Es posible que en medio de un rico ministerio, un ministerio que nos mantenga ocupados haciendo muchas cosas y haciéndolas bien, perdamos gradualmente el sentido de lo sagrado. Puede ocurrir que, imperceptiblemente, adoptemos un modo de pensar mundano. De la misma manera, puede ocurrir que nuestro servicio de adoración cambie lentamente su carácter hasta que las oraciones sean puramente formales, la predicación un ejercicio intelectual y de entretenimiento, y las horas pasadas juntos nada más que un momento de camaradería en agradable compañía, como si se tratara de un club cristiano que se ha vuelto a reunir. Entonces dejamos de ser ministros del Evangelio para transformarnos en funcionarios eclesiásticos.

¿Son remotas estas posibilidades? Me atrevo a sugerir que en absoluto; y aún más: Surgen como amenazas impetuosas en la vida de cada ministro a medida que el siglo XX se acerca a su fin. Verdaderamente, a menos que nos demos cuenta de las fuerzas que amenazan secularizar el ministerio y estemos alerta para conservar el carácter sagrado de nuestra vocación, podemos, con las mejores intenciones, caer en la trampa del secularismo. Es necesario considerar dos aspectos: la presión que inevitablemente seculariza el ministerio, y la forma como puede ser resistida.

Es innegable que vivimos en una era secularizada. Lo que estamos enfrentando es mucho más terrible que los movimientos teológicos radicales, tales como el de la muerte de Dios (que estuvo de moda en la década de 1960), o el del clérigo cristiano que ya no cree en la divinidad de Cristo ni en un más allá. Más bien, enfrentamos un torrente cultural, una marejada de ideas corrosivas. Ese torrente, esa marejada, se pueden sintetizar mediante esta frase: “La autosuficiencia del hombre”. Nos encontramos con una filosofía que es la prueba definitiva de la verdad, y su tecnología, el amo del universo.

Las corrientes filosóficas que han puesto al hombre en el mismo centro del universo tienen una larga historia. Sin embargo, nuestra era es diferente debido a que el hombre ha eliminado en forma más amplia a Dios de su pensamiento. Durante doscientos años -desde el iluminismo- Occidente se ha apartado más y más del concepto universal que afirma la necesidad y aun la posibilidad de lo sobrenatural. En el siglo XX, esta era increíble de exploraciones y descubrimientos durante la cual el hombre ha dejado sus huellas en el polvo de la luna y ha vencido temibles enfermedades, éste parece creer, como nunca antes, que gobierna el universo. Como dijo cierto escritor: “Dios se ha desintegrado; nosotros somos sus pedazos”.

Un doble desafío: externo e interno

El secularismo actual amenaza corroer el sagrado ministerio desde afuera y desde adentro.

Afuera está la presión del ambiente que trata de explicar y juzgar la obra del pastor desde un punto de vista puramente humano. La sociología, la psicología y la antropología pretenden tener acceso a los recintos más íntimos de la experiencia cristiana, y salir de ellos con “explicaciones” de lo que es la conversión, el Espíritu Santo y la predicación. No tenemos conflictos con la ciencia humana propiamente dicha; nuestra preocupación consiste en que debe reconocer sus límites, de modo que el ministro no crea que lo que hace se puede explicar totalmente mediante la aplicación de métodos “científicos”.

De la misma manera, al tratar el asunto del éxito en la obra de un pastor, corremos el riesgo de querer aplicar criterios extradenominacionales para calificarnos a nosotros mismos y a los demás ministros. Vivimos en medio de una sociedad que todo lo mide por el éxito, y es inevitable que el ministerio se vea afectado por esta actitud. Pero, ¿cómo medir el éxito de los pastores? ¿Debe serlo sólo o principalmente sobre la base de frías estadísticas, es a saber, el número de bautismos y el monto de las ofrendas que logra obtener?

Si las presiones externas provocadas por el secularismo son serias, las internas son aún más siniestras. Lo que enfrentamos aquí es la propia imagen del ministro: Cómo se ve a sí mismo y la obra que realiza. Tomemos el caso del éxito, por ejemplo. ¿Se considera el ministerio como un constante ascenso, de modo que el pastor debe ser trasladado de una iglesia pequeña a una más grande, y así sucesivamente, hasta que por fin ocupe un puesto administrativo? A un hombre que trabajó durante cuarenta años en una pequeña iglesia rural, ¿se lo considera fracasado?

Indisolublemente unido al concepto de sí mismo que tenga el ministro, está el concepto que tenga de la iglesia. Desde el punto de vista puramente humano, ésta es una institución sujeta a todas las leyes y fallas de otras organizaciones humanas. (Sin duda, en este sentido, un estudio de la historia de la iglesia puede ser muy desalentador.) El ministro, después de muchos años de servicio, corre el peligro de volverse desconfiado de la naturaleza humana. Ve cómo algunos hombres “avanzan” en el ministerio; cómo son “promovidos” algunos de sus compañeros de seminario. Gradualmente puede disminuir su confianza en sus compañeros en el ministerio, y considerar que la iglesia es sólo campo propicio para las maniobras de la política y el afán de poder.

Lo que estamos considerando aquí es fundamental para el ministerio. Cuando la luz se ha apagado y el fuego se ha extinguido, cuando el servicio se torna monótono, todo está perdido: El ministro se convierte en un funcionario eclesiástico. Lenta, imperceptiblemente, ha sido arrastrado por la marejada del secularismo.

¿Qué podemos hacer?

¿Cómo podemos proteger nuestro ministerio de una tragedia semejante? ¿Cómo podemos preservar el elemento clave del ministerio: Lo sagrado? Las siguientes sugerencias pueden ser de ayuda.

