Realidad de la expiación
La cruz es el centro alrededor del cual gira el tiempo, el punto de reunión de dos eternidades. De todos los eventos históricos ninguno tiene mayor gravitación que el del ministerio y la muerte de nuestro Señor Jesucristo en la cruz- Por eso sólo puede comprenderse el verdadero significado de la historia cuando la examinamos a la luz de su vinculación con el Calvario Y este criterio es tanto más necesario para la historia sagrada.
El sacrificio de Cristo como expiación del pecado es la gran verdad en derredor de la cual se agrupan todas las otras verdades. A fin de ser comprendida y apreciada debidamente, cada verdad de la Palabra de Dios, desde el Génesis al Apocalipsis, debe ser estudiada a la luz que fluye de la Cruz del Calvario. Os presento al magno y grandioso monumento de la misericordia y regeneración, de la salvación v redención: el Hijo de Dios levantado en la cruz Tal ha de ser el fundamento de todo discurso pronunciado por nuestros ministros.”—”Obreros Evangélicos” pág. 330.
“El misterio de la cruz explica todos los demás misterios.”—”El Conflicto de los Siglos,” pág. 710. Este es también el punto de vista de las huestes angélicas y de los habitantes de otros mundos no caídos. La muerte de Cristo fue el evento que consumó el proceso de reconciliación del universo con Dios. Jesucristo declaró que cuando fuera levantado en la cruz, a todos atraería a sí mismo. Con respecto a la preeminencia de Cristo en la creación y en la redención, el apóstol Pablo escribió:
“El cual es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda criatura. Porque por él fueron criadas todas las cosas que están en los cielos, y que están en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue criado por él y para él. Y él es antes de todas las cosas, y por él todas las cosas subsisten; y él es la cabeza del cuerpo que es la iglesia; él que es el principio, el primogénito de los muertos, para que en todo tenga el primado. Por cuanto agradó al Padre que en él habitase toda plenitud, y por él reconciliar todas las cosas a sí, pacificando por la sangre de su cruz, así lo que está en la tierra como lo que está en los cielos.” (Col. 1:15-20.)
El apóstol Pablo explica que Jesucristo llegó a ser nuestro Redentor dado su carácter de Creador, y que por haber dado vida a todas las criaturas se encuentra por ello, en condiciones de reconciliar a los hombres con su Dios, de quien se habían apartado a causa de ciertas dudas que en sus mentes no habían quedado del todo satisfechas, con respecto al significado del pecado y a la realidad de los cargos hechos por Satanás contra el gobierno del Cielo. Los acontecimientos de cuatro mil años de pecado bajo la hegemonía del “príncipe de este mundo,” han venido abriendo gradualmente los ojos de los mortales al significado del “misterio que había estado oculto desde los siglos y edades” pero que ahora es “manifestado a los santos” mediante la encarnación y la muerte expiatoria de Jesús.
En la visión panorámica de la historia del mundo y de la controversia entre Jesucristo y Satanás, tal como se halla registrada en Apocalipsis capítulo 12, se describen los resultados en el universo de la obra del Calvario:
“Y oí una grande voz en el cielo que decía: Ahora ha venido la salvación, y la virtud, y el reino de nuestro Dios, y el poder de su Cristo; porque el acusador de nuestros hermanos ha sido arrojado, el cual los acusaba delante de nuestro Dios día y noche. Y ellos le han vencido por la sangre del Cordero, y por la palabra de su testimonio; y no han amado sus vidas hasta la muerte. Por lo cual alegraos, cielos y los que moráis en ellos. ¡Ay de los moradores de la tierra y del mar! porque el diablo ha descendido a vosotros, teniendo grande ira, sabiendo que tiene poco tiempo.” (Apoc. 12:10-12.)
Debido a sus eternas consecuencias sobre el universo, los mundos no caídos celebraron con gran alborozo el triunfo de Cristo en la cruz. Por ese triunfo se selló el nuevo pacto y se perfeccionó el plan de salvación. Por él quedó separado definitivamente el enemigo de su última posición oficial ante el concierto de los gobiernos del cielo como “príncipe del mundo,” a cuyo amparo por espacio de cuatro mil años se había venido ocupando en acusar a sus hermanos de la tierra. Allí, “día tras día y noche tras noche los acusaba en la presencia de Dios” (traducción de Weymouth). Todo el cielo se regocijó cuando Cristo, como resultado de su victoria, llegó a ser el representante oficial de los santos, en reemplazo de Satanás.
Por ello los santos de la tierra pueden decir juntamente con el apóstol:
“¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aún, el que también resucitó, quien además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros. ¿Quién nos apartará del amor de Cristo: tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o cuchillo? Como está escrito: Por causa de ti somos muertos todo el tiempo: somos estimados como ovejas de matadero. Antes, en todas estas cosas hacemos más que vencer por medio de Aquel que nos amó. Por lo cual estoy cierto que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo bajo, n* ninguna criatura nos podrá apartar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro.” (Rom. 8:33-39.)
Ya no se hacen acusaciones contra los elegidos de Dios ante su trono, porque Jesucristo es ahora nuestro representante, y su función no es la de condenarnos sino la de “interceder” por nosotros.
Comprenderemos claramente el significado del pasaje de Apocalipsis 12:10-12 si recordamos que estas declaraciones son hechas por los habitantes de mundos no caídos que celebran el triunfo del Calvario y que las mismas se refieren a los “hermanos o santos de la tierra: “Ellos le han vencido por la sangre del Cordero y por la palabra de su testimonio.” A partir de la primera ofrenda -—símbolo del Cordero pascual, —hecha a las puertas del Edén, todos los que manifestaron fe en el plan de la redención obtuvieron la victoria sobre Satanás por la sangre del Cordero y por el testimonio de sus méritos. Millones, a la manera de Abel, fueron leales hasta el martirio. “Y no han amado sus vidas hasta la muerte.” Jesucristo fue indudablemente “el Cordero de Dios muerto desde la fundación del mundo,” y por lo tanto ha sido la fuente de poder y el secreto de la victoria del pueblo elegido durante todo el reinado del pecado. Frente a la victoria del Calvario hasta los seres no caídos pueden rebatir los argumentos de Satanás y neutralizar sus asertos recordándole los resultados infaustos de su enemistad con Jesucristo, y enrostrándole que fue por odio por lo que le enclavó en la cruz.
Debido a que el gran rebelde ha sido arrojado de la posición desde la cual acusaba a los santos de la tierra ante la presencia del Señor, y a que ha perdido el último vestigio de simpatía de parte de los ángeles no caídos, éstos se sienten ahora inspirados a decir: “Por lo cual alegraos, cielos y los que moráis en ellos.” Pero, recordando a la vez que al ser expulsado de los cielos Satanás ha convertido la tierra y sus habitantes en el blanco de su furia despiadada, añaden: “¡Ay de los moradores de la tierra y del mar! porque el diablo ha descendido a vosotros, teniendo grande ira, sabiendo que tiene poco tiempo.” Durante cuatro mil años Satanás estuvo ocasionando disgusto y tristeza en las cortes celestiales, y ahora, la ganancia que tenemos en el triunfo de Jesucristo, entraña para los hijos de Dios que vivimos en la tierra una desventaja debida a la presencia del enemigo entre nosotros. Derrotado por Cristo en cada batalla, no le quedó a Satanás otro recurso que combatir a los ciudadanos del reino celestial que aún viven en la tierra, a quienes acomete con toda la ira malévola de que es capaz.
