La santificación consiste en dar a Dios la gloria, glorificarlo en nuestra vida, es decir, en nuestra conducta moral, en nuestra existencia cotidiana, en nuestras relaciones sociales. La santificación consiste en vivir una vida santa, llena del amor de Dios. ¿Cuál es la belleza y el secreto de la santidad? ¿Cuál es la relación que existe entre la santificación, la justificación y la reconciliación?

Pablo dice: “No sois vuestros. Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios” (1 Cor. 6:19, 20).

La reconciliación con Dios por medio del sacrificio de Cristo en la cruz requiere nuestros afectos, nuestra voluntad, nuestra fe, a fin de que él pueda concedernos la justificación. Pero el propósito de la justificación es la santificación. Dios nos salva para restaurar en nosotros la imagen moral que tenía el hombre al principio.

Cristo no está dividido. No nos ofrece el perdón como un don aislado. Cristo se nos ofrece a sí mismo y no solamente su perdón. No se nos ha llamado para que nuestros sermones giren en torno del tema de la justificación y la santificación, sino alrededor del Cristo viviente, de su incomparable amor y de las bendiciones que nos concede. Recibimos justicia y santidad al recibirlo a él. Él es nuestro mensaje, nuestra meta, nuestro modelo, nuestra salvación; y él es el mismo ayer, hoy y mañana.

Dios le dijo al antiguo Israel lo que está registrado en Levítico 11:44: “Sed santos, porque yo soy santo”. En el Nuevo Testamento Pedro escribe a los cristianos: “Como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo” (1 Ped. 1:15, 16). Como cristianos, adoramos y servimos a un Dios santo, al Dios de Israel, de Abrahán y de Jacob.

Servimos al mismo santo Dios que en el principio creó al hombre a su propia imagen y que instituyó el sábado para la comunión del hombre con Dios; el mismo Dios santo que llamó a Israel a salir de Egipto para recordarle que debía guardar su santo sábado; el mismo Dios que le dio la santa ley y el Evangelio escrito. A este Dios, Jesús lo llamó su Padre y dijo: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14:9). Jesús fue reconocido por los demonios como el Santo. Fue santo. No conoció pecado, pero tenía pleno conocimiento del amor, la compasión, la abnegación y la obediencia incondicional a su Padre celestial; una obediencia capaz de ir aun hasta la muerte. Prefirió la muerte antes que la desobediencia. Confesó: “He guardado los mandamientos de mi Padre” (Juan 15:10).

Santidad y pecado son dos cosas diametralmente opuestas. No hay terreno neutral entre ellas. Si no somos santos y no nos rendimos a la entera posesión de Cristo, Satanás no tendrá barreras que le impidan llegar al corazón y destruir en él la imagen de Dios. Elena G. de White declara: “Sin… santidad, el corazón humano es egoísta, pecaminoso y malvado” (Testimonies, tomo 2, pág. 445). La santidad es uno de los atributos fundamentales de la naturaleza de Dios.

Las Escrituras, por lo tanto, hacen de la santidad el requisito principal e indispensable que nos hará idóneos para obtener la vida eterna. En Hebreos 12 leemos: “Seguid… la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (vers. 14).

Cierta vez un hombre en la calle desafió al gran predicador Moody, diciéndole:

—¿Por qué nos pide que dejemos de fumar? La Biblia no nos exige eso para nuestra salvación.

Moody pensó un momento, y dijo:

—Es cierto, pero la Biblia nos advierte en su último libro que “ninguna cosa inmunda” entrará en la Nueva Jerusalén. (Apoc. 21:27.)

Una cosa es verdad: La santidad o santificación no es una opción.

Jesús declaró: “Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios” (Mat. 5:8).

Con el propósito de vivir una vida santa, debemos primero tener un corazón santo, porque “la santidad del corazón produce acciones justas”. Se nos dice: “La ausencia de espiritualidad, de santidad, nos induce a cometer acciones injustas, y nos lleva a la envidia, el odio, los celos, las malas sospechas y todo pecado odioso y abominable” (Testimonies, tomo 2, pág. 445).

