Las mismas razones por las que la gente se sentía atraída a Jesús deben llevar a la iglesia a llamar la atención del mundo de hoy.

Había ciertos griegos entre los que habían subido a adorar en la fiesta. Estos, pues, se acercaron a Felipe, que era de Betsaida de Galilea, y le rogaron, diciendo: Señor, quisiéramos ver a Jesús” (Juan 12:20, 21).

¿Quiénes eran los griegos a los que se refiere este texto? Los gentiles que se convertían al judaísmo y aceptaban la circuncisión recibían el nombre de “prosélitos” A los que no se decidían por la circuncisión, se los llamaba “religiosos”. En Juan 7:35 se asignaba a los judíos de la dispersión el apelativo peyorativo de griegos. Pero, en este caso, el contexto nos permite deducir que se trataba de prosélitos.

La expresión traducida como “griegos”, en este pasaje, es é helenes, que se aplicaba a los griegos de nacimiento que no eran judíos. Curiosamente, el escritor presenta el detalle de que Felipe -un judío con nombre griego- “era de Betsaida”, es decir, de Galilea. En Isaías 9:1 el profeta dice que “Galilea” era “de los gentiles” y era, a su vez, una región fronteriza; de manera que Felipe, aunque judío, provenía de un lugar que geográficamente estaba más cerca de los gentiles. En Juan 12:22 se nos dice que “Felipe fue y se lo dijo a Andrés”, que también era de Betsaida (Juan 1:44). Y los llevaron y se los presentaron a Jesús.

Elena de White observa que “estos hombres vinieron del Occidente para hallar al Salvador al final de su vida, como los magos habían venido del Oriente al principio”.[1]

Hay algo de metafórico en la manera en que esos griegos se acercaron a Jesús. Así lo entiende Mario Veloso, cuando dice: “Si los griegos representan al mundo no judío, la manera de acercarse a Cristo por medio de los apóstoles puede significar que el evangelio llegará a todo el mundo por medio de los discípulos del Señor. Cristo no irá personalmente a todas las naciones de la tierra, pero sus discípulos sí; y llevarán a la gente a Cristo”.[2]

La motivación de la búsqueda

Había en Jesús algo que atraía a la gente de los más diversos estratos sociales. Un carisma nada común; un extraordinario magnetismo. los griegos no fueron la excepción. “Ellos habían descubierto en la religión de los judíos algo que los atraía, pero que no los satisfacía. Oyeron hablar acerca de Jesús, el profeta de Nazaret, durante la fiesta, y ciertamente había curiosidad en ellos, pero no podemos olvidar que también habían venido a buscar la verdad y el consuelo del espíritu”.[3]

El texto que estamos estudiando manifiesta que ellos se encontraban entre los que habían ido a Jerusalén para “adorar en la fiesta”. Tanto el verbo “adorar” (proskunéo) como “ver” (oráo) se usan, en el cuarto Evangelio, con un fuerte sentido religioso. En Juan 3:3, el verbo ver tiene el sentido de “experimentar”, “participar”. “El pedido que los griegos le hicieron a Felipe corresponde con la invitación que éste le hizo a Natanael: Ven, y ve” (Juan 1:46). Los griegos, sin embargo, no necesitaban de una invitación, pues ellos mismos manifestaron su deseo de acercarse a Jesús. Querían conocerlo, tener con él una experiencia personal (ver) en relación con la luz, que es Jesús, y con la gloria (resplandor), que es su amor (Juan 1:14)”.[4]

El encuentro de los griegos con Jesús no fue sólo de tipo social; fue esencialmente espiritual.

El evangelista no menciona la conversación de los griegos con Jesús, y se limita a referirse a lo que les respondió: “Ha llegado la hora para que el Hijo del Hombre sea glorificado” (Juan 12:23). La palabra “hora”, en el Evangelio de Juan, se refiere al momento señalado por Dios para que el Hijo obrara. La idea que probablemente surge aquí es la de que la conversación habría girado en torno de algún homenaje humano que los griegos le habrían querido ofrecer. Amin Rodor acepta la idea de que “las palabras de Jesús sugieren que los griegos no sólo querían tener una entrevista con el Maestro, sino también le presentaron una alternativa, una oportunidad de llevar a cabo su misión sin tener que sufrir. Era como si le hubieran dicho: Venga con nosotros; lo necesitamos. Con nuestra filosofía, le daremos una vida mejor’. Sin duda, ésa era una tentación para el Maestro”.[5]

Desde un punto de vista teológico, este pasaje sería paralelo al de Mateo 4, donde encontramos a Jesús en el desierto, frente a la tentación de recuperar el mundo sin tener que pasar por la cruz: “Todo esto (este mundo con toda su gloria) te daré, si postrado me adorares” (Mat. 4:9). Si recordamos que el encuentro de los griegos con Jesús sucedió tres días antes de su muerte, la hipótesis de una “propuesta griega” armoniza con el contexto bíblico (Juan 7:34-36; 12:20-23). Cristo rechazó la gloria del mundo y optó por la glorificación del nombre de Dios, lo que se cumpliría en la cruz. La cruz sería el imán que atraería hacia él tanto a judíos como a griegos (Juan 12:32).