Satanás lleva a cabo este ataque desesperado porque sabe que “tiene poco tiempo.” Otra traducción dice: “Lleno de fiera ira porque sabe que su tiempo señalado es corto.” El lenguaje empleado da a entender que la muerte de Cristo le reveló a Satanás algo que no había sabido antes: que su destino estaba sellado y que la hora de la caída de su reino había sonado. Ya era tan sólo asunto de tiempo la aplicación del castigo de que se hizo pasible como transgresor de la ley de Dios y por su condición de caudillo en la rebelión contra el orden divino del universo. Hasta entonces había alentado la esperanza de alcanzar eventualmente el éxito venciendo a Miguel en su forma humana, así como lo había hecho con nuestros primeros padres, cuyos descendientes ha venido llevando en cautividad.
El enemigo se había sentido muy seguro de hacer caer a Jesucristo en pecado e invalidar el plan de salvación. Lleno de ira por su fracaso resolvió infligir a rival todo el daño posible antes de sufrir su propia destrucción. Ya el Hijo de Dios estaba fuera de su alcance, y los ángeles no caídos no podían ser inducidos a cumplir sus designios. Resolvió pues volver contra la iglesia, objeto de tanto cuidado y atención de parte de nuestro Señor Jesucristo, la furia de sus sangrientos ataques.
“Y cuando vio el dragón que él había sido arrojado a la tierra, persiguió a la mujer que había parido al hijo varón.” Fue al morir triunfante nuestro Redentor cuando Satanás “vio” y comprendió que su causa estaba perdida y que el alcance de sus actividades futuras se vería muy restringido apenas quedaría circunscripto a la tierra. —Y al percatarse como nunca de su verdadera situación se llenó de ira rencorosa que lo indujo a luchar acerbamente contra los hijos de aun sabiendo que todo estaba perdido
Una de las principales razones de su saña contra el pueblo remanente es que éste tiene “el testimonio de Jesucristo,” o sea el espíritu de profecía. que le revela claramente el cuadro de la/ actividad del enemigo y lo previene contra sus engaños. En efecto la pluma de la sierva de Dios’ refiriéndose a este punto ha escrito:
“Cuando iba a dar los últimos pasos en su humillación, cuando estaba por rodear su alma la tristeza más profunda, dijo a sus discípulos: ‘Viene el príncipe de este mundo; mas no tiene nada en mí’ ‘El príncipe de este mundo es juzgado.’ Ahora será echado. Con ojo profético, Cristo vio las escenas que iban a realizarse en su último gran conflicto. Sabía que cuando exclamase: ‘Consumado es.’ todo el cielo triunfaría. Su oído percibió la lejana música y los gritos de victoria en los atrios celestiales. Él sabía que el toque de muerte del imperio de Satanás resonaría entonces, y que el nombre de Cristo sería pregonado de un mundo al otro por todo el universo.”—”El Deseado de Todas las Gentes,” pág. 616.
“El clamor ‘Consumado es’ tuvo profundo significado para los ángeles y los mundos que no habían caído. La gran obra de la redención se realizó tanto para ellos como para nosotros. Ellos comparten con nosotros los frutos de la victoria de Cristo.
“Hasta la muerte de Cristo, el carácter de Satanás no fue revelado claramente a los ángeles o a los mundos que no habían caído. El archiapóstata se había revestido de tal manera de engaño que aun los seres santos no habían comprendido sus principios. No habían percibido claramente la naturaleza de su rebelión…
“Satanás vio que su disfraz le había sido arrancado. Su administración quedaba desenmascarada delante de los ángeles que no habían caído y delante del universo celestial. Se había revelado como homicida. Derramando la sangre del Hijo de Dios, se había enajenado la simpatía de los seres celestiales. Desde entonces su obra sería restringida… Estaba roto el último vínculo de simpatía entre Satanás y el mundo celestial…
“Bien podían, pues, los ángeles regocijarse al mirar la cruz del Salvador; porque aunque no lo comprendiesen entonces todo, sabían que la destrucción del pecado y de Satanás estaba asegurada para siempre, como también la redención del hombre, y el universo quedaba eternamente seguro. Cristo mismo comprendía plenamente los resultados del sacrificio hecho en el Calvario. Hacia ellos todos miraban cuando en la cruz exclamó: ‘Consumado es.’ “—”El Deseado de Todas las Gentes, págs.691-698.
Por lo que respecta al universo en general, tanto Satanás como sus ángeles caídos hubieran podido ser destruidos en cualquier momento después de la muerte de nuestro Señor Jesucristo. Sin duda tal medida habría sido aplaudida de todo corazón. Pero si Dios no lo dispuso así ha de haber sido con el fin de que todo habitante de esta tierra pudiera decidirse en favor de Dios y sus normas” de amor. Toda “nación, tribu, lengua “y pueblo” debe oír el Evangelio y recibir luz suficiente como para hacer una decisión inteligente con respecto a quién ha de elegir como gobernante de su vida, si a Cristo o a Satanás. Como resultado del poder convincente de la lluvia tardía, todo hombre deberá hacer una decisión irrevocable que sellará su destino eterno. Antes de su destrucción en el lago de fuego, todos los impíos, al igual que Satanás y sus ángeles, espontáneamente doblarán la rodilla ante Jesús frente al reconocimiento de que Dios es justo en todos sus caminos y que el castigo de su impiedad es la consecuencia natural de su conducta. El universo habrá aprendido para siempre la lección y, de acuerdo con la profecía. “la rebelión no se levantará dos veces”.
¡Qué despliegue de misericordia, paciencia y longanimidad de parte de Dios! Él ha venido soportando las aflicciones del pecado por tantos milenios a fin de que el universo aprenda de tal manera la lección que la experiencia del pecado no se repita.
Las persecuciones más crueles de Satanás contra la iglesia tuvieron lugar después del Calvario. A ellas se hace referencia en Apocalipsis 12:6, 13- 15. Mayormente ocurrieron durante los primeros tres siglos de la era cristiana y durante la Edad Media. En esos períodos sombríos, millares de cristianos dieron la vida en testimonio de su fe. El último ataque de Satanás está reservado para los postreros días y será exclusivamente contra los que guardan los mandamientos de Dios y tienen la dirección del espíritu de profecía. Pero el remanente habrá de superar toda aflicción en la seguridad de un glorioso triunfo final.
