Es un ingrediente indispensable en la vida de la iglesia. Sin él no se pueden ganar almas ni retenerlas: tal vez entrarán, pero difícilmente queden. Se trata del amor fraternal, el amor de hermanos. El apóstol Pablo dijo que sin él son vanos los sacrificios, las palabras bonitas, los conocimientos, las profecías, y aun la fe. Jesús dijo que la presencia de este requisito demostraría que sus poseedores eran sus discípulos, mientras que San Juan dijo que su ausencia equivalía al desconocimiento de Dios.

No hemos mencionado libro, capítulo ni versículo de las citas anteriores porque todos las conocemos de memoria. De hecho, todos sabemos en teoría qué es el amor; pero traducir ese amor en hechos es otro cantar.

Permítasenos hacer una afirmación acerca de la importancia del amor en la evangelización y la obra pastoral: se ganan más almas mediante una vida de verdadero amor y verdadera unidad por parte del ministerio y la iglesia que mediante la ejecución de planes de evangelización fríos y meticulosos. Al examinar el libro de los Hechos, no encontramos que la iglesia primitiva tuviera planes complicados de evangelización, sin embargo el cristianismo, aun enfrentando enemigos tan fuertes como el paganismo romano o el judaísmo, se extendió espectacularmente en el primer siglo. ¿Por qué?

La razón es una sola: el profundísimo amor por Cristo era el móvil que impulsaba a los primeros cristianos. Eso daba a su testimonio un poder de convicción casi irresistible. Hablaban de Cristo y de su mensaje al vecino, al colega, a todo el que se les acercaba, sin temores de ninguna especie. Esa comunión tan real con Cristo, esa religión basada en una experiencia y no en la simple aceptación de un sistema de doctrinas, hacía de los cristianos primitivos un conjunto de verdaderos hermanos.

En medio de un mundo de violencias y odios, los cristianos demostraban una unidad y un amor fraternal que impresionaban y atraían a los paganos. Entre los creyentes había nobles y esclavos, publicanos y carpinteros, romanos y judíos, pero parecía que las barreras sociales habían desaparecido. “Porque él es nuestra paz, que de ambos pueblos [judíos y gentiles] hizo uno, derribando la pared intermedia de separación… y mediante la cruz reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo, matando… las enemistades” (Efe. 2:14-16). “Donde no hay griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro ni escita, siervo ni libre, sino que Cristo es el todo, y en todos” (Col. 3:11).

Podían circular comentarios difamatorios y testimonios falsos aseverando que los cristianos celebraban misteriosos ritos inmorales, sacrificios humanos, etc., pero cuando alguien entraba en contacto con ellos, comprobaba que eran hombres y mujeres excepcionales. Era evidente que aunque estaban en el mundo, no eran del mundo. Para mantener esa imagen y esa experiencia, Pedro aconsejaba a la iglesia: “Manteniendo buena vuestra manera de vivir entre los gentiles; para que en lo que murmuran de vosotros como de malhechores, glorifiquen a Dios en el día de la visitación, al considerar vuestras buenas obras” (1 Ped. 2:12).

Volvamos ahora a nuestro ambiente del siglo XX. Tal vez nuestra mayor necesidad sea la de cultivar más y más en todas nuestras congregaciones el espíritu de la verdadera fraternidad. Es cierto que ya lo tenemos, pero podemos y debemos manifestarlo aún más.

Un evangelista estaba llegando a las etapas finales de una gran campaña de evangelización. Mientras repasaba su temario y el programa realizado hasta la fecha, no podía menos que dar gracias a Dios por el maravilloso éxito obtenido en las siete semanas transcurridas. El numeroso público había encontrado en el glorioso Evangelio una nueva manera de vivir, y se había sentido atraído como por un imán hacia el pueblo que profesaba esa preciosa verdad. ¡Qué iglesia maravillosa, qué gente extraordinaria es ésta!, era el comentario general.

El corazón del evangelista, sin embargo, temblaba cuando dejaba de pensar en el HOY para pensar en el MAÑANA. Ese Evangelio tan maravilloso, ¿será visto por los nuevos conversos también en la vida de la congregación a la cual se unirán? ¿Qué sucederá con los nuevos creyentes cuando asistan a una sesión bienal de este campo, donde comúnmente se crean situaciones muy tensas?

La mayoría de las deserciones de las filas de la iglesia se deben al contraste entre el ideal del Evangelio y la traducción que de él hacen muchos miembros de iglesia. No es ésta una situación nueva, pues la disparidad existió entre el glorioso Evangelio que Cristo predicó y la vida de sus discípulos, o la comunión directa con la columna de fuego en el antiguo Israel y las constantes murmuraciones del pueblo. Sin embargo, aunque explicable y común, ese contraste siempre es hiriente.

“¡Dígalo ahora!”, es nuestro lema para 1975. Diga que Cristo viene pronto y que hay que prepararse, pero trate de que la gente vea los sermones y que no sólo los oiga. Que los vea en su vida de ministro y que los vea en la vida de los miembros de su iglesia. Es ése el argumento irrebatible. El reavivamiento y la reforma tan mentados en nuestras filas no son otra cosa que esto. Que la sublime enseñanza del Evangelio no se convierta en dogma estático o en fría doctrina, sino que sea practicada en nuestro diario vivir. Sólo así nuestro ejemplo predicará con voz más alta que nuestras palabras.

Lo que el mundo hoy quiere es amor, comprensión. El hombre anhela encontrar un oasis de hermandad en el desierto de su soledad, alguien que lo escuche en un mundo lleno de oídos sordos. El mensaje cristiano es precisamente ése: amor fraternal. El pueblo remanente tiene una doctrina maravillosa, pero lo que el mundo hoy quiere no es convicción intelectual. De hecho, el existencialismo anuló la preocupación de razonar. La neoortodoxia, al manifestarse en la iglesia cristiana, produjo una falta de interés en la doctrina teórica. Sin embargo, reveló una gran preocupación por el amor, pues surgió en un mundo materialista y mecanizado en el que el hombre no es más que un simple guarismo.

La iglesia no debe alterar la verdad que predica, pues se adapta a todos los tiempos porque su Evangelio es eterno, pero sí debe estar con los ojos abiertos para descubrir las almas necesitadas, ya que sabe cómo satisfacerlas. No hay ninguna institución que tenga más capacidad y vocación que el pueblo remanente para saciar esta hambre de amor, de comprensión y de hermandad.

Estimado pastor, estimado líder o hermano de la iglesia, usted dispone del alimento que el mundo necesita, y también ha recibido la orden de Jesús: “Dadles… de comer”. No deje que el mundo perezca de hambre. Déle amor fraternal.