David, rey de Israel, descubrió que aun los líderes de la causa de Dios -los que debieran ser ejemplos del rebaño- que han sido una vez santificados, no necesariamente permanecen siempre en ese estado. El cayó en una gran falta moral, que incluía un asesinato premeditado y un adulterio encubierto. Pero Dios es santo y lo puso en evidencia. En su misericordia envió al profeta Natán para despertar la conciencia de David. Luego del sacudón, despertó. Se arrepintió profunda-mente en saco y ceniza. Tan sincero fue su arrepentimiento que formuló una confesión pública que aparece en el Salmo 51. Y aquí descubrimos que David le pidió a Dios algo más que perdón. Suplicó: “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí. No me eches de delante de ti, y no quites de mí tu Santo Espíritu. Vuélveme el gozo de tu salvación, y espíritu noble me sustente” (Sal. 51:10-12).

Se requiere nada menos que un poder creador, el poder del Dios creador, para transformar el corazón, para convertir en santo a un pecador cuya vida gira en torno de sí mismo.

Es un milagro de la gracia que el santo Dios de Israel, el Creador del cielo y de la tierra, se deleite en descender hasta el corazón arrepentido y hacer en él su morada, como templo suyo.

 “Porque,’ así dijo el Alto y Sublime, el que habita la eternidad, y cuyo nombre es el Santo: Yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados” (Isa. 57:15).

¿Cómo podemos recibir la belleza de la santidad y mantener el gozo que proporciona? La santidad es algo más que dejar de pecar, algo más que perdonar, algo más que moralidad. La santidad es una Persona, la persona de Dios, de Jesucristo, del Espíritu Santo.

Entonces, ¿cuál es el secreto de la santidad? Elena G. de White nos da una hermosa respuesta: “Aceptar a Cristo como Salvador personal, y seguir su ejemplo de abnegación, es el secreto de la santidad” (Seventh-day Adventist Bible Commentary, tomo 6, pág. 1117). Cuán simple, profunda y práctica es esta respuesta. Es el Evangelio en su plenitud. Cristo nunca perdona a una persona sin reclamarla como suya para que ande en novedad de vida con él.

En cierta ocasión los fariseos y escribas hipócritas le trajeron a Jesús una mujer sorprendida en el acto mismo de adulterio, y le preguntaron si debían apedrearla de acuerdo con lo establecido en la ley de Moisés. Jesús contestó: “El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella” (Juan 8:7). Cuando todos se fueron, Cristo le dijo a la acongojada mujer: “Ni yo te condeno; vete, y no peques más” (Vers. 11).

Este es un ejemplo de santidad manifestada como amor. Acepta la sincera contrición con perdón y amor, y además, restaura y da poder. Jesús le dio a la vez a la mujer justificación y santificación, perdón y poder para obedecer, salvación y renovado respeto propio. Elena G. de White menciona que esta mujer penitente llegó a ser una de las más fervientes seguidoras de Cristo, y que retribuyó la misericordia del Maestro con amor abnegado y devoción. “Al levantar a esta alma caída, Jesús hizo un milagro mayor que al sanar la más grave enfermedad física. Curó la enfermedad espiritual que es para muerte eterna” (El Deseado de Todas las Gentes, pág. 426).

En Jericó, Cristo se detuvo frente a un sicómoro, y al levantar la vista contempló el rostro del sorprendido Zaqueo -el despreciado cobrador de impuestos-, y le dijo: “Zaqueo, date prisa, desciende, porque hoy es necesario que pose yo en tu casa” (Luc. 19:5). ¿Quién de ustedes pondría objeciones si Jesús deseara ir a visitarlo a su casa?