“Porque tengo por cierto que lo que en este tiempo se padece, no es de comparar con la gloria venidera’ que en nosotros ha de ser manifestada. Porque él continuo anhelar de las criaturas espera la manifestación de los hijos de Dios. Porque las criaturas sujetas fueron a vanidad, no de grado, mas por causa del que las sujetó con esperanza. Que también las mismas criaturas serán libradas de la servidumbre de corrupción en la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Porque sabemos que todas las criaturas gimen a una, y a una están de parto hasta ahora. Y no sólo ellas, mas también nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, es a saber, la redención de nuestro cuerpo.” (Rom. 8:18-23.)
La cruz del Calvario ha de ser siempre el centro de toda vida espiritual, y a su luz han de predicarse las verdades fundamentales. En efecto, la sierva del Señor nos dice en el libro “Evangelismo,” páginas 140 y 141:
“Estos son nuestros temas: Cristo crucificado por nuestros pecados, Cristo resucitado de los muertos, Cristo nuestro intercesor ante Dios; y estrechamente relacionada con estos asuntos se halla la obra del Espíritu Santo, el representante de Cristo, enviado con poder divino y con dones para los hombres…
“Elevadlo a él, al Hombre del Calvario, cada vez más arriba. Existe poder en la exaltación de la cruz de Cristo… Cristo ha de ser predicado, no en forma de controversia, sino en forma afirmativa… Reunid todas las declaraciones afirmativas y las pruebas que hacen del Evangelio las alegres nuevas de salvación para todos los que reciben a Cristo y creen en él como su Salvador personal.”
Y en otra de sus obras declara:
“La vida y la muerte de Cristo, precio de nuestra redención, no son para nosotros únicamente una promesa y una garantía de vida, ni los medios por los cuales se nos vuelvan a abrir los tesoros de la sabiduría, sino una revelación de su carácter aún más amplia y elevada que la que conocían los santos moradores del Edén.”—”La Educación,” pág. 25.
Se nos insta por lo tanto a que fijemos nuestra atención en el estudio de tan sublimes verdades:
“Sería bueno que cada día dedicásemos una hora de reflexión a la contemplación de la vida de Cristo. Debiéramos tomarla punto por punto, y dejar que la imaginación se posesione de cada escena, especialmente de las finales. Y mientras nos espaciemos así en su gran sacrificio por nosotros. nuestra confianza en él será más constante, se reavivará nuestro amor, y quedaremos más imbuidos de su Espíritu. Si queremos ser salvos al fin, debemos aprender la lección de penitencia y humillación al pie de la cruz.”—”El Deseado de Todas las Gentes,” pág. 67.
“Contemplad la vida y el carácter de Cristo y estudiad su obra mediadora. Aquí hay sabiduría infinita, amor infinito, justicia infinita, gracia infinita. Aquí hay profundidades y alturas, anchuras y amplitudes para nuestra consideración. Innumerables plumas han sido empleadas para presentar al mundo la vida, el carácter y la obra mediadora de Cristo; y sin embargo, toda mente por la cual el Espíritu Santo ha obrado, ha presentado estos temas en una luz fresca y nueva. . .. Enseñad las grandes verdades prácticas que deben estamparse en el alma. Enseñad el poder salvador de Jesucristo, ‘en el cual tenemos redención por su sangre la remisión de pecados’—(Col. 1:14.). Fue al pie de la cruz donde la misericordia y la verdad se encontraron donde la justicia y la verdad se besaron. Que todo estudiante y todo obrero estudie este tema vez tras vez, a fin de que, ensalzando al Señor crucificado entre nosotros, pueda presentarlo como un tema fresco ante la gente.”—”Testimonies,” tomo 6, págs. 59, 60.
Al acercarse el Salvador a la hora crucial de su juicio y decisión, exclamó: “La hora viene en que el Hijo del hombre ha de ser glorificado… Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? Padre, sálvame en esta hora. Mas por esto he venido en esta hora.” (Juan 12:23-27.) Nuestro Redentor vino al mundo a morir en lugar del pecador. ¿Por qué habría de rehuir su misión salvadora? Resueltamente pues cumplió con su deber, pero no sin lucha, pues hasta sus discípulos lo advirtieron, en el aposento alto, y percatándose de la crisis que se acercaba se sintieron llenos de angustiosa ansiedad y profundo temor.
Ya en el huerto de Getsemaní nuestro Señor Jesucristo se sintió tan abatido que confesó a sus discípulos: “Mi alma está muy triste hasta la muerte,” y los instó a velar y orar con él. Luego se internó en el jardín para entablar una lucha en la cual no podían ellos participar. Angustiosos fueron para su alma los momentos que siguieron.
Las sombras de la muerte le rodeaban con su pavor. El peso agobiador de los pecados del mundo amenazaba doblegar la resistencia de su vigor físico y moral. El cielo con todo su amor no podía atenuar la experiencia cruel que entrañaba para Cristo “probar la muerte en favor de todo hombre,” ya que Dios había cargado “en él el pecado de todos nosotros.”
Fue en este punto cuando ocurrió lo que se registra en Hebreos 5:7: “El cual en los días de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte, fue oído por su reverencial miedo.” El temor mencionado es el de la segunda muerte que debía arrostrar a fin de cumplir la pena del pecado, que implica la separación definitiva entre el hombre y Dios. A Cristo le fue necesario penetrar hasta la más grande obscuridad, donde todo es “lloro y crujir de dientes.” Supo lo que sentirán los impíos al comprender que están perdidos para siempre y que en sus vidas se ha extinguido ya el último rayo de esperanza. Padeciendo la angustia mental y emocional que experimentarán los perdidos en el día final, cumplió con los requerimientos de la ley transgredida.
“Al arrodillarse el Hijo de Dios en actitud de oración en el huerto de Getsemaní, la agonía de su espíritu hizo que derramara sudor como grandes gotas de sangre. Entonces le sobrecogió el horror de grandes tinieblas… Estaba sufriendo en lugar del hombre como si se tratara del transgresor de la ley de su Padre… La luz de Dios se apartó de su visión, y pasó a manos del poder de las tinieblas. En la angustia de su alma cayó postrado sobre la tierra fría. Estaba percibiendo cuánto disgustaba a su Padre el pecado. Había retirado la copa de sufrimiento de los labios del hombre culpable, y resolvió bebería él mismo y dar al hombre la copa de bendición. La ira que hubiera caído sobre el hombre recaía ahora sobre Cristo.”—”Testimonies,” tomo 2, pág. 203.
Durante esta lucha angustiosa Jesús se vio tentado a rendirse y a permitir que el hombre arrostrara la condenación que merecía. La copa le tembló en las manos mientras el destino de un mundo perdido pendía en la balanza. Marcos trazó este solemne momento en las siguientes breves palabras: “Y yéndose un poco adelante, se postró en tierra, y oró que si fuese posible pasase de él aquella hora. Y decía: Abba, Padre, todas las cosas son a ti posibles: traspasa de mí este vaso; empero no lo que yo quiero, sino lo que tú.” (Mar. 14:35, 36.)