1. Conservemos su trascendencia. “Así, pues, téngannos los hombres por servidores de Cristo, y administradores de los misterios de Dios” (1 Cor. 4:1). Hay una profunda verdad en estas palabras, es decir, que la obra- del ministerio sagrado siempre debe abarcar una dimensión trascendente. Rudolf Otto, en su libro The Idea of the Holy, tiene un término pintoresco para describir a la Deidad: Mysterium tremendum. Es decir, nuestra obra implica siempre lo sobrenatural, lo que es siempre un misterio constante para la humanidad. Ese misterio es Dios.

Creo que debemos examinar continuamente nuestra manera de pensar si hemos de resistir la marejada del secularismo. Vez tras vez debemos dirigirnos estas preguntas de franca evaluación: a) ¿Qué estoy haciendo que no podría hacer el hombre autosuficiente? Es decir, ¿qué hay de diferente en mi ministerio? b) ¿Cómo me clasifico a mí mismo: como funcionario eclesiástico o como mayordomo de los bienes de Dios? c) ¿Está Dios en el centro o en la periferia de mi ministerio, o está ausente de él?

2. El ministerio de la Palabra. En Hechos 6:4 encontramos el concepto que tenían los apóstoles del ministerio: “Y nosotros persistiremos en la oración y en el ministerio de la palabra”. En forma significativa, el consejo final de Pablo a Timoteo repite este pensamiento: La Escritura obra para que el hombre de Dios sea “perfecto, enteramente preparado para toda buena obra” (2 Tim. 3:16).

La preparación moderna de un ministro implica conocimientos de administración, psicología general, psicología pastoral y sociología. Dada la naturaleza de los tiempos que corren, el tremendo aumento del conocimiento y la siempre creciente complejidad del papel del pastor, es imprescindible que adquiera tal instrucción. Pero se debe hacer sonar la campana de alarma. ¿Es el ministro algo más que un administrador, un consejero o un asistente social? Ciertamente corre el riesgo de no ser nada más que eso y, por consiguiente, ejercer un ministerio secularizado.

¿Qué es, entonces, lo especial en su preparación y su ministerio? ¿No es, según los apóstoles, “el ministerio de la palabra”? Es decir, el ministerio de alguien cuya vida entera y cuyo servicio están enraizados en la Palabra, nutridos por la Palabra, moldeados por la Palabra. Gracias a la Palabra que predica (no se limita a disertar o entretener), evangeliza (no se limita a lograr que las multitudes se convenzan), realiza obra pastoral (no se limita a aconsejar) y sirve (no se limita a trabajar para una organización religiosa).

Hagamos frente a la cruda realidad: Cualquier ministro que sea negligente en el estudio personal de la Palabra, no la puede impartir. No importa qué diga, estará por debajo del nivel que Dios le señaló; estará recorriendo el camino de la secularización del ministerio.

3. Dependencia del Espíritu Santo. Al escribir a los corintios convertidos, Pablo describe de la siguiente manera el cambio producido en su estilo de vida, y la manera como éste se realizó: “Ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios” (1 Cor. 6:11). Jesús mismo habló de la obra del Espíritu Santo de este modo: “Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es” (Juan 3:6).

Como ministros cristianos, debemos rechazar definitivamente el concepto de la autosuficiencia del hombre. Debemos negarlo para toda la humanidad. Todos necesitamos la salvación que recibimos sólo por medio de la gracia. Por eso, también necesitamos negar esa autosuficiencia en nuestro trabajo. Constantemente debemos recordar que las cosas espirituales se disciernen espiritualmente (1 Cor.2: 14), que solamente por medio del Espíritu Santo el hombre puede llamar “Señor” a Cristo. (1 Cor.12:3.) Debemos orar diariamente para que nuestro ministerio posea el poder que confiere el Espíritu.

4. Pasión por el bienestar de la humanidad. En Hechos 10:38 se resume como sigue el ministerio del Maestro: “Como Dios ungió con el Espíritu Santo y con poder a Jesús de Nazaret, y cómo éste anduvo haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos del diablo, porque Dios estaba con él”.

Pero, ¿no es cierto que muchos visitadores sociales tienen profunda preocupación por la humanidad? ¿Acaso no puede el hombre secularizado llevar a cabo actos humanitarios? No negamos ambas posibilidades, pero afirmamos que el carácter distintivo del ministerio cristiano consiste en seguir el modelo divino y obrar con el poder de Alguien que no vino para ser servido sino para servir (Mar. 10:45), Alguien que no se aferró a su semejanza a Dios, sino que se despojó a sí mismo y tomó la forma de siervo. (Fil. 2:5-11.)

Con semejante motivación, el ministerio cristiano jamás podrá degenerar en el simple cumplimiento de un horario, en la acumulación de datos para un informe o en la recolección de fondos. Conservará el brillo de la vida de Jesús, el Amigo y el Ayudador de la humanidad.

El Misterio (el carácter trascendente de Dios), la Palabra, el Espíritu y el servicio abnegado. La combinación de todos estos elementos nos librará de que nuestro ministerio se secularice. Entonces seremos capaces de enseñar a nuestras congregaciones la diferencia que existe entre lo sagrado y lo profano. (Eze.44:23.) Entonces estaremos capacitados para dirigir la actividad más elevada que pueda desarrollar la humanidad: La adoración. Entonces no mediremos nuestro éxito por el lugar donde hemos’ sido llamados a trabajar. Entonces conservaremos el carácter sagrado del ministerio que se nos ha confiado.

Sobre el autor: Es profesor asociado de la cátedra correspondiente a Nuevo Testamento en la Universidad Andrews, ubicada en Berrien Springs, Michigan, Estados Unidos.