Mientras la multitud se disgustaba porque Jesús había ido a comer a la casa de “un pecador”, en el alma de Zaqueo se producía la convicción de sus pecados, y ya había comenzado a hacer planes para devolver lo que había defraudado. En su amor y su lealtad hacia su nuevo Maestro, confesó públicamente sus pecados, con sincero arrepentimiento. En presencia de la multitud dijo: “He aquí, Señor, la mitad de mis bienes doy a los pobres; y si en algo he defraudado a alguno, se lo devuelvo cuadruplicado” (Luc. 19:8).

Jesús respondió: “Hoy ha venido la salvación a esta casa por cuanto él también es hijo de Abraham. Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido” (Luc. 19:9, 10).

La primera respuesta de Zaqueo al amor de Cristo fue amar con compasión a sus semejantes que sufrían. Esto es santificación. Leemos en El Deseado de Todas las Gentes, pág. 555: “Ningún arrepentimiento que no obre una reforma es genuino”.

La justificación y la santificación están indisolublemente unidas como los dedos están unidos a la mano. La fe que obra por amor constituye la plenitud del Evangelio.

Amor perfecto es lo que significan las difíciles palabras de Jesús registradas en Mateo 5:48: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto”. La clave para descubrir el secreto de este mandato se encuentra en el contexto de esta misma declaración, que también es una promesa:

 “Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen también lo mismo los publicanos? Y si saludáis a vuestros hermanos solamente, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen también así los gentiles? Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mat. 5:43-48).

¿Nos damos cuenta del carácter de nuestro Padre? Ama imparcialmente a todos los hombres. Ama a los buenos y a los malos. ¿Incomprensible? Sí, pero es verdad.

Tenemos un Dios sorprendente. Su amor es maravilloso. El Padre desea ver que la manifestación de su amor perfecto hacia nosotros se refleje en todos sus hijos hacia los demás, no solamente en el futuro, en el cielo, sino ahora. Aquí, en medio de la oscuridad del odio y la violencia de esta tierra. Nos llama para ser luces en el mundo, de modo que todos puedan ver cómo es Dios. Debemos ver en todos los hombres, aun en nuestros más acérrimos enemigos, candidatos para el cielo. El énfasis que se percibe en el mandato de Jesús que encontramos en Mateo 5:48 se aplica, por lo tanto, no a la justificación sino a la vida santificada, al carácter semejante al de Dios.

 “Debemos ser centros de luz y bendición para nuestro reducido círculo así como él lo es para el universo. No poseemos nada por nosotros mismos, pero la luz del amor brilla sobre nosotros y hemos de reflejar su resplandor. Buenos gracias al bien proveniente de Dios, podemos ser perfectos en nuestra esfera, así como él es perfecto en la suya” (El Discurso Maestro de Jesucristo, pág. 67).

Debemos darnos cuenta de que por nosotros mismos no podemos librarnos del pecado. No podemos ni salvarnos ni santificarnos. Pero si aceptamos a Cristo como el Maestro perfecto de nuestra vida cuando llama a la puerta de nuestro corazón, y ponemos las riendas en sus manos, estaremos finalmente en el bando de los victoriosos. Porque “para esto apareció el Hijo de Dios, para deshacer las obras del Diablo”. “Confiad –dijo–, yo he vencido al mundo” (Juan 16:33).

Muchos cristianos creen que Cristo sólo nos libra de la culpa, y por eso sólo ven en él al Perdonador. Por eso también hay poco gozo, poder y victoria en. sus vidas.

O somos vencedores, o somos vencidos. Cristo ya pasó por el sendero que nosotros tenemos que recorrer. No hay otro camino para vencer las tentaciones que el que ya recorrió Cristo. Lo hizo por nosotros, como nuestro representante y nuestro ejemplo. Jesús confió en la sabiduría y el poder de su Padre. No admitió pecado alguno, ni en pensamiento, porque estaba preparado para la batalla gracias a la presencia del Espíritu Santo en su corazón. No sólo así como él venció nosotros podemos vencer, sino –y esto es básico- porque él venció nosotros podemos vencer. Su victoria puede ser nuestra si la solicitamos en su nombre. (Continuará.)