“Ya había llegado la hora de la potestad de las tinieblas. Su voz se oía en el tranquilo aire nocturno, no en tonos de triunfo, sino impregnada de angustia humana. Estas palabras del Salvador llegaban a los oídos de los soñolientos discípulos: Padre mío, si no puede este vaso pasar de mí sin que yo lo beba, hágase tu voluntad.’
“El primer impulso de los discípulos fue ir hacia él… Vieron su rostro surcado por el sangriento sudor de la agonía y se llenaron de temor. No podían comprender su angustia mental. ‘Tan desfigurado era su aspecto más que el de cualquier hombre, y su forma más que la de los hijos de Adán.’
“La humanidad del Hijo de Dios temblaba en esa hora penosa. Oraba ahora no por sus discípulos, a fin de que su fe no faltase, sino por su propia alma tentada y agonizante. Había llegado el momento pavoroso, el momento que había de decidir el destino del mundo. La suerte de la humanidad pendía de un hilo. Cristo podía aún ahora negarse a beber la copa destinada al hombre culpable. Todavía no era demasiado tarde. Podía enjugar el sangriento sudor de su frente y dejar que el hombre pereciese en su iniquidad… Las palabras caen temblorosamente de los pálidos labios de Jesús: ‘Padre mío, si no puede este vaso pasar de mí sin que yo lo beba, hágase tu voluntad.’
“Tres veces repitió esta oración. Tres veces rehuyó su humanidad el último y culminante sacrificio, pero ahora surge delante del Redentor del mundo la historia de la familia humana. Ve que los transgresores de la ley abandonados a sí mismos, tendrían que perecer. Ve la impotencia del hombre. Ve el poder del pecado. Los ayes y lamentos de un mundo condenado surgen delante de’ él. Contempla la suerte que le tocaría, y su decisión queda hecha. Salvará al hombre, sea cual fuere el costo. Acepta su bautismo de sangre a de que por él los millones que perecen puedan obtener vida eterna. Dejó los atrios celestiales, donde todo es pureza, felicidad y gloria, para salvar a la oveja perdida, al mundo que cayó por la transgresión. Y no se apartará de su misión. Hará propiciación por una raza que quiso pecar. Su oración expresa ahora solamente sumisión: ‘Si no puede este vaso pasar de mí sin que yo lo beba, hágase tu voluntad.’
“Habiendo hecho la decisión, cayó moribundo al suelo del que se había levantado parcialmente…
“Pero Dios sufrió con su Hijo. Los ángeles contemplaron la agonía del Salvador. Vieron a su Señor rodeado por las legiones de las fuerzas satánicas y su naturaleza abrumada por un pavor misterioso que lo hacía estremecerse. Hubo silencio en el cielo. Ningún arpa vibraba. Si los mortales hubiesen visto el asombro de la hueste angélica mientras en silencioso pesar veía al Padre retirar sus rayos de luz, amor y gloria de su Hijo amado, comprenderían mejor cuán odioso es a su vista el pecado…
“En esta terrible crisis, cuando todo estaba en juego, cuando la copa misteriosa temblaba en la mano del Doliente, los cielos se abrieron, una luz resplandeció de en medio de la tempestuosa obscuridad de esa hora crítica, y el poderoso ángel que está en la presencia de Dios ocupando el lugar del cual cayó Satanás, vino al lado de Cristo. No vino para quitar de la mano de Cristo la copa, sino para fortalecerlo, a fin de que pudiese bebería, asegurándole del amor de su Padre. Vino para dar poder al suplicante divino-humano…
“Los discípulos dormidos habían sido despertados repentinamente por la luz que rodeaba al Salvador. Vieron al ángel que se inclinaba sobre su Maestro postrado. Le vieron alzar la cabeza del Salvador sobre su seno, y señalarle el cielo. Oyeron su voz, como la música más dulce, que pronunciaba palabras de consuelo y esperanza.”—”El Deseado de Todas las Gentes” págs. 625-627.
El secreto de la decisión final de Jesucristo de beber la copa en toda su amargura ha sido explicado en estos términos por la sierva del Señor:
“¿Qué sostuvo al Hijo de Dios en la traición y en el juicio de que fue objeto? El vio el trabajo de su alma y se sintió satisfecho. Captó una visión de la dilatada eternidad y vio la felicidad de aquellos que, por su humillación recibirían perdón y vida eterna… Sus oídos percibieron las voces de los redimidos. Oyó a los salvados cantar el himno de Moisés y del Cordero. Necesitamos tener una visión del futuro y de la bienaventuranza del cielo. Detengámonos en el umbral de la eternidad, y oigamos la bienvenida llena de gracia dada a aquellos que en esta vida han cooperado con Cristo, considerándolo como un privilegio y un honor el sufrir por su causa.”—”Testimonies,” tomo 8, págs. 43 y 44.
Lucas explica, después de mencionar la visita del ángel que fortaleció a Jesús en el camino al Calvario: “Y estando en agonía, oraba más intensamente; y fue su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra.” (Luc. 22:44.) Ese sudor de sangre cumplía la predicción del profeta Isaías quien, en el capítulo 63 de su libro, en los primeros tres versículos, había predicho seis siglos antes de que ocurriera, que el Redentor vendría con “vestidos bermejos,” como los de los que pisan el lagar. El apóstol Pablo declara acerca de Cristo que resistió “hasta la sangre, combatiendo contra el pecado.” (Hebreos 12:4).
El sudor de sangre no es extraño a la ciencia médica. Se lo conoce con el nombre de diapédesis. La historia de la medicina registra algunos casos] en que los pacientes, bajo los efectos de una vio lenta tensión emocional y profunda angustia mental o de un temor extraordinario, transpiraron sangre. Uno de los casos más notables fue el del rey francés Carlos IX. Acerca de la muerte de ese monarca, el filósofo Voltaire escribió: 1
“La enfermedad que terminó con él es muy rara; la sangre le afloró por todos los poros. Esta enfermedad, de la cual hay algunos ejemplos, o es el resultado de un temor excesivo, de una pasión incontrolable, o proviene de un temperamento violento y melancólico.”—Voltaire, “Oeuvres Complétes”. tomo- 18 pág. 531, 532.
Refiriéndose al mismo caso, el historiador francés De Mézeray consigna los siguientes detalles:
“Durante las dos últimas semanas de su vida su organismo realizó extraños esfuerzos. Se vio presa de espasmos y convulsiones de extrema violencia. Se movía y se agitaba continuamente, y la sangre le brotaba por todo el cuerpo, aun hasta de los poros de la piel; tanto es así que en cierta ocasión se vio bañado en sudor de sangre.”—De Mézeray, “Historie de France tomo 3, pág. 603.
El Dr. Guillermo Stroud, ex presidente de la Real Sociedad Médica de Escocia, recopiló un número de casos análogos y los publicó en 1871 en un libro titulado “Tratado de la Causa Física de la Muerte de Cristo.”
