Lo que convencionalmente se dio en llamar “meditación trascendental” y que hoy practican millares de personas en todo el mundo, no puede, en rigor de verdad, ser considerado meditación, y mucho menos trascendental.

 “Meditar es ejercitar el espíritu en la reflexión seria”, dice Tomás Merton. Y “trascendental” se refiere a algo “superior, muy elevado, sublime”. Y eso no ocurre con los que se dedican a esa llamada práctica meditativa, traída por famosos “gurús” de la India, y presentada al mundo occidental como una nueva fuente de paz y felicidad.

Con palabras sencillas y en forma resumida quiero presentar en qué consiste la “meditación trascendental” que está tan en boga, qué es la genuina meditación cristiana, y cuáles son los resultados de practicarla.

Existe una gran variedad de “ejercicios de meditación”, cultivados y enseñados principalmente por los maestros orientales a través de siglos. Este, por ejemplo: El individuo empieza por acomodarse confortablemente en un lugar silencioso. Después procura desligarse de cualquier preocupación o pensamiento y, entonces, comienza a contar su respiración. Concentra firmemente y con persistencia toda su atención en esa actividad. El propósito de esto consiste en lograr que todo el ser esté implicado en esa enumeración. Cuenta hasta diez, y empieza de nuevo. Lo hace cada día, durante quince a veinte minutos.

La llamada “meditación trascendental”, introducida en Occidente por el hindú Maharishi Mahesh logi, y que, lo decimos nuevamente, es sólo un presuntuoso título, consiste en lo siguiente: “Consiga un lugar confortable donde nadie lo interrumpa, afloje los músculos, cierre los ojos, respire naturalmente y, durante quince o veinte minutos, repita silenciosamente un “mantra”, o sea, una palabra cualquiera, o una frase sin sentido cada vez que expira el aire. Eso concentra la mente en un solo objeto, y ayuda a escapar de los problemas y ansiedades que le impiden al cuerpo vencer la tensión y conseguir una relajación profunda”.

Hay un sinnúmero de “ejercicios de meditación”. Varían de acuerdo con las “escuelas” que los divulgan, pero no caben en el propósito de este artículo.

Los que se dedican a la práctica de esas “meditaciones” aseguran que experimentan una sensible mejoría en su vida psíquica. Duermen mejor, se preocupan menos, trabajan más y se sienten mejor de salud. Hasta cierto punto, esto puede ser verdad. En un mundo trepidante, de intensa y febril actividad, donde la mayor parte de las personas viven al borde de la neurosis, cualquier pausa que el hombre haga en forma metódica, apartándose del exceso de trabajo, para estar a solas consigo mismo, proporcionará al cuerpo y la mente alguna sensación de descanso y paz, aun cuando no esté revestida de un significado más profundo. Pero este tipo de meditación no tiene el poder de mejorar la vida espiritual porque no pone al que lo practica en contacto con la fuente de todo bien, que es Dios. En el mejor de los casos, es un buen ejercicio para la mente y el cuerpo.

Hay, no obstante, otra clase de meditación que eleva al hombre a una atmósfera de pureza y alegría, que enciende en él la llama de la fe y la esperanza, que despierta las energías latentes en lo profundo del ser. El apóstol Pablo, que conocía muy bien las enseñanzas filosóficas y religiosas de sus días, y que descubrió finalmente la excelencia del conocimiento de Cristo y la genuina comunión con Dios, escribió: “Desecha las fábulas profanas… porque el ejercicio corporal para poco es provechoso, pero la piedad para todo aprovecha, pues tiene promesa de esta vida presente, y de la venidera” (1 Tim. 4:7, 8).

La meditación cristiana, cuyo propósito es la comunión con Dios, es una práctica indispensable para el desenvolvimiento espiritual de toda persona que aspira a alcanzar la madurez de la fe y el gozo inefable de la comunión con el Creador del universo.

La meditación cristiana y la oración van siempre juntas. El que. medita acerca de las grandes verdades del Evangelio, el que permanece en silenciosa contemplación de Cristo, de su-infinito amor, de su sacrificio, de sus hermosas promesas, no puede dejar de presentar, por medio de la plegaria, su tributo de gratitud, su deseo de perdón, su determinación de vivir una vida mejor, más útil, plena de significado y alegría.

Con respecto a este tan importante aunque olvidado tema, escribió Elena G. de White:

a) “Sería bueno que cada día dedicásemos una hora de reflexión a la contemplación de la vida de Cristo. Debiéramos tomarla punto por punto, y dejar que la imaginación se posesione de cada escena, especialmente de las finales. Y mientras nos espaciemos así en su gran sacrificio por nosotros, nuestra confianza en él será más constante, se reavivará nuestro amor, y quedaremos más imbuidos de su Espíritu” (El Conflicto de los Siglos, pág. 63).

b) Refiriéndose a Jesús, dice: “Hallaba sus horas de felicidad cuando estaba a solas con la naturaleza y con Dios. Siempre que podía, se apartaba del escenario de su trabajo, para ir a los campos a meditar en los verdes valles, para estar en comunión con Dios en la ladera de la montaña, o entre los árboles del bosque” (Id., pág. 69).

c) “Nosotros también debemos destinar momentos especiales para meditar, orar y recibir refrigerio espiritual… La oración y la fe harán lo que ningún poder en la tierra podrá hacer” (El Ministerio de Curación, pág.407).

