El cuidado espiritual de las nuevas generaciones
Como esposa de pastor y madre, estoy muy interesada en el desarrollo espiritual de los niños y los adolescentes. Dentro del ambiente eclesiástico influimos sobre quienes nos rodean, sea de manera directa o indirecta, sean nuestros hijos o no. Por eso, como líderes y padres, necesitamos reflexionar sobre si estamos nutriendo de manera saludable y equilibrada la fe de nuevas generaciones. En este artículo, compartiré algunas herramientas y consejos de profesionales del área que pueden ser útiles en este proceso educativo.
Los niños, por ejemplo, se caracterizan por creer y confiar con facilidad. El propio Jesús resaltó que esas cualidades son indispensables para quienes anhelan a Eternidad: “Les aseguro, el que no recibe el reino de Dios como un niño no entrará en él” (Mar. 10:15). En la primera infancia, la imaginación y el pensamiento concreto aún están en formación. Por eso, en estos primeros años debe oír las historias de la Biblia. Para ellos es fascinante escuchar, por ejemplo, que Daniel estaba en la cueva con los leones y que, al orar, Dios lo libró de la muerte (Dan. 6:1-28). También es increíble para ellos escuchar la historia de Moisés, un señor de unos ochenta años que con una simple vara en sus manos abrió el Mar Rojo (Éxo. 7:7; 14:1-31). Cada una de esas historias va construyendo en la mente de los niños la realidad de quién es Dios y de lo que es capaz de hacer. Con razón, Salomón dijo: “Instruye al niño en el camino que debe seguir, y ni aun en su vejez se apartará de él” (Prov. 22:6).
Cambios en la fe
Esa facilidad de creer se va perdiendo con el paso del tiempo. Pero ¿los niños pierden la fe en Dios o van cambiando su manera de creer? Personalmente, me inclino por esta última alternativa. No debemos olvidar que nuestros niños están en constante crecimiento y adaptación, y esos cambios incluyen la fe en Dios y cómo lo ven. Cada niño experimentará la salvación y el amor de Dios de un modo diferente.[1] Por eso es fundamental entender cada etapa por las que ellos pasan para que, sin importar la función que tengamos, podamos ayudarlos a tener un crecimiento equilibrado, con cuidados específicos y direccionados en todos los ámbitos, prestando más atención a la dimensión espiritual.
Por lo tanto, me gustaría invitarte a conocer el análisis de los profesores V. Bailey Gillespie y John Westerhoff III, quienes adaptaron las etapas, o estadíos, de crecimiento de Jean Piaget (y la enseñanza de otros psicólogos) a la experiencia religiosa de los niños y de los adolescentes. Conocer las etapas o estilos de fe de los niños nos mostrará cómo podemos enseñarles el respeto por Dios de acuerdo con la fase en la que se encuentren. En resumen, estos autores exponen que los niños en edad precoz y preescolar viven la fe a través de sus padres. Bailey llama a esa etapa “Fe prestada”. Cuando los niños se sienten amados y queridos, interpretan que ese Dios de quienes les hablamos también los ama.
Luego viene una etapa llamada “Fe afiliada”, típica del fin de la infancia y del inicio de la adolescencia. En este período, la fe se desarrolla en los ambientes de la iglesia y de la escuela, por medio de la relación de los adolescentes con sus pares. En esta fase, están buscando la identidad personal y la aprobación de los otros. Por eso, la iglesia desempeña un papel fundamental en este período en la vida de nuestros hijos, especialmente en relación con las amistades. Ya en la adolescencia tardía y en la juventud, hay una etapa en la que cuestionan su fe e incluso su propia existencia. En esta fase, nuestros jóvenes necesitan experimentar la fe por sí mismos y, más que cualquier otra cosa, precisan ser escuchados. Esta etapa termina en la edad adulta, en la que el individuo madura de forma plena y se hace responsable de su propia fe.[2]
¿Cómo has tratado con las nuevas generaciones en cada una de esas fases? ¿Qué tipo de influencias han recibido tus hijos en la iglesia y en la sociedad en general?
