En medio del tumulto de compradores en un almacén de una gran ciudad, se escuchó un llanto infantil. Tuve pronto ante mi vista un par de ojos llorosos y una maraña de cabellos que pertenecían a una chicuela que se hallaba separada de su madre. Lloraba y rechazaba toda ayuda. Para su mente, confundida y asustada, los que nos habíamos reunido en torno suyo para tratar sinceramente de ayudarla, éramos enemigos. Hubiera seguido llorando desesperadamente si el jefe del almacén no hubiera encontrado por fin a su madre.
Este incidente refleja lo que les ocurre muchas veces a personas mayores. ¡Cuántos, al saber que están perdidos, expresan su angustia en sollozos! ¡Cuántos saben que están perdidos y rehúsan que se los busque, rechazando a los que gustosamente quisieran prestarles auxilio!
Muchos están tan aterrorizados y confundidos, como esta niñita. Supongamos que hubiera seguido sola de aquí para allá, desesperada en medio de la gente.
Recuerdo su expresión: reflejaba completa desesperación. Recuerdo también la luz que brilló en sus ojos llenos de lágrimas, como el repentino resplandor de los faros, cuando vio a su madre de nuevo. ¡Qué alivio, qué confianza revelaban esos ojos!
No hay muchos que miran, como ella miró, en estos tiempos difíciles. Demasiadas personas navegan en el mar de la vida como barcos sin anclas, como gente sin Dios.