El Dr. David Russell, en su obra “Cartas Mayormente Prácticas y Consoladoras,” dijo lo que sigue acerca de la lucha de nuestro Señor Jesucristo en el Getsemaní:
“Su corazón fue excitado en forma tan antinatural, que forzó a la sangre a pasar a través del cuerpo; por eso su transpiración era comparable a grandes gotas de sangre que cayeran a tierra. La agonía de su alma debe haber sido más amarga de lo que se puede comprender, si tenemos en cuenta que su cuerpo se hallaba expuesto a la intemperie, tan luego a media noche, cuando hasta los que estaban a cubierto sintieron necesidad de defenderse del frío. Su corazón, siempre firme, estaba ahora a punto de quebrantarse, y le amenazaba una muerte inmediata; pero recordando lo mucho que le quedaba por cumplir, oró porque la copa pasara por un momento. Su oración fue oída; un ángel apareció para fortalecerle; recobró su compostura y se condujo convenientemente ante sus jueces y el pueblo, dispuesto a todo lo que había de sufrir hasta la cruz. En ésta se repitió el trance del Getsemaní. La copa le fue presentada nuevamente y esta vez la apuró hasta las heces.”—David Rusell, “Letters, Chiefly Practical and Consolatory” tomo 1, pág. 7.
En un pasaje de la sierva del Señor, ya mencionado, se nos explica que la copa no le fue quitada al Salvador, sino que fue fortalecido para soportar todo hasta el fin.
Surge manifiestamente de los relatos evangélicos que cuando Jesús exclamó: “Mi alma está muy triste hasta la muerte,” acababa de tocar los primeros peldaños de la muerte, y hubiera dejado de existir víctima de un síncope cardíaco si el ángel Gabriel no le hubiera fortalecido reponiéndole las energías con que había de continuar adelante hasta llegar a la cruz.| Conviene que puntualicemos que si bien la agonía de la cruz había sido anunciada en la profecía, en el ceremonial del pueblo de Israel no había nada que la hiciera recordar a los fieles, ya que todo sacrificio prefiguraba tan sólo la muerte de Cristo como sacrificio expiatorio. La declaración del apóstol Pablo acerca de que nuestro Señor Jesucristo “se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz,” pareciera indicar que los sufrimientos de la más cruel e ignominiosa de todas las muertes era algo adicional, más allá de su deber. Murió en la cruz, en un sacrificio expiatorio. Si nuestro Señor hubiese dado su espíritu en el huerto, nuestra salvación se hubiera consumado, pero la predicción hubiera sido distinta. Las profecías no son planes, realidades preestablecidas que los acontecimientos tienen que cumplir, sino registros anticipados que hace la Providencia, de las cosas que ocurrirán, así como la historia es el registro de los hechos pasados.
“Y el derecho se retiró, y la justicia se puso lejos: porque la verdad tropezó en la plaza, y la equidad no pudo venir. Y la verdad fue detenida; y el que se apartó del mal, fue puesto en presa: y violo Jehová, y desagradó en sus ojos, porque pereció el derecho. Y vio que no había hombre, y maravillóse que no hubiera quien se interpusiese; y salvólo su brazo, y afirmóle su misma justicia.” (Isa. 59:14-16).
Al levantarse resueltamente para retirarse del huerto de Getsemaní, Jesús pronunció las palabras: “Ha llegado la hora, y el Hijo del hombre es entregado en manos de pecadores.” (Mat. 26:45). Las sombras de la noche comenzaron a disiparse a la luz de las antorchas y linternas de la turba que se aproximaba, a la que se había unido la guardia del templo y un grupo de soldados romanos, encabezados todos por Judas y el sumo pontífice. Procedieron a prenderlo poco después de medianoche, una vez que el beso identificador de Judas lo señaló entre todos, y entonces ocurrió algo que permitió a los circunstantes advertir la divinidad que fulguraba a través de su humanidad, y que hizo que todos—sacerdotes, soldados, y Judas mismo—retrocedieran aterrorizados y cayeran en tierra.
“El ángel se retiró, y la luz se desvaneció. Jesús tuvo oportunidad de escapar, pero permaneció sereno y dueño de sí. Permaneció en pie como un ser glorificado, en medio de esta banda endurecida, ahora postrada e impotente a sus pies.”— “El Deseado de Todas las Gentes,” pág. 628.
De acuerdo con la ley hebrea el prendimiento de nuestro Señor fue ilícito por cuatro motivos: ante todo, porque estaba vedado todo procedimiento legal durante la noche, inclusive el arresto. En segundo lugar, porque estaba además prohibida la intervención de un traidor o cómplice contra un preso o convicto. La jurisprudencia hebrea no admitía que un cómplice en un delito evitara el castigo por denunciar a su o sus compañeros. En tercer lugar, porque el prendimiento debería haber sido el resultado de un mandato legal, que no existió en esa oportunidad. Por último, porque era ilícito maniatar a un hombre antes de haberlo |condenado, ya que un acusado sigue siendo inocente hasta que se ha comprobado su culpabilidad.
También las diligencias preliminares del juicio ante Anás, ex sumo sacerdote, y Caifás, sumo sacerdote actuante, se vieron viciadas de transgresiones legales. Anás interrogó a Jesús acerca “de sus discípulos y de sus doctrinas” con la esperanza de arrancarle declaraciones o confesiones que pudieran luego usarse en la denuncia, por sedición y blasfemia, urdida contra él. Los malos tratos que se le dieron también fueron ilegales, porque como acusado él estaba en su derecho al no contestar. Las audiencias también funcionaron ilegalmente porque se llevaron a cabo de noche y ante un solo juez, «y en la ley hebrea ningún magistrado estando solo podía interrogar judicialmente a un acusado ni sentarse a juzgarlo, fuera de día o de noche. Por lo tanto toda audiencia preliminar era nula, sin valor legal.
La ley hebrea requería además dos sesiones del Sanedrín, con intervalo de un día, para decidir una condenación. Únicamente en la tarde del segundo día se podía dictar sentencia final y aplicar la pena correspondiente. Se desprende del relato que hubo dos audiencias, sólo separadas por espacio de algunas horas: la primera, alrededor de las tres de la mañana, con asistencia de una parte de los miembros solamente, y la segunda, al rayar el día. con “los ancianos, los escribas y todo el concilio.” Es evidente que Nicodemo, José y otros amigos de Jesús no fueron invitados, y que el propósito de estas audiencias fue únicamente el de cumplir con las formas exteriores de lo establecido por la ley, pero eran sólo subterfugios porque otra ley prohibía celebrar audiencias antes del sacrificio matutino, como asimismo en el día que precedía al sábado, porque en caso de condena se debía celebrar una segunda audiencia en la tarde del día siguiente y estaba estrictamente prohibido celebrar audiencias durante el sábado.
En el período que medió entre ambas audiencias se transgredió todo principio de justicia al ser puesto Jesucristo a disposición de la turba para que le torturaran y ultrajasen. Esto último se hizo de una manera tan indignante que el espíritu se resiste a seguir la serie de estos episodios vergonzantes. Siglos antes, Jesucristo había anticipado por boca de los profetas lo que le había de ocurrir: “Cercáronme dolores de muerte, y torrentes de perversidad me atemorizaron.” “Hablaban contra mí los que se sentaban a la puerta, y me zaherían en las canciones de los bebedores de sidra.” “Di mi cuerpo a los heridores, y mis mejillas a los que me mesaban el cabello; no escondí mi rostro de las injurias y esputos.” (Sal. 18:4; 69:12; Isa. 50:6.)
