El verdadero y único propósito del ministerio es dar al mundo las alegres nuevas del amor de Dios. Hoy nos reunimos a fin de apartar a dos de nuestros hermanos para la sagrada obra del ministerio. Cuando de esta manera se aparta y consagra a los hombres para el servicio de Dios, es natural que la iglesia que los elige participe de esa responsabilidad. Concerniente al primer servicio cristiano de ordenación, leemos que Jesús subió al monte, y “llamó a sí a los que él quiso; y vinieron a él. Y estableció doce, para que estuviesen con él, y para enviarlos a predicar.” (Mar. 3:13, 14.)

 Dos de estas declaraciones son importantes. Cuando el Señor llamó a estos hombres, la primera responsabilidad que les dio fue la de estar con él, y la segunda la de “enviarlos a predicar.” Esta orden divina es terminante, pues solamente quienes hayan estado con Dios están capacitados para predicar en favor de Dios. El servicio en favor de otros es la consecuencia de ese compañerismo, y solamente aquel que sienta el llamado divino puede vivir esa experiencia.

 Nótese que fue Jesús quien llamó a los que él quiso. Los hombres nada tenían que ver con el llamado, pues era algo que procedía enteramente de Dios. El apóstol Pablo, en los primeros tiempos de su preparación, jamás soñó que podría llegar a ser ministro de otro pueblo que no fuera la nación judía, puesto que él mismo era un fariseo y se había preparado para servir a su propio pueblo. Pero recuérdese que un día, mientras iba rumbo a Damasco para, cumplir con la responsabilidad que el Sanedrín había puesto sobre él, encontró a Jesús. Y lo primero que el Señor hizo por él fue dejarlo ciego a todas las ambiciones de su orgulloso corazón. Durante aquellos tres días de tinieblas, el Señor habló a su corazón. Cristo y su obra llegaron a ser la pasión de su vida.

 Años más tarde, al escribir a la iglesia, dijo. “Del cual yo soy hecho ministro por el don de la gracia de Dios que me ha sido dado. (Efe. 3:7.) Él no se hizo a sí mismo. Dios lo hizo, y por “la operación de su potencia,” por haber morado en él el Espíritu de Dios, Pablo fue hecho ministro. Y ¿por qué fue llamado? Para “aclarar a todos cuál sea la dispensación del misterio escondido desde los siglos en Dios, que crio todas las cosas.” (Vers. 9.)

 Esto establece ante nosotros el propósito de toda predicación; hacer ver a todos los hombres el misterio del amor divino. Y esa no es tarea fácil, porque “el dios de este siglo cegó los entendimientos de los incrédulos.” (2 Cor. 4:4.) Como ministros tratamos de alcanzar a los que están espiritualmente ciegos. ¡Qué tacto delicado y cuánta misericordia se necesitan para quitar las cataratas de pecado de los enceguecidos ojos de los seres que están a nuestro alrededor! Nadie sino aquellos que son guiados espiritualmente pueden llevar a los hombres la visión del misterio divino.

 Mientras esos primeros heraldos de la cruz salían para cumplir su tarea, tenían que hacer algo más que predicar. Se los había llamado para que revelaran al Señor Jesús al mundo. Otra vez el gran apóstol dice: “Plugo a Dios, que me apartó… y me llamó por su gracia, revelar a su Hijo en mí.” (Gál. 1:15, 16.) La vida que revela el poder salvador de Dios al mundo no deberá ser una vida común. Solamente una vida crucificada puede testificar de un Cristo crucificado. Un hombre santo revela a un Dios santo. M’Cheyne, aquel dirigente espiritual que, antes de los 30 años sacudió a Escocia con sus oraciones hace más de un siglo, hizo una declaración que quisiera transmitírosla, hermanos. Y quiera el Espíritu del Señor hacérosla recordar a menudo. Dijo: “No son los grandes talentos los que el Señor bendice, tanto como la semejanza a Jesús. Un ministro santo es un arma tremenda en las manos de Dios.”