Áreas de aprendizaje
Una pregunta que siempre surge es esta: ¿Cómo podemos “alimentar” esas etapas o estilos de fe de los niños? Para responder esa importante cuestión, vamos a analizar las cuatro “S” de la escritora Barbara J. Fisher: situar, saber, sentir y servir.[3] Abarcaremos esas cuatro áreas de aprendizaje, que son fundamentales para la fe y que pueden ser adaptadas en casa, en la escuela y en la iglesia. Veamos brevemente en qué consisten estos conceptos:
Situar (aprendizaje histórico). Ayudar a los niños a comprender los contextos en los que se desarrollan los hechos bíblicos y también ayudarlos a advertir cómo la Biblia es parte de la historia. De acuerdo con la edad de los niños, se les puede mostrar algunas propuestas en las que puedan explorar la geografía, la ubicación y el ambiente cultural. Algunos recursos que pueden ser usados son mapas, excursiones a museos y reproducciones de las costumbres de la época en la que se escribió la Biblia.
Saber (aprendizaje mental). Dar respuestas sobre quién es Dios, cómo es él y cuál es la verdad. Ese aprendizaje se concreta por medio del estudio de la Biblia y también por medio de actividades que involucran contenido bíblico. La interacción constante con las historias causa que el conocimiento de Dios sea vivo, relevante y actual en la mente de los niños. En este punto, es fundamental continuar implementado el culto familiar y las dinámicas bíblicas en la iglesia y en la escuela.
Sentir (aprendizaje emocional). Debemos motivar a los niños a vivir una experiencia personal e íntima con Dios, y a participar de actividades en las que aprendan a orar y a expresar sus sentimientos a Dios. Es importante, además, ayudarlos a memorizar textos de la Biblia que presentan a Dios como un Padre bondadoso que escucha y responde nuestras oraciones. Es fundamental implicar a niños y adolescentes en nuestros cultos, a fin de enseñarles a buscar una relación con Dios de manera personal, sin depender de sus padres o sus profesores.
Servir (aprendizaje práctico). Es preciso, también, llevar a los niños a experimentar su fe de modo tangible, práctico e intencional. De hecho, aprendemos un 95 % más cuando enseñamos a otros. La práctica de enseñar ayuda a los niños a compartir con sus pares sus experiencias de fe con Dios y, así, salen más fortalecidos espiritualmente. No importa la edad del niño o del adolescente, es necesario que entiendan el significado de la misión y de la importancia de predicar el evangelio a otros. Comprometerlos en la misión en el vecindario en el que viven, o incluso en lugares más distantes, es una excelente iniciativa.
Otros conceptos
Permítanme añadir dos conceptos usando la terminología de Barbara J. Fischer. Aunque puedan estar entrelazados en algunas de estas cuatro áreas presentadas, quiero resaltarlos porque creo que nos enriquecerán aún más. Son estos: seguridad y seguimiento.
Analicemos el primer concepto. La seguridad emocional es fundamental para el desarrollo equilibrado de los niños. Este es un aspecto que debe ser trabajado diariamente. Damos seguridad emocional al escuchar, al validar los sentimientos y las emociones, al hacer un uso correcto de la disciplina, al dedicar tiempo de calidad, al cumplir aquello que prometemos y al dominar nuestro carácter. Así, les hacemos sentir y ver que todo puede cambiar a su alrededor, menos su centro (Dios, familia e iglesia).
El otro concepto (seguimiento) viene como resultado del trabajo coherente y constante de los adultos en la vida de los niños. Para que los adultos desarrollen la fe en Dios, es necesaria una comprensión amplia y profunda de la Biblia. Pero no sucede lo mismo con los niños. Para que ellos desarrollen una fe y la sustenten a lo largo de su vida, necesitan ver que los adultos practiquen coherentemente los principios de la Biblia. Seguir el ejemplo positivo de los padres y de otros líderes es un enfoque seguro.