El primer cargo que se hizo contra nuestro Señor ante el Sanedrín, con el propósito de complicarlo con las autoridades romanas, fue el de haber cometido delito de sedición. Fracasados en la primera tentativa, lo acusaron de blasfemia, que en un gobierno teocrático equivale a una forma de traición con su condigna pena de muerte. El avasallamiento de los más elementales principios de la justicia hebrea convierte este juicio en una monstruosidad jurídica sin parangón en los anales de la jurisprudencia antigua. Es que, al decir bíblico, leí juicio retrocedió; la justicia se puso lejos; la verdad cayó por las calles y aun a la equidad se le negó entrada.
Enumeraremos a continuación algunas de las irregularidades del juicio que terminó con la condenación del Inocente. La acusación era nula por su doble carácter: el de sedición y el de blasfemia. La presentación de testigos falsos estaba totalmente vedada en la ley mosaica. Por otra parte, un juez no podía promover una causa o seleccionar elementos de la acusación, por ser prerrogativa exclusiva de los testigos. Asimismo, una confesión del acusado, no corroborada, tampoco podía ser empleada para condenarlo; no obstante, en base a una confesión de esta clase, se condenó a muerte a Jesús. Además, una de las normas más extrañas de los hebreos prohibía la condenación del reo por el veredicto unánime de los jueces. Todo acusado debía tener por lo menos un amigo en los estrados que pudiera obrar en su favor. El registro bíblico declara que “lo condenaron como digno de muerte.” No hubo intercesor alguno.
El código mosaico no permitía al sumo sacerdote desgarrar sus vestiduras en ocasión alguna, porque eran simbólicas de su oficio sagrado, y la pena por hacerlo era la muerte. (Véase Levítico 21:10; 16:6.) La ley hebrea establecía que debía llegarse al veredicto por votación, comenzando por el miembro más joven del Sanedrín y terminando con el más anciano, de suerte que los miembros de menor experiencia no se sintieran trabados por la opinión de los de más alta jerarquía. En el caso que nos ocupa el voto se tomó por aclamación, a instancias del sumo sacerdote.
En la legislación hebrea, la sentencia de muerte debía ser pronunciada en la sala de Gazith, o en la de las Piedras Hendidas, en el templo. En esta ocasión es evidente que la sentencia * fue pronunciada en el palacio de Caifás y no en los lugares designados para ello. Igualmente, tanto el sumo sacerdote como sus cómplices, estaban descalificados para actuar en el juicio por haber cohechado a Judas para que traicionara a Jesús, y su culpabilidad se hizo pública al adelantarse el traidor para confesar en la misma presencia de la corte su malvado proceder. Los jueces estaban también inhabilitados para su misión por su manifiesta enemistad contra Jesús. La menor sospecha de indisposición de un juez en contra del acusado, daba a éste derecho de pedir que se lo juzgara ante otro magistrado. La mayoría de los jueces de nuestro Señor habían comprado sus cargos del gobernador romano y no habían sido elegidos conforme a las disposiciones de la ley hebrea, razón por la cual estaban igualmente descalificados para actuar legalmente. Se conocen los nombres de la mayoría de los que intervinieron en el juicio contra Jesús con el designio perverso de juzgarle y condenarle, y distintos autores judíos han expresado un juicio severo en el que señalan la indignidad con que empañaron tan altos cargos. Por el carácter que manifestaron, el Talmud los ubicaría entre los “hombres impíos.”
Incurrieron en otra falta grave contra la ley al desconocer enteramente los derechos de la defensa. Eran legión las evidencias de que Jesús era el Mesías tan largamente esperado. No sólo lo manifestaban las veintenas de profecías del Antiguo Testamento que se habían cumplido, sino también su vida intachable, su enseñanza de las Sagradas Escrituras y sus notables milagros. Los dirigentes hebreos habían llamado muchas veces la atención del pueblo a dos señales dadas por el patriarca Jacob en su lecho de muerte: “No será quitado el cetro de Judá, y el legislador de entre sus pies, hasta que venga Shiloh.” Ellos interpretaron esta profecía afirmando que cuando la nación hebrea perdiera su poder monárquico, así como su autoridad para elaborar y poner en vigor las leyes, sólo entonces el Mesías había de llegar. El Talmud registra esta expectación en la siguiente frase: “El Hijo de David no vendrá a menos que el poder real haya sido quitado a Judá,” y “el Hijo de David no habrá de venir hasta que hayan cesado los jueces en Israel. Se cumplió la primera señal cuando Nabucodonosor abatió la corona del último rey de Judá quinientos años atrás, y la segunda cuando Judá negó a ser provincia romana en el año sexto a- «e J- C., oportunidad en que se privó al Sanedrín de su autoridad judicial. Así se explica porque cuando Juan el Bautista empezó a predicar el advenimiento del Mesías, “el pueblo estaba en gran expectación.”
El juicio contra Jesús ante el tribunal romano tuvo tres etapas: la primera ante Pilato, la segunda ante Herodes y la tercera ante Pilato otra vez la primera y la última, en el palacio de Herodes en el monte de Sion, donde Pilato tenía su asiento durante sus visitas a Jerusalén. Herodes ocupó el palacio de los Macabeos. El filósofo hebreo Filón el Judío, así como otros escritores contemporáneos de aquellos gobernadores, pintaron un cuadro triste acerca del carácter de Pilato. Como tenemos conocimiento de las normas romanas que gobernaban todo juicio, estamos en condiciones de juzgar la conducta del procurador Pilato en el caso que nos ocupa.
Los judíos formularon ante Pilato tres cargos, considerados como otras tantas formas de traición contra el imperio, en contra de Jesús: delito de sedición, negativa a pagar tributo a César y pretensión de hacerse rey. Después de una entrevista en privado con el acusado, Pilato se sintió convencido tanto de la inocencia del Señor como de la animosidad de sus acusadores, y resolvió absolverle. Pero los judíos rechazaron el veredicto y presentaron nuevos cargos, entre los cuales figuraba… ¡el de ser galileo! sabiendo ellos que Pilato odiaba todo lo que procedía de Galilea.
De hecho, la sola mención de que Jesucristo era galileo, provocó en Pilato una reacción mucho más violenta de lo que sus acusadores habían previsto. La situación se tornaba embarazosa para Pilato, pero vio una oportunidad para deshacerse del problema sin necesidad de revocar su decisión inicial. Enviaría el Acusado ante la presencia de Herodes, quien estaba de visita en la ciudad con motivo de las fiestas pascuales. Como tetrarca de Galilea, reinaba como un reyezuelo bajo la hegemonía de un gobernador. De carácter disoluto. Herodes Antipas, un saduceo sin conciencia, que había dado muerte a Juan el Bautista; un hombre en que difícilmente quedaba algún vestigio de virilidad y a quien Jesús amonestó con los términos más severos, hizo preguntas al Señor que él no contestó. El rey reveló su verdadero carácter al echar mano de una venganza mezquina. En efecto, dice el pasaje bíblico: “Mas Herodes con su corte le menospreció, y escarneció, vistiéndolo de una ropa rica; y volvióle a enviar a Pilato.” (Luc. 23:11).