 Posiblemente no seáis llamados a asumir responsabilidades de administrar o dirigir los servicios de canto de un gran esfuerzo evangélico, entonando himnos que lleguen al corazón de los extraviados. Tal vez Dios no os llame a ser destacados predicadores dotados de elocuencia extraordinaria. Pero os ha llamado a ser embajadores del cielo. Os ha llamado por su gracia a ser santos, y eso demanda la consagración completa de cuerpo, alma y espíritu.

 En el último libro del Antiguo Testamento se nos presentan, en un hermoso lenguaje, los verdaderos ideales de un ministro. Permítaseme leer de la traducción de Moffat, pues parece más solemne: “Mi pacto fue con él, vida y paz yo le di, sí, y reverencia también; él me veneró, y delante de mí estuvo humillado. La instrucción verdadera vino de su boca y el error no fluyó de sus labios; en paz y en honestidad vivió cerca de mí y a muchos hizo apartar de la iniquidad.” (Mal. 2:5, 6.)

 Hermanos, vivir cerca de Dios haciendo uso de la palabra solamente para narrar la dulce historia del Evangelio de paz y, por la gracia divina, lograr que muchos se aparten del pecado, es ciertamente una elevada vocación.

 El Señor os ha apartado hoy para realizar esta obra. Cuando os adelantéis para ser consagrados, os recordaré que ésta es la obra de vuestra vida. “Ninguno que poniendo su mano al arado mira atrás, es apto para el reino de Dios.” (Luc. 9:62.) El ministerio no es una profesión. Los hombres pueden elegir la profesión que deseen, ya sea las ciencias, la abogacía inglesa, y los oficiales del ejército trabaja- pero no se puede elegir el ministerio.

 Dios es quien os ha elegido. No podéis abandonar el ministerio a voluntad. Si lo hacéis, sufriréis una gran pérdida espiritual.

 Hoy se os separa con el fin de nombraros oficiales del ejército de Dios. Es ésta una vocación muy elevada, y requiere más de nosotros que cualquier otro servicio que podamos prestar. Como oficial del ejército del Señor, os insto a meditar bien en el paso que estáis dando.

 Hace años vivía yo en Londres, con el corazón tan acongojado como el de millones de otras personas. Durante aquellos días no era difícil vislumbrar en el horizonte los fogonazos de la segunda Guerra Mundial ni darse cuenta de que la tan largamente ansiada paz estaba lejos aún. En el ejército británico se hallaba representada cierta familia que por generaciones había ocupado importantes cargos. Uno de los hijos era mayor en el regimiento “Seaforth Highlanders,” y en aquel entonces ningún regimiento del ejército británico tenía una historia más gloriosa que la de éste. Aparentemente era un hombre espléndido, inteligente y bien parecido. Gozaba del respeto de sus subalternos y del amor de su familia. Nada sombrío había ocurrido nunca en relación con esa familia. Pero este joven carecía de principios morales sólidos. Comenzó a cultivar mucho la amistad de una joven, y pronto esa amistad se convirtió en relación ilícita. Ella era espía del enemigo. Hablaba perfectamente el inglés, pero su único propósito al relacionarse con él era conseguir secretos militares, que enviaba después a su gobierno.

 Los funcionarios de Scotland Yard, la policía inglesa, y los oficiales del ejército trabajaron durante varios meses para localizar el origen de la información que se filtraba hacia las filas enemigas. Nadie sospechó jamás de ese oficial. Hasta cuando la evidencia resultó irrebatible, parecía imposible que hubiera sucedido tal cosa. Pero al fin la verdad se reveló en todo su horror. Se citó a ese oficial para que compareciera ante una corte marcial. Se formuló la acusación, se presentaron las evidencias, se comprobó su culpabilidad y se lo sentenció a muerte por traidor. La sentencia, si no recuerdo mal, fue conmutada más tarde por la de prisión perpetua. Se lo trajo frente a su regimiento y se lo degradó. Se le quitaron, una por una, sus medallas e insignias. Se le quitó todo lo que se le había concedido y se lo echó ignominiosamente del ejército. Pocos meses después su madre falleció de dolor.

 Ese caso me impresionó enormemente. ¿Puede haber algo más humillante que esto? Sí, hay algo peor todavía. Es ver a alguien que ha sido elegido oficial del ejército de Dios y que por vivir ilícitamente en connivencia con el mundo, por ser desleal a las normas de la verdad, tiene que ser separado del ministerio y se llega a la necesidad de privarlo de sus credenciales.

