó el promedio más elevado de aumento de feligresía.
Si hubiéramos mantenido ese ritmo neto del 11% de crecimiento anual desde 1880 hasta el presente, nuestra iglesia contaría hoy con 275.458.110 miembros.
También es interesante observar que, si hubiéramos mantenido ese aumento del 11% anual desde aquella época, el número de 2.521.429 miembros con que hoy cuenta nuestra iglesia se habría alcanzado en 1928, es decir, ¡hace 46 años!
Sin embargo, 2.521.429 supera por mucho a los 3.500 que teníamos en 1863. Damos gracias a Dios por ello. Pero también es cierto que esa cifra resulta muy inferior a los 275.458.110 miembros que tal vez podríamos y deberíamos haber tenido en nuestras filas.
Nuestro crecimiento lento y constante no ha sido espectacular. ¿O acaso es espectacular un crecimiento de un 5% anual? ¿No deberíamos esperar que se produzca una afluencia de miembros dramática o milagrosa, que demuestre que se ha producido un segundo Pentecostés?
“El tibio guía a otro tibio’’
El hecho de que las cosas no sucedan de esta manera, ¿indica que la iglesia es —como lo expresó cierto escritor— una “cálida isla de serenidad”? ¿O deberíamos calificarla, imitando la expresión de otra persona, como “el tibio que guía a otro tibio?”
La iglesia apostólica no estaba plagada de conceptos confusos con respecto a su misión. En resumen, “un solo interés prevalecía, un solo objeto de emulación hacía olvidar todos los demás” (Los Hechos de los Apóstoles, pág. 40).
¿Cuál era ese “un solo” interés? ¿El aumento de sueldos? ¿Más personal remunerado? ¿La ubicación del próximo congreso de la Asociación General? ¿Un nuevo programa para terminar la obra? ¿Otra película para dar a conocer la obra de cierto departamento o institución? No hay duda de que estas cosas hubieran ocupado un lugar secundario para los primeros creyentes. Su preocupación principal era “revelar la semejanza del carácter de Cristo, y trabajar para el engrandecimiento de su reino” (Ibid.)
Notemos que ese “solo interés” tenía dos facetas. Damos gracias a Dios porque nuestra iglesia trata de dar el lugar más importante a la revelación del carácter de Cristo. Pero, Hno. Pierson, ¿atribuimos la misma importancia al engrandecimiento de su reino? ¿Qué pasa con la comisión evangélica? En nuestro carácter de dirigentes, ¿le damos toda la importancia que tiene?
Cuando enfocamos con el reflector del espíritu de profecía la misión de la iglesia, descubrimos cuáles son los verdaderos alcances del Evangelio. Elena G. de White declara que vio en visión “raudales de luz que salían de las ciudades y de los pueblos, de la montaña y del llano. La Palabra de Dios era obedecida, y en cada ciudad y cada pueblo, monumentos eran levantados a su gloria. Su verdad era proclamada en todo el mundo” (Evangelismo, págs. 390, 391).
¿Carne y sangre o ladrillos y mezcla?
Ya sea que las palabras “en cada ciudad y cada pueblo, monumentos eran levantados a su gloria” se refieran a monumentos de carne y sangre o de ladrillos y mezcla, todavía nos acosa la inquietante pregunta: ¿Cuánto nos falta para cumplir esta profecía? ¿Llegaremos a cumplirla alguna vez? A juzgar por la tasa actual de crecimiento, dudo que aun los más optimistas de nosotros nos atrevamos a declarar que estamos siquiera acercándonos a ese cumplimiento.
¿Cree usted que Dios espera que tomemos al pie de la letra las declaraciones que hace la Biblia y en el espíritu de profecía al respecto? ¿O se trata sólo de un ideal que Dios nos presenta, aunque sabe que jamás podremos alcanzarlo por nuestras propias fuerzas o aun contando con su ayuda? Personalmente, creo que debemos rechazar de plano cualquier interpretación que no acepte en forma literal los deseos que Dios ha expresado para su iglesia. Las órdenes de Cristo son claras. Nuestra misión es inconfundible. La obra de salvar almas que nos ha sido encomendada se proyecta a todo el mundo. Debemos dar testimonio a toda nación, tribu y persona. Lo que debemos preguntarnos es: ¿Cómo podemos alcanzar más rápidamente ese objetivo divino?
Francamente, Hno. Pierson, no creo que a ninguno de nosotros le agrade pensar en las losas de granito que se levantarán sobre nuestras tumbas en las que estarán grabados unos hechos, unas cifras y algún versículo. ¿Es ésta, acaso, la meta personal de alguno de nosotros? No es que desconfiemos de que Dios pueda resucitarnos; ¡de ninguna manera! Por el contrario, acariciamos la bendita esperanza de que Cristo regrese mientras todavía estemos vivos. Su venida, es, sin lugar a duda, la culminación de una tarea terminada, y no de una obra inconclusa.
Debido a la incredulidad, los huesos de los israelitas, laicos y dirigentes por igual se blanquearon bajo el sol del desierto al otro lado del Jordán. ¿Qué podemos, o qué debemos hacer, para evitar que ese trágico episodio se repita? Hará falta algo más que orar y escudriñar el propio corazón, por más importantes que sean estos factores. Requerirá más que celebrar reuniones de testimonio, ¡aunque damos gracias a Dios por ellas! ¡Habrá que ejercer una acción audaz y dinámica paralela a la renovación espiritual! Será necesario realizar planes amplios, que probarán nuestra fe al máximo y que exigirán al máximo nuestros bolsillos, nuestras energías y nuestro tiempo. Esto significa que ya no podremos seguir actuando en forma cómoda, sino que tendremos que avanzar velozmente para comunicar el mensaje de la cruz a los habitantes del mundo entero. Significa también que tendremos que analizar cuidadosamente, a la luz de la misión evangélica que nos ha sido encomendada, todo lo que estamos haciendo.