La negativa de Herodes de condenar a Jesús, equivalía en verdad a una absolución, y así lo reconoció también Pilato cuando explicó a los judíos que, como Herodes, tampoco él había hallado razón alguna que justificara la condenación y propuso cobardemente: “Le soltaré, pues, castigado.” Si Jesús tal como lo había reconocido Pilato, era inocente, cualquier castigo, por leve que fuera, resultaba injusto. La turba rechazó esta sugestión y pidió clamorosamente la sangre del Acusado. El próximo esfuerzo de Pilato por evitar que este inocente fuera clavado en la cruz consistió en aferrarse a la costumbre propia del gobernador de poner en libertad, en ocasión de la pascua, a un reo elegido por los judíos, cosa que hizo con la secreta, esperanza de que Jesucristo fuera el elegido. “Y en el día de la fiesta acostumbraba el presidente soltar al pueblo un preso, cual quisiesen. Y tenían entonces un preso famoso que se llamaba Barrabás. Y juntos ellos, les dijo Pilato: ¿Cuál queréis que os suelte? ¿A Barrabás, o a Jesús que se dice el Cristo?” (Mat. 27:15-17). Una traducción siríaca antigua dice: “¿Cuál Cristo queréis tener? ¿A Jesús el hijo de Abba, o a Jesús el rey?” Debían elegir entre Jesucristo el Hijo de Dios y Jesús el hijo de Abba, que había 1 declarado ser el Mesías y que en un esfuerzo por Restablecer su autoridad había promovido una insurrección sangrienta. Este no aguardaba otra coca que su sentencia de muerte como sedicioso y responsable de muchos homicidios. El pueblo decía escoger entre el verdadero Mesías y otro que no lo era sino de nombre, pero optó por el segundo y clamó por la crucifixión del Salvador.
En esos momentos recibió Pilato de su esposa un mensaje que aumentó su indecisión. En él rogaba a su marido no condenara a “este hombre justo,” pues había padecido mucho en sueños por causa de él. (En la página 732 del libro “El Deseado de Todas las Gentes” hay un relato que describe vívidamente los altibajos de la conducta de Pilato en esas circunstancias.) “Entonces tomó Pilato a Jesús, y le azotó.” (Juan 19: 1). Indudablemente Pilato resolvió castigar a nuestro Señor con la íntima esperanza de calmar a la multitud. Pero no contentos con esto le pusieron una corona de espinas, le vistieron con raídas ropas de púrpura, se mofaron de él ante la corte y le hicieron víctima de toda clase de vejámenes. Los azotes que se daban solían ser tan violentos que el número máximo permitido por los judíos era cuarenta menos uno, pero los romanos, menospreciando este límite infligían a veces tantos azotes que el condenado perdía la vida. El instrumento de tortura era un látigo compuesto de cuerdas en cuyos extremos había atadas bolas de hierro o plomo que se hundían en la carne de la espalda desnuda de la víctima. Los azotes a veces se aplicaban en otras partes del cuerpo, inclusive el rostro. Pues bien, de esta clase fueron los azotes sufridos por Jesús. Lo insinúa el texto de Isaías 52:14: “¡Cómo se pasmaron de ti muchos, en tanta manera fue desfigurado de los hombres su parecer; y su hermosura más que la de los hijos de los hombres!”
En el Vaticano hay un cuadro que representa a nuestro Señor Jesucristo con las vestiduras arrolladas hasta la cintura, los brazos atados a una columna de mármol que tienen rodeada. Está hincado sobre una rodilla y la espalda, a consecuencia de los azotes recibidos, está bañada en sangre que se derrama hasta el suelo. El látigo, ha quedado abandonado cerca, y el rostro revela gran angustia. Difícilmente podremos jamás imaginarnos lo que Jesucristo sufrió a manos de aquellos hombres rudos acostumbrados a las mayores violencias.
Luego Pilato presentó a Jesús ante la multitud expectante, vestido de ropa púrpura, con una corona de espinas, mofa de lo que para ellos era una mentida soberanía, pero con la esperanza de que un cuadro tan patético despertara su simpatía. Mas un grito único se levantó de todas las gargantas: “Crucifícale, crucifícale.” Y cuando Pilato intentó llamarlos a reflexión, exclamaron: “Nosotros tenemos ley, y según nuestra ley debe morir, porque se hizo Hijo de Dios.” Estas palabras llenaron a Pilato de temor pues recordó de la mitología romana la leyenda de unos hijos de dioses que en forma humana visitaron a los hombres quienes por no haberlos tratado bien sufrieron el furor de la venganza de sus dioses. Pilato llevó de nuevo a Jesús al interior del pretorio para averiguar más plenamente su origen y su misión, pero el Hijo de Dios se rehusó a contestarle y aseguró a Pilato que la mayor responsabilidad de su muerte recaería sobre los dirigentes hebreos. Al volver Pilato al portal del palacio era evidente que estaba decidido a soltar a Jesús y reforzar su resolución hasta con las armas si era necesario. Pero una amenaza inesperada de la multitud hizo cambiar súbitamente tan noble decisión: “Si a éste sueltas, no eres amigo de César; cualquiera que se hace rey, a César contradice.” (Juan 19:12).
Pilato sabía perfectamente qué consecuencias le aguardaban si una numerosa delegación de judíos notables iba a Roma para denunciarlo ante Tiberio, y su decisión se vio conmovida ante tan grave amenaza. Una violenta lucha se entabló en su ánimo entre su idea de hacer justicia y su posición política. Su conveniencia triunfó, y volviéndose a la multitud declaró: “He aquí vuestro Rey. Mas ellos dieron voces: Quita, quita… Díceles Pilato: ¿A vuestro Rey he de crucificar? Respondieron los pontífices: No tenemos rey sino a César. Así que entonces lo entregó a ellos para que fuese crucificado.” (Vers. 14-16). Pilato así ignoró una norma jurídica romana elemental muy difundida: “Nunca debe accederse al ocioso clamor del populacho cuando pide la absolución de un culpable o la condenación de un inocente.”
En un último esfuerzo por sustraerse a la responsabilidad de su conducta, Pilato pidió agua y, lavándose las manos delante del pueblo, dijo: “Inocente soy yo de la sangre de este justo.” Pero ciertamente toda el agua del mundo no podría lavar jamás el estigma que la historia le aplico: el de haber sido un juez injusto. Todo el procedimiento de su juicio estuvo viciado de ilegalidad desde el principio hasta el fin. El notable jurisconsulto Rosadí ha declarado: “Jesús de Nazaret no fue condenado, fue asesinado. Su martirio no fue el resultado de una justicia mal aplicada, fue un homicidio- “The Trial of Jesús,” pág. 301.
