Me preocupan algunos sermones que se predican en las ceremonias de ordenación. Noto que, por o general, se limitan a precisar el papel del pastor, determinar cuáles son sus responsabilidades y desafiarlo a cumplir fielmente su vocación.

Pero, más allá de esos aspectos, hay otros dos temas que no se deberían olvidar. El primero: el pastor ha sido llamado a ser discípulo. El segundo: también debe hacer discípulos. La más elevada función del pastor, en la actualidad, es seguir personalmente a Cristo e invitar a otros para que se unan al grupo de sus discípulos. Recordemos que Jesús llamó primero a los apóstoles para que fueran discípulos, y recién después ministros. El discipulado precedió a la ordenación. Eso parece tan obvio, que tendemos a ignorarlo cuando se trata de determinar las funciones de los pastores. Incluso, al subestimar esa cuestión fundamental, podemos estar minimizando la esencia de nuestro llamado; a saber, convertirnos en discípulos para hacer discípulos.

El reducir la importancia del discipulado tiende a desviar nuestra atención hacia cosas menos importantes. Creo, por ejemplo, que todo pastor debe ser un líder, pero el liderazgo sin discipulado puede producir resultados monstruosos. Si procuramos un modelo de liderazgo que no se preocupa por el discipulado, terminaremos aplicando técnicas administrativas en lugar del poder del Espíritu Santo, y los resultados serán trágicos. No es raro observar las tristes consecuencias de anteponer las ideas humanas a los modelos bíblicos; el marketing, por ejemplo, a la oración.

Aunque los blancos y los objetivos sean importantes y necesarios, el llamado de Dios a los pastores hoy es que desarrollen el discernimiento espiritual y sigan los pasos de Cristo. Moisés logró poder espiritual en medio de la aridez del desierto, y no rodeado de la fastuosidad de la corte de Egipto. Pablo tampoco aprendió las lecciones del discipulado en las sesiones del Sanedrín, sino en el desierto de Arabia. Y ellas hicieron de él un gran líder.

Hace algunos años anoté algunas ideas, cuyo autor no recuerdo, acerca de los peligros que entraña el encarar superficialmente el tema del discipulado. Éstas son:

Una apariencia de piedad. Una actitud de confusión de la piedad genuina con la aparente satura a la sociedad, la política y el mundo de los negocios. En algunos ambientes, a la gente le agrada la apariencia de piedad; volverse conocido como una persona religiosa pareciera ser garantía de éxito. Se habla mucho de Cristo, pero hay poca disposición a obedecerlo. El reconocimiento de la grandeza de Jesús es la firma al pie del recibo del precio del discipulado. Hace ya mucho tiempo que los discípulos de Jesús debemos dedicarnos menos a nuestra alabanza personal y mucho más a la aceptación de los requerimientos de Jesús.

Rechazo a la autoridad. Vivimos en el seno de una sociedad que adoptó una posición contraria a la obediencia a los Mandamientos; en verdad, la obediencia les suena a legalismo. “¡Que nada restrinja nuestra libertad!” es el clamor general. Pero aquí reside el peligro del abandono de la responsabilidad. Cuando llegamos a la conclusión de que el individuo es el más importante de todos los valores, y afirmamos que cualquier autoridad destruye nuestra libertad, estamos en peligro: el “ego” se vuelve la autoridad suprema y la satisfacción propia se convierte en el ídolo que reemplaza a la sumisión.

Cambio cultural. Algunos han llegado a la conclusión de que el mensaje y el estilo de vida de la Biblia son cosas del pasado. Las Escrituras se descartan como algo intrascendente en esta era de la inteligencia artificial y la alta tecnología. Después de todo, ¿qué pueden tener en común los hombres de ciencia del siglo XXI con los pescadores del mar de Tiberíades? ¿Que presiones podría haber experimentado un pastor hebreo si las comparamos con las de la vida moderna? Al pensar de esta manera, la gente establece patrones que concuerdan con sus propios criterios, en lugar de esforzarse por descubrir los patrones de alcance universal. Desprecian la Biblia como guía del discipulado.

Modelos defectuosos. La cuarta barrera en el camino del discipulado es la más grande de todas: a muchos creyentes e instituciones religiosas les resulta difícil aprender algo acerca del carácter de Dios y de Jesucristo; pero ser discípulo significa imitar al Maestro.

Discípulo es alguien que comprende el pensamiento de Jesús. Después de eso, viene la capacidad para hacer discípulos. La gente entiende y acepta nuestras acciones antes de creer en lo que decimos. Cuando se exalte a Jesús en la vida de sus discípulos, multitudes se sentirán atraídas hacia él.