Las preocupaciones de alguien que era presidente de un campo y se lo llamó a enseñar, y cómo resolvió el problema.
“¿Por qué dejó dejó usted la presidencia de una Asociación para venir a enseñar?”, me preguntó cierta vez un estudiante, dándome la oportunidad de reflexionar de nuevo acerca de una experiencia personal que viví dentro de mi misma alma. Era la oportunidad de compartir lo que había aprendido en cuanto a mí mismo y mi relación con mi iglesia, en el proceso de un llamado que resultó desafiante, revelador y animador.
Todo comenzó con un llamado para entrar en el mundo académico, y que continuó por medio de un proceso de adaptación a un nuevo ambiente. Comparto aquí algunos descubrimientos personales, con la esperanza de que mi historia ayude a alguien a comprenderse un poco mejor.
Confianza en Dios
Lo primero que aprendí es que me resultaba sumamente difícil confiar en la providencia divina. La verdad es que, por raro que parezca, Dios, aparentemente, hace lo que uno menos espera. En mis sueños y mis planes nunca me vi enseñando en un seminario. Hace unos años me encontré con Gerhard Hasel, en ese entonces decano del seminario, mientras me estaba trasladando para servir en la Asociación de Ohio. Acababa de terminar mi doctorado en Ministerio, y él me invitó a trabajar en la Universidad Andrews.
Tuve una buena razón para rechazar: ya le había dado mi palabra a la Asociación. Pero la verdad era que no se trataba de algo a lo que yo aspirara. Respetaba a los profesores y apreciaba su increíble contribución a la misión de la iglesia, a saber, modelar y preparar pastores, profesores y eruditos para servir a la obra mundial. Pero a mí me gustaba estar en el frente de batalla. Me consideraba un hombre de acción, necesitaba estar en el campo.
El Dr. Hasel falleció, pero las conversaciones se reiniciaron hacia fines de 1999 con el departamento de Ministerio Cristiano de la Universidad. Por cortesía, yo no quería cenar la puerta definitivamente, pero cada vez que conversábamos aparecía la invitación. Tenía un poco de temor. Me gustaba mi trabajo como presidente de la Asociación de Nueva York; amaba a los miembros y los pastores de nuestras iglesias, los cristianos más fantásticos que he conocido. Habíamos enfrentado muchos desafíos juntos con oración y en amistad. Disfrutaba de mi trabajo y no lo quería dejar. Mi familia y yo habíamos vivido casi ocho años en Nueva York. ¿Quería Dios realmente que fuéramos a otro lugar? Tal vez la Asociación necesitaba de nuevas energías y una nueva visión. Es posible que Dios quisiera que fuéramos a la Universidad y que eso fuera lo mejor para nuestros hijos. Le pedí al Señor, en oración, que hiciera desaparecer el llamado de la Universidad, pero no lo hizo.
Cuando se me invitó a participar de una entrevista, no acepté. Insistieron en que se realizara por vía telefónica. ¿Debía cerrar la puerta definitivamente o dejar que Dios dirigiera la situación? No pude escapar de la entrevista telefónica, de modo que dejé la puerta abierta. La entrevista influyó sobre mí y quedé con la impresión de que Dios estaba guiando las cosas. En verdad, ése fue el punto decisivo. Mi esposa, Joni, acostumbra decir que Dios tiene un propósito para todo, y que obra por medio de las cosas pequeñas y las impresiones más sencillas. Aprendí que ella tenía razón.
Mi carrera frente a mi familia
La segunda lección que aprendí es que había estado poniendo el trabajo por sobre mi familia. Lo habría negado enfáticamente antes de este traslado, tal como muchos de los que están leyendo mi historia lo hacen ahora. En verdad, yo protestaba contra esa idea.
Cada vez que recibimos un llamado, Joni y yo oramos, conversamos sobre el asunto y tomamos en cuenta a nuestros hijos. Incluso cuando estábamos interesados en un llamado no contestábamos hasta estar seguros de que ellos iban a estar bien. Cuando estaba comenzando mi ministerio, oí que a un dirigente se le hizo la siguiente pregunta durante un congreso: “Con todos los viajes que usted hace, ¿cómo encuentra tiempo para estar con sus hijos?” Él respondió: “Ya le dije a Dios que yo lo serviría y que él cuidara de mis hijos”. Reaccioné, secretamente, con incredulidad y disgusto: yo era mejor que él, puesto que le daba prioridad a mi familia. Por lo menos, eso era lo que yo creía hasta que se me puso a prueba.