 Esta mañana, hermanos míos, la iglesia, por medio de sus representantes, os está apartando para el ministerio evangélico. Quiera Dios otorgaros su gracia para que podáis resistir hasta el fin. No es fácil la tarea para la cual habéis sido llamados. Habrá momentos cuando os preguntaréis por qué se os ha enviado a tal lugar, o por qué se os ha elegido para tal o cual responsabilidad. Entonces necesitaréis asiros fuertemente de la mano de Dios. Es ésta una obra que se basa en el sacrificio y que demanda todo lo que poseéis y sois.

 Un buen amigo mío, colega en el ministerio, con quien pasé un tiempo en un colegio, y que actualmente tiene pesadas responsabilidades en una de nuestras divisiones de ultramar, me contó algo que le sucedió cierto día. Su esposa no se sentía bien y sus hijitos estaban especialmente molestos cuando dejó su hogar cierto mañana. Había lágrimas en los ojos de ambos padres cuando él se despidió. Sentía que debía permanecer en casa, pero el trabajo lo reclamaba. Salió; tenía que hacer muchas visitas: enfermos en el hospital, una madre que tenía problemas con su hija adolescente, una familia angustiada que necesitaba su consejo, etc. Atendió uno por uno sus deberes. Entonces llegó al hogar de la Sra. de Jones, y en cuanto entró a la casa, ella le dio la alegre nueva de que había aceptado la luz del glorioso mensaje de Dios y había decidido bautizarse. Antes de salir de allí, se selló esta decisión con una plegaria.

 Siguió trabajando; era un día caluroso y estaba cansado, y como no le quedaba tiempo para ir a su casa antes de la reunión de oración, fue a hacer una breve visita a un amigo, un próspero comerciante. Cuando entró en la oficina, su amigo le dijo: “Me alegro de verlo. Tengo buenas noticias. Acabo de terminar un gran negocio. ¡Hoy gané diez mil dólares!” Y le contó cómo los había ganado. Conversaron por unos minutos y después oró con él. De allí se dirigió a la reunión, pero las palabras “diez mil dólares” sonaban en sus oídos. En efecto, le parecía oír un susurro que le decía: “¿Por qué no dejas de predicar y haces algo que te produzca una remuneración de diez mil dólares?”

 Era tarde cuando salió, porque lo demoraron algunas personas que también necesitaban su consejo. Cuando llegó a su casa, lo recibió su esposa, y después de una breve charla relacionada con la familia le contó del gran negocio que había hecho su amigo ese día. Como era su costumbre antes de retirarse a dormir, fue a su oficina a orar. Revivieron en él los sucesos del día y agradeció al Señor por todas las bendiciones recibidas. Volvió junto a su esposa, que estaba guardando los juguetes de sus hijos. Era ya tarde, pero había nuevo brillo en sus ojos. La abrazó y le dijo: “Quiero decirte algo maravilloso, querida. ¿Sabes por qué oramos en casa de la Sra. de Jones esta mañana? Porque ella hizo hoy su decisión de seguir al Señor.” Luego, mirando a sus fatigados ojos, agregó: “Querida, nosotros también hemos hecho un gran negocio hoy, no de diez mil dólares. Dios nos dio un alma que vale diez mil mundos.”

 Se arrodillaron y agradecieron a Dios. Aquella noche, mientras se encontraba reclinado sobre la almohada, le pareció escuchar el murmullo de la brisa mientras una voz muy queda le hablaba desde el silencio: “Los que sembraron con lágrimas, con regocijo segarán. Irá andando y llorando el que lleva la preciosa simiente: más volverá a venir con regocijo trayendo sus gavillas.”

 A menudo, el trabajo del ministro no es espectacular, pero es el trabajo más genuinamente recompensado en todo el mundo. A esa obra os estamos dedicando ahora. Quiera Dios daros el gozo de su presencia a medida que progresáis en su servicio.

Sobre el autor: Secretario de la Asociación Ministerial de la Asoc. General.