Veamos ahora la relación que existe entre nuestros presupuestos y nuestros objetivos. ¿Destinamos el dinero que poseemos a los proyectos más importantes? En la mayoría de los casos no se trata de distinguir entre invertir bien o mal el dinero; es más bien una cuestión de prioridades. ¿Estamos dedicando fondos para los programas que podrán realizar lo que Dios espera de este movimiento? ¿Cuáles son nuestras prioridades?
Me sentí reconfortado al observar ciertos puntos del presupuesto que se presentó, tales como los 450.000 dólares destinados a un fondo de reserva para una “obra nueva”, que se usarán cuando se presenten oportunidades singulares que permitan el avance del Evangelio en cualquier lugar del mundo.
Por supuesto, la reversión del aumento de casi 2.000.000 de dólares en concepto de diezmos, que se usarán definidamente para evangelizar en las uniones norteamericanas, fue otro aspecto sobresaliente del presupuesto.
Sin embargo, todavía se siente la desagradable impresión de que esta iglesia puede hacer mucho más para cumplir con sus objetivos en forma responsable.
La solución no consiste solamente en votar presupuestos cada vez mayores que los que hemos tenido en los años precedentes, sino en reexaminar todos los planes y programas administrativos, institucionales y departamentales que está llevando a cabo este movimiento. Más aún; no se debiera considerar que ningún programa es un éxito sólo porque presenta “grandes” cifras. Más bien deberíamos preguntarnos: ¿Es esto lo que Dios espera de nosotros? ¿Estamos cumpliendo sus objetivos para esta iglesia?
Recordamos la historia del hombre que se acercó a Jesús para pedirle que resolviera una disputa entre él y su hermano acerca de su herencia. Con actitud tranquila pero firme Jesús le dijo: “Hombre, ¿quién me ha puesto sobre vosotros como juez o partidor?” (Luc. 12:14).
Un comentario muy apropiado acerca de esta historia dice: “La misión del Salvador en la tierra estaba llegando rápidamente a su fin. Le quedaban apenas unos pocos meses para completar la tarea que había venido a hacer, de establecer el reino de su gracia. Sin embargo, la codicia humana quería distraerlo de su obra para que se hiciera cargo de una disputa por una propiedad. Pero Jesús no se dejaría desviar de su misión… Cristo hizo comprender claramente al hombre que esa tarea no le correspondía. Él se estaba esforzando por salvar almas, y no iba a descuidar esta obra para asumir la responsabilidad de un magistrado civil” (Testimonies, tomo 9, pág. 217).
No podemos pasar por alto el principio involucrado en esta declaración. La misión de la iglesia debería ser idéntica a la misión del Salvador. Pero ¿lo es? Permítame citar el párrafo siguiente de la misma declaración; tiene una importancia sorprendente: “¡Con cuánta frecuencia se imponen hoy a la iglesia ciertas tareas que jamás debería permitirse que formaran parte de la obra del ministerio evangélico!” (Ibid. La cursiva es nuestra).
Si esta última declaración era una realidad en el tiempo en que fue escrita, me pregunto cuánto le añadiría o le restaría Dios si tuviera que actualizarla hoy.
Hno. Pierson, algunas personas creemos que ha llegado el tiempo de reexaminar cada faceta del programa de nuestra iglesia, a la luz de la comisión evangélica que se nos ha confiado. Esto involucra tanto a la revista que dirijo como a la Asociación Ministerial, o a cualquier otro aspecto del programa de la iglesia.
Nuestro mundo está condenado a la destrucción. Estoy seguro de que usted conoce la ilustración del avión que estaba en dificultades. En circunstancias normales, era perfectamente correcto que se sirvieran comidas, se distribuyeran periódicos y revistas, goma de mascar y caramelos, que el piloto anunciara el estado del tiempo y la distancia que debían cubrir aún para llegar a destino. Pero todas estas actividades normales se dejan de lado ante la posibilidad de un desastre aéreo. De inmediato se establece un orden de prioridades. Ahora es necesario hacer todo lo posible por salvar la vida de los que están en el avión.
La iglesia de hoy no atraviesa circunstancias normales. El desastre se avecina y quizás esté mucho más próximo de lo que pensamos. Es necesario dejar de lado los asuntos de rutina y tomar medidas de emergencia para cumplir la misión de la iglesia. Debemos eliminar de nuestras agendas, de nuestros presupuestos y de nuestros planes todo lo que no contribuya al cumplimiento de nuestra gran misión. Ha llegado la hora de considerar cuidadosamente la pregunta: ¿Cuáles son nuestras prioridades?
Esta es una ferviente exhortación para que permitamos que la pizca de levadura que le hemos permitido a Dios poner en la iglesia en estas horas finales de la historia humana, haga su obra hasta que el mundo entero tenga oportunidad de compartir con nosotros la bendita experiencia de la salvación sólo por medio de Jesús.
Con el deseo de que se expandan el re- avivamiento y la reforma se despide,
J. R. Spangler.
P. D.: En otras cartas abiertas que escribiremos en el futuro tendremos la oportunidad de ser más específicos.