Cualidades físicas

Al llegar a este punto de nuestras consideraciones, vendría al caso preguntar: ¿Qué había en Jesús que atraía a los griegos? ¿Qué clase de hombre era el que los griegos querían ver? Es interesante considerar algunos factores:

Primero, pensemos en las propiedades físicas de Jesús. Los griegos, especialmente los espartanos, admiraban las aptitudes físicas de la gente. La valorización de esos dones estaba relacionada con el militarismo. La estética helénica no siempre estaba relacionada con la belleza en el sentido moderno del término. Para los atenienses, la belleza se relacionaba, más bien, con concepciones metafísicas. La verdadera belleza era invisible, pero el espíritu la podía apreciar.

El texto de Isaías 53:2: “No hay parecer en él, ni hermosura (…) para que le deseemos” sugiere dos lecturas: 1) Estética: no tenía dones físicos espectaculares; y 2) Espiritual: no concordaba con las expectativas judías; es decir, la idea que se habían formado los judíos respecto del Mesías no armonizaba con la figura de Jesucristo. Por lo tanto, no debemos confundir belleza física con cualidad física.

El hombre a quien los griegos querían ver aparece en los evangelios con admirables atributos físicos. Se levantaba de madrugada y trabajaba todo el día (Luc. 4:42); pasaba noches sin dormir (Luc. 6:12; Mar. 6:48); hacía largas caminatas (Mat. 7:31). Sí, el Jesús al que los griegos querrían ver no era el de los cuadros de los artistas del Medioevo, que habían caído en el feminismo de la teología mariana: un ser frágil, con rasgos femeninos. Ya que era hijo de un carpintero, oficio que ejerció hasta iniciar su ministerio público, estaba acostumbrado a llevar a cabo trabajos manuales exigentes, que seguramente le habían ejercitado los músculos.

Su integridad

“¿Quién de vosotros me redarguye de pecado?” (Juan 8:46), es decir: “¿Quién de ustedes me puede señalar algún pecado que yo haya cometido?” Ésa fue la pregunta que Jesús formuló cierta vez. El tema de la bondad aparece en la filosofía clásica. Los temas éticos y morales sirvieron para urdir la trama del tejido social griego. En Israel, la teología mosaica era fuente de interminables debates entre las diversas escuelas de pensamiento de Jerusalén. Con su impecabilidad, Jesús estaba concentrando en sí mismo los intereses de la filosofía y la religión de la época.

El Nuevo Testamento sugiere la idea de que la superioridad moral y espiritual de Cristo es el resultado de sus dos naturalezas: la natural y la sobrenatural. Nadie, en su sano juicio, diría lo que él dijo si no fuera lo que él fue. Su naturaleza humana y su naturaleza espiritual estaban amalgamadas. Como lo afirmó Leonardo Boff, al parafrasear a Kart Barth, era tan humano que sólo podía serlo si era Dios.[6] Jesús era el hombre-Dios y el Dios-hombre.

La moral predicada y vivida por Cristo no era el resultado de un fundamentalismo religioso. Los textos que siguen destacan la integridad moral y espiritual del Maestro: “Cómo Dios ungió con el Espíritu Santo y con poder a Jesús de Nazaret, y cómo éste anduvo haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él” (Hech. 10:38). “El cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca” (1 Ped. 2:22). “Le dijo Pilato: ¿Qué es la verdad? Y cuando hubo dicho esto, salió otra vez a los judíos, y les dijo: Yo no hallo en él ningún delito” (Juan 18:38). “Y estando él sentado en el tribunal, su mujer le mandó decir: No tengas nada que ver con ese justo; porque hoy he padecido mucho en sueños por causa de él” (Mat. 27:19). “Y cuando el centurión vio lo que había acontecido, dio gloria a Dios, diciendo: Verdaderamente este hombre era justo” (Luc. 23:47).

Los griegos admiraban las virtudes de los que estaban dispuestos a pagar el precio que se debía pagar por poner en práctica sus respectivas creencias. En la memoria colectiva de los atenienses, la figura mítica de Sócrates evocaba elevados valores morales y espirituales. Sí, el hombre a quien querían ver los griegos era íntegro y espiritual.

