Hace poco oí que los hermanos de cierta iglesia decían lo siguiente cuando el pastor pasó cerca de ellos: “Es un santo.” Estas palabras me hicieron recordar lo que dijo la mujer sunamita a su esposo refiriéndose a Elíseo: “Este que siempre pasa por nuestra casa, es varón de Dios santo.”
Es reconfortante saber que los hermanos tienen un concepto elevado del ministerio; que la iglesia confía en su pastor, como la esposa en su esposo y el niño en sus padres. Pero lo es mucho más que Dios pueda confiar plenamente en su siervo y que éste tenga conciencia de ello.
Sí, es alentador escuchar a un miembro de iglesia decir: “Nuestro pastor es un santo. Nunca pierde la paciencia; nunca lo hemos visto enojado ni le hemos oído hablar en términos ásperos o descorteses. Nunca lo hemos visto comportarse con indiscreción con personas del sexo opuesto. Se olvida constantemente de sí mismo y procura el bienestar de los demás; consuela a los tristes y afligidos, presta ayuda a los pobres y necesitados, y guía a los pecadores al arrepentimiento. Nunca ofende, ni hiere innecesariamente a un alma que, por debilidad, se ha alejado del camino que lleva a las alturas de la santidad. Nunca lo vimos ocioso, tampoco lo vimos descuidar el cumplimiento de su misión, bien que tal falta es pecado aborrecible en su sagrado ministerio.”
Dichoso el pastor que goza de tan elevada reputación entre sus hermanos, que disfruta de la reputación de ser un trabajador incansable en el cumplimiento de su cometido. Nada le sería más grato al enemigo de las almas que oír decir al pastor: “No haré hoy lo que puedo hacer mañana,” pues Satanás bien sabe que para esa buena obra el mañana nunca llegará.
¿Qué dicen los hermanos de nosotros? ¿Pueden exclamar espontáneamente: “Nuestro pastor es un santo varón de Dios”?