Mientras consideraba la invitación del Seminario, la oportunidad de tener otra vez con nosotros a nuestro hijo menor era un factor importante. Le quedaban por cursar tres años de Arquitectura, y nos daba la oportunidad de tenerlo con nosotros durante todos esos años. Nuestra hija se estaba poniendo de novia con un joven que planeaba continuar sus estudios en Andrews. Estar cerca de ellos era un deseo de mi corazón y era una situación perfecta para Joni. Aun así, me resistí. Ahora entiendo que el amor al trabajo a veces era más importante para mí que el bienestar de mi familia. Y casi dije “No”, sin tomar en cuenta sus necesidades. Reconocer las prioridades y cambiarlas ha sido sorprendentemente difícil para mí.
Estos descubrimientos no son las declaraciones de un alma perfecta. Usted está viendo el real tejido de la humanidad. Las confesiones, en general, surgen de momentos de luchas y reflexiones. Ocurre algo bueno cuando nos vemos sin las máscaras que tanto usamos, al punto de olvidarnos de quiénes somos verdaderamente. Y eso ocurre hasta con las máscaras consideradas respetables.
El poder versus el amor
Mi identidad se había entrelazado con mi trabajo de dirigente de la iglesia. Ésa era una mala señal. Joni siempre decía que yo había perdido el sentido del humor, y yo respondía que todo lo que estaba haciendo, en realidad, era manifestar prudencia. La gente, en especial los empleados de la iglesia, podrían tomar muy en serio mis palabras. Algunas veces, en son de broma, yo decía que había aprendido que una expresión de amor compartida con mis hermanos en mi infancia podría desanimar a alguien. Tenía que ser cuidadoso en beneficio de los demás. Pero, sin sentido del humor yo no era yo. Era sólo el presidente de la Asociación.
Mientras consideraba el llamado de la Universidad, me di cuenta de que mi identidad de líder de la Asociación era como un “sobretodo” que uno se pone y se puede sacar. La gente, al verme, veía el “sobretodo”, y me sorprendía su reacción. Cuando usaba el “sobretodo” tenía amigos por todos lados y se me atendía en detrimento de otras personas. El “sobretodo” administrativo marcaba la diferencia. ¡Me sentía tan bien con eso!… que me olvidé de que me lo podían sacar y dejarlo en un rincón.
Mi historia no es única ni extraordinaria. Es sólo una manifestación de la humanidad que todos compartimos. Yo creía que mi puesto jamás me afectaría, y que mi identidad permanecería inalterada. Pero cuando me preparaba para sacarme el “sobretodo”, me sorprendí preguntándome si podría ser feliz sin él. Cuando me lo saqué, las atenciones hacia mi persona también cambiaron. Es curioso, pero algunas personas me tratan ahora en forma diferente. Cuando me ven sin el “sobretodo” administrativo, se sienten libres de decir lo que realmente piensan.
Estimarme por lo que realmente soy es una opción mejor que tener una identidad inducida. Eso no es fácil. Amar y ser amado verdaderamente es más difícil que asumir una determinada identidad. ¿Podríamos decir que el poder es un terrible sustituto del amor?
Ser o hacer
La última lección que aprendí es que podemos desarrollar una dependencia espiritual al ser una bendición para los demás. Ésa debe ser una preocupación genuina para todos los que sirven en el nombre de Dios. Mis dones espirituales se adaptaron al ministerio del liderazgo. Mis habilidades naturales complementaron esos dones. Creo que Dios verdaderamente me dirigió y me usó en mi trabajo durante los años pasados. Me capacitó para ayudar al campo que serví. La gente, con frecuencia, me expresaba su gratitud por mi liderazgo. Me relacioné sinceramente con los que servía, y eso es bueno. Y también es peligroso.
Mi conciencia de haber sido aceptado por Dios y mi paz interior se habían ligado a mi trabajo. Había una bendición real y tangible; el tipo de bendición que todos buscamos. Cuando me daba cuenta de que estaba siendo una bendición para los demás, me sentía aceptado y encontraba mi ubicación en el mundo. La necesidad que la gente sentía de mí me proporcionaba una sensación de autenticidad personal. Entonces pasaba a depender de eso y sabía que podía perderlo cuando todo acabara; es decir, cuando dejara de ser presidente.
Cuando entendí esto, llegué a la conclusión de que debía aceptar el llamado de la Universidad. Dios me estaba guiando para seguridad de mi alma. Mis años en la Asociación de Nueva York serán siempre el punto culminante de mi ministerio. Fueron años llenos de la bendición de Dios. Pero los desafíos de la jomada actual también son un gran aprendizaje. La vida es un eterno aprendizaje; y ¿qué lugar mejor puede haber para aprender que un seminario?
De manera que la respuesta al estudiante que me interrogó debería haber sido: “Vine a aprender”.
Sobre el autor: Profesor de Historia de la Iglesia y director del doctorado en Ministerio en la Universidad Andrews, Berrien Springs, Michigan, Estados Unidos.