Las torturas de la crucifixión son indescriptibles. Las víctimas por lo general soportaban una agonía que se prolongaba por varios días hasta que la muerte llegaba como una liberación. Pero en el caso de nuestro Señor Jesucristo, el padecimiento físico no fue sino parte de su dolor:
“Si los sufrimientos de Cristo hubieran sido tan sólo físicos, su muerte no habría sido más dolorosa que la de algunos otros mártires. Pero el dolor corporal no fue sino una pequeña parte de la agonía del amado Hijo de Dios. Los pecados del mundo estaban sobre él, y así también lo estaba el sentimiento de la ira de su Padre al sufrir él la penalidad establecida para la ley transgredida. Su alma se sentía mortalmente abatida. Al esconder su Padre el rostro de su vista tuvo la sensación de que había sido abandonado a su propia suerte y casi se hundió en la desesperación. El Hombre del Calvario, el Inocente, conoció por amarga experiencia la separación que el pecado establece entre Dios y el hombre. Sintió en todo su peso la opresión del poder de las tinieblas. Ni un rayo de luz alumbraba el futuro. … La muerte de los mártires no puede compararse con la agonía que soportó el Hijo de Dios.”—“Testimonies,” tomo 2, págs. 214 y 215.
Es evidente que nuestro Señor no murió por la crucifixión, sino porque su corazón se quebrantó. Hablando por boca del salmista, el Hijo de Dios había señalado lo que había de producir su muerte, cuando dijo: “Mi corazón me falta.” (Sal. 40:12.) “La afrenta ha quebrantado mi corazón.” (Sal. 69:20, 21.) La ciencia médica atestigua de más de un paciente que murió de quebrantamiento de corazón. Algunos de los casos fueron consignados en el libro “La Causa Física de la Muerte de Cristo,” del Dr. David Rusell, obra citada anteriormente, en la que dice lo que sigue a propósito de la muerte de Jesús:
“En esta cruz se repitió el trance del Getsemaní. La copa le fue presentada y esta vez la apuró hasta las heces. En el Calvario su angustia alcanzó el punto más alto y le arrancó aquella amarga exclamación: ‘Dios mío. Dios mío, ¿por qué me has desamparado?’… ¡Misterioso delirio! Únicamente puede explicárselo a la luz de la naturaleza de su muerte… Por último, expiró no bajo la maldición del agotamiento ocasionado por el sufrimiento físico o la pérdida de sangre… sino a causa del terrible sufrimiento producido por la tortura mental… Era demasiado penoso, demasiado abrumador para la naturaleza soportarlo y, literalmente, esto quebrantó su corazón.”—”Letters, Chiefly Practical and Consolatory” tomo 1, pág. 7.
Otro autor comenta la muerte de Cristo en estas [palabras: “La causa inmediata de su muerte es fuera de toda duda el quebrantamiento de su corazón, causado por agonía mental.”—C. G. Keikie, “The Life and Works of Christ” pág. 783.
Asimismo, en las páginas 781 y 782 de la misma obra, el autor describe los sufrimientos físicos de Jesús, basado en la historia y en los anales médicos. También el autor Joseph Renán, en su obra “Life of Jesús,” dice:
“La singular atrocidad de la crucifixión consistía en que la víctima podía vivir tres o cuatro días en tan terrible situación pendiente del instrumento de su tortura. La hemorragia procedente de las manos y los pies pronto se detenía y no resultaba fatal. La verdadera causa de la muerte estaba en la posición antinatural del cuerpo, con los graves disturbios consiguientes para la circulación; en los terribles dolores de cabeza y del corazón y, finalmente, en el endurecimiento de las extremidades. Las víctimas de constitución vigorosa morían simplemente de hambre… Todo indica que un repentino desgarramiento de un vaso cardíaco motivó su muerte (la de Cristo).”—Joseph Renán, “Life of Jesús,” págs. 182, 183.
Además del anuncio profético hay varias evidencias vinculadas a su muerte que demuestran que Jesús murió por quebrantamiento del corazón. La primera la hallamos en el hecho de que murió a las seis horas de su crucifixión. Ella ocurrió tan rápidamente que Pilato mismo se sorprendió de que el fin hubiera sido tan súbito, ya que otros habrían alcanzado a vivir en la cruz una semana entera. Otra evidencia estriba en que murió repentinamente en medio de terrible agonía, cuando no había indicación aparente de que el fin se acercaba. La muerte le sobrevino después de un grito angustioso, denunciador de que su fortaleza física tan sólo podía ser doblegada por el quebrantamiento de su corazón. De acuerdo con los médicos, cuando la muerte sobreviene como consecuencia del estallido del corazón, “el paciente se lleva repentinamente la mano al pecho y emite un grito desgarrador.” Si se diseca el corazón inmediatamente después de ese accidente, fluyen del pericardio sangre coagulada y suero con apariencia de agua—algunas veces en grandes cantidades, —precisamente lo que ocurrió cuando el soldado, para cerciorarse de si había muerto, atravesó con la lanza el costado de Jesús.
El Dr. Guillermo Stroud, luego de ofrecer el testimonio de diversas autoridades médicas sobre casos de personas que murieron de quebrantamiento del corazón, acompañado de la aparición en el pericardio de sangre coagulada y suero, resume sus conclusiones de la siguiente manera:
“En suma puede afirmarse con certeza que entre la agonía mental que el Salvador soportó en el huerto de Getsemaní, y el abundante sudor mezclado con sangre coagulada que le siguió, debe haberse producido una violenta palpitación cardíaca; es ésta el único trastorno conocido que pudo haber sido al mismo tiempo el resultado de lo primero [la angustia mental], y la causa de lo segundo [la transpiración como gotas de sangre]. Actualmente se reconoce como causa determinante de la muerte de Cristo, el quebrantamiento del corazón debido a su agonía mental… —”The Physical Cause of the Death of Christ,” págs. 155, 156.
Concluiremos el estudio de este punto con una declaración de la sierva del Señor en su notable obra “El Deseado de Todas las Gentes,” págs. 752 y 753.
“Al entregar su preciosa vida, Cristo no fue sostenido por un gozo triunfante. Todo era lobreguez opresiva. No era el temor de la muerte lo que le agobiaba. No era el dolor ni la ignominia de la cruz lo que le causaba agonía inenarrable… Sintiendo el terrible peso de la culpabilidad que lleva, no puede ver el rostro reconciliador del Padre. Al sentir el Salvador que de él se retraía el semblante divino en esta hora de suprema angustia, atravesó su corazón un pesar que nunca podrá ser comprendido plenamente por el hombre. Tan grande fue esta agonía que apenas le dejaba sentir el dolor físico…
“Lo que hizo tan amarga la copa que bebía, y quebrantó el corazón del Hijo de Dios, fue el sentido del pecado que atraía sobre él, como substituto del hombre, la ira del Padre.”