Elena de White escribió sobre la esencia de nuestro papel en la educación de los niños: “Deben instruir, amonestar y aconsejar, recordando siempre que su apariencia, sus obras y sus acciones tienen una influencia directa sobre el proceder futuro de sus amados. Su obra no consiste en pintar una bella forma en un lienzo ni en cincelarla en el mármol, sino en imprimir en el alma humana la imagen de la Deidad”.[4]
Cuidado adecuado
Antes de finalizar este artículo, debo decir que disfruto mucho de las orquídeas. Sin embargo, nunca pensé que fuera tan complicado cuidar de un tipo específico de esta flor, llamado Phalenopsis. El concepto que la mayoría de las personas tiene es que son muy delicadas y, al mismo tiempo, muy difíciles de cultivar. Cuando me animé a tener mi primera orquídea, casi la maté debido a los cuidados excesivos e inadecuados. Uno de mis errores fue regarla constantemente, creyendo que era algo necesario, cuando en realidad solo debía hacerlo de manera frecuente y abundante en verano. También coloqué fertilizante directo en sus raíces, ignorando que en realidad debía colocarlo poco a poco en el agua con la que la regaba. Además de esto, cambiaba la maceta y el sustrato cada diez días, siendo que debería haber dejado a la flor tranquila hasta que se sintiera segura. Bien, mi deseo de ver a la flor crecer fue completamente perjudicial. Al final, la condené a vivir en la oscuridad cuando, en realidad, necesitaba de luz solar para vivir.
Después de esa tortura, decidí que debía estudiar mejor ese tipo de planta. Sé que debía haber hecho eso antes de comprar la flor, pero mejor tarde que nunca. Pude estudiar cada aspecto de ella. ¡Ahora sé que los cuidados son más simples y específicos de lo que podía imaginar! La orquídea solo necesitaba de cuidados puntuales y direccionados de acuerdo con la época del año: la humedad adecuada, la luz solar no directa, fertilizante específico para orquídeas, cambio del sustrato cada dos años, limpieza de raíces pobres, y un tutor para ajustar el tronco de la planta verticalmente, de manera que al florecer no sufra por el peso de las flores. Con esos cuidados, la planta puede crecer de modo saludable y durar muchos años.
Un aspecto fundamental que quiero resaltar es que sus raíces deben sentirse seguras en la maceta en la que estén plantadas. Sin esa seguridad no podrán crecer, ni mucho menos florecer. Hay un dicho popular entre los amantes de este tipo de plantas que dice: “La orquídea que se mueve es una orquídea que muere”. La vida de la planta dependerá de nuestros cuidados. Si nos excedemos, perjudicaremos su crecimiento y será muy difícil revertir el daño. Si por otro lado somos negligentes, sus hojas se secarán y se marchitará hasta morir.
El cuidado de una orquídea puede aplicarse al desarrollo de la fe de los niños. Si somos sobreprotectores o negligentes, no atendemos a sus etapas de fe, y corremos el riesgo de “sofocarlos” o “secarlos”. Elena de White escribió: “La influencia de un hogar cristiano cuidadosamente custodiado en los años de la infancia y la juventud es la salvaguardia más segura contra las corrupciones del mundo. En la atmósfera de un hogar tal, los niños aprenderán a amar a sus padres terrenales y a su Padre celestial”.[5]
Seamos equilibrados, cuidemos el corazón de nuestros niños, alimentemos su vida espiritual cada día, usemos palabras de amor e incentivo, limpiemos las hierbas dañinas que aparecen por el camino, y dejemos que la luz del Sol de Justicia ilumine su vida, para que cada día esa “flor” crezca más firme en la Palabra de Dios.
Él nos ha llamado a ser educadores de nuestros niños, para influir con nuestro ejemplo y con la inteligencia dada por el Cielo. Guíalos con amor en cada una de sus etapas de crecimiento. Recordemos que si somos llamados por Dios para esta noble misión, también seremos capacitados por él. Solamente en el Cielo veremos realmente los resultados de nuestro trabajo con las nuevas generaciones.
Sobre el autor: profesora de Psicología en la Universidad Adventista Dominicana.
Referencias
[1] Donna J. Habenicht, Como Ajudar Seu Filho a Amar Jesus (Tatuí, SP: Casa Publicadora Brasileira, 2011), p. 42.
[2] Bárbara J. Fisher, Niños con fe (Florida: Asociación Casa Editora Sudamericana 2020), pp. 69-71.
[3] Ibíd., pp. 55-58.
[4] Elena de White, Conducción del niño (Florida: ACES, 2014), p. 207.
[5] Mente, carácter y personalidad (Florida: ACES, 2013), t. 1, p. 214.