La meditación, como medio de poner al hombre en comunión con Dios, es una necesidad básica de la naturaleza humana. Dios nos hizo así porque no quería que nos sintiéramos felices cuando estuviésemos alejados de él. “Inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en ti”, exclamaba San Agustín. Los patriarcas, los profetas e incluso nuestro mismo Señor Jesús practicaron la meditación. Hablando de Isaac, dice el relato bíblico: “Había salido Isaac a meditar al campo, a la hora de la tarde” (Gén. 24:63).

Todos los salmos de David son el fruto de largas y tranquilas horas de meditación. El salmista declara: “En mi meditación se encendió fuego, y así proferí con mi lengua” (Sal. 39:3). En otra ocasión escribió: “¡Oh, cuánto amo yo tu ley! Todo el día es ella mi meditación” (Sal. 119:97).

Ese fue el secreto de la vida de David, tan plena de entusiasmo e inspiración. Desde su juventud, en medio de frecuentes vicisitudes y aun en las horas de crisis y vacilaciones, pudo rehacer su vida espiritual porque mantuvo comunión con su Señor. Conocía el lugar de la meditación y la oración.

Estas, ejercitadas diariamente en el refugio secreto de la comunión, serán también en nuestra vida el medio más eficaz de acercamiento al trono de la gracia divina, para recibir allí el poder que necesitamos para llevar una vida victoriosa y feliz. Si usted las experimenta y persevera en ellas, quedará sorprendido ante los dulces frutos de este proceder cristiano, cuyo origen se remonta a los días de la creación. Para ayudarlo en esta sublime aventura, presentamos algunas sugerencias prácticas:

1) Elija una hora apropiada. Para algunos, la mejor hora será por la mañana, antes de comenzar con las tareas del día. Para otros será mejor de noche, durante las horas más silenciosas. Podría ser también durante el día. Depende de las circunstancias de cada uno. Sería mejor que, siempre que fuera posible, fuese a la misma hora todos los días.

2) Elija un lugar tranquilo. Puede ser una habitación, un aposento destinado a la oración o debajo de un árbol. Debe haber silencio para poder meditar y orar sin interferencias. Nada debe distraer ni desviar la atención. La naturaleza es una excelente aliada de la meditación. Siempre que sea posible, dediqúese a la meditación en el marco de una puesta de sol, o ante algún otro cuadro de la naturaleza.

3) Concéntrese en sus pensamientos. Deje de lado sus preocupaciones y procure dirigir la mente hacia el tema de su meditación. Procure sentir el placer de la comunión con Dios. Si la imaginación se desvía, tráigala nuevamente al tema de meditación. Con el andar del tiempo tendrá mayor dominio de su mente. Es aconsejable tener a mano papel y lápiz para anotar algún asunto que se le ocurra, y que usted tratará de realizar después. Si lo anota en el papel, dejará de importunarlo durante la meditación.

4) Busque el auxilio de libros devocionales. Para aprovechar al máximo la hora de meditación, eche mano de su Biblia. La Palabra de Dios debe estar siempre presente cuando se desea estar en comunión con el Creador. No lea apresuradamente. En esta hora el propósito no es leer mucho, sino leer y meditar, oír la voz de Dios por medio de su Palabra. Use también otros libros de contenido espiritual. Yo aconsejaría comenzar con la Biblia (los Evangelios) y con El Camino a Cristo. Hay, además, otras obras excelentes que se prestan, en forma inmejorable, para la meditación: El Deseado de Todas las Gentes, Palabras de Vida del Gran Maestro, El Discurso Maestro de Jesucristo, El Conflicto de los Siglos, El Ministerio de Curación, etc.

5) Oración y alabanza. No se le debe dar un carácter demasiado formal al momento cuando el alma se acerca a Dios por medio de la comunión. Pero la oración y la alabanza deben estar presentes. Se puede orar al comenzar la meditación, al terminar, y en cualquier momento cuando sintamos el deseo de decirle algo a Dios. Hablemos con él, pero oigamos también lo que él tiene que decirnos en esa hora. Al entonar un himno conocido que brota del corazón, imperceptiblemente el hecho de meditar en su amor, su misericordia y sus promesas completa el gozo de la comunión con el Padre celestial. A veces la alabanza puede expresarse de otra manera, no necesariamente por medio del canto. Puede ser por medio de una expresión de gratitud, una exclamación, como por ejemplo: “¡Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios!” (1 Juan 3:1). ¿No fue ésta una hermosa expresión de alabanza del apóstol Juan al meditar en el inefable amor de Dios?

6) ¿Cuánto tiempo debo emplear en la meditación? No se puede prescribir un período igual para todos. Aconsejaríamos comenzar con quince minutos diarios. Podrá aumentar el tiempo a medida que crezca su interés en la meditación. Es posible que llegue a dedicar hasta una hora o más a la meditación con Dios. El gozo de la comunión es progresivo. Algunos dicen que la grandeza de un hombre se mide por su capacidad de comunión con Dios.

¿Quisiera comenzar hoy mismo esta nueva y emocionante aventura?

Dice la mensajera del Señor: “Al entrar en comunión con el Salvador, entramos en la región de la paz” (El Ministerio de Curación, pág. 93).

Pruebe y verá.