Una sabiduría privilegiada

Su profunda percepción teológica se manifestó cuando, a los doce años, participó de un encuentro con los sabios de Jerusalén (Luc. 2:42-47). Lucas nos dice que “todos los que le oían, se maravillaban de su inteligencia y de sus respuestas” (vers. 47), y termina afirmando: “Y Jesús crecía en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres” (vers. 52). El tema de la inteligencia psíquica y espiritual satura este Evangelio. Dieciocho años después, cuando predicó su sermón inaugural en Nazaret, “todos daban buen testimonio de él, y estaban maravillados de las palabras de gracia que salían de su boca, y decían: ¿No es éste el hijo de José?” (Luc. 4:22).

En Capernaum, después de un sermón sabático, muchos “se maravillaban de su doctrina, porque su palabra era con autoridad”. En la misma oportunidad, su enseñanza llamó la atención, pues todos “se admiraban de su doctrina, porque su palabra era con autoridad […] Y estaban todos maravillados, y hablaban unos a otros, diciendo: ¿Qué palabra es ésta, que con autoridad y poder manda a los espíritus inmundos, y salen?” (Luc. 4:32, 36). ¿Cuál era el origen de esa sabiduría extraordinaria? Cuando habló en Galilea, sus oyentes preguntaron: “¿De dónde tiene éste estas cosas? ¿Y qué sabiduría es ésta que le es dada?” El asombro aumentó cuando recordaron los lazos familiares de Jesús, que les resultaban misteriosos: “¿No es éste el carpintero, hijo de María, hermano de Jacobo, de José, de Judas y de Simón? ¿No están también aquí con nosotros sus hermanas? Y se escandalizaban de él” (Mar. 6:2, 3).

Esa relación enigmática entre la excepcional sabiduría de Cristo y sus modestos orígenes también aparece en el Evangelio de Juan. Cuando Natanael se enteró de dónde procedía Jesús, comentó con ironía: “¿De Nazaret puede salir algo de bueno?” (Juan 1:46). Pero, el encuentro personal de Natanael con Jesús bastó para derribar los prejuicios. “Respondió Natanael y le dijo: Rabí, tú eres el 1 lijo de Dios; tú eres el Rey de Israel” (vers. 49). Natanael enunció esa profesión de fe después de que Cristo le hubo revelado los secretos de su vida (vers. 47, 48). Jesús conocía a fondo la naturaleza humana. Juan afirmó: “Y no tenía necesidad de que nadie le diese testimonio del hombre, pues él sabía lo que había en el hombre” (Juan 2:25). En el Evangelio de Juan, seguimos descubriendo que los judíos se asombraron de la sabiduría del Maestro de Galilea. Cierta vez, se preguntaron: “¿Cómo sabe éste letras, sin haber estudiado?” (Juan 7:15). Esa pregunta tenía que ver con la educación formal de Jesús; sugiere que él no había asistido a las instituciones de enseñanza de la época. En opinión de un crítico de la historia del cristianismo, “Jesús asistió poco a las escuelas más notables de los escribas, los soferim (es posible que haya habido en Nazaret), y no tuvo ninguno de los títulos que, a los ojos del vulgo, otorgan el derecho de saber. Con todo, sería una gran equivocación calificar a Jesús de ignorante”.[7]

Elena de White comenta al respecto: “El Niño Jesús no recibió instrucción en las escuelas de las sinagogas. Su madre fue su primera maestra humana […] El que había hecho todas las cosas, estudió las lecciones que su propia mano había escrito en la tierra, el mar y el cielo. Apartado de los caminos profanos del mundo, adquiría conocimiento científico de la naturaleza. Estudiaba la vida de las plantas, los animales y los hombres […] Continuamente trataba de sacar de las cosas que veía ilustraciones con las cuales presentar los vivos oráculos de Dios.[8] Los escritos del Antiguo Testamento atestiguaban que el Mesías tendría dotes intelectuales admirables: “Palabras hermosas bullen en mi mente; mi lengua es como la pluma de un buen escritor. ¡Voy a recitar mi poesía ante el rey!” (Sal. 45:1, DHH).

Creer y pensar

La erudición moderna reconoce que, “a pesar de que Cristo habla de la fe como un proceso de existencia trascendental, no anulaba, por eso, el arte de pensar; al contrario, era un Maestro excepcional en ese arte. Cristo no se refería a una fe sin inteligencia”.[9]

Joachim Jeremías, en su libro Teología do Novo Testamento, dedica una sección al análisis de las “maneras de hablar que prefería Jesús”,[10] y reconoce el intelecto superior del Maestro. Y así ocurrió hasta con los enemigos de Cristo, cuando admitieron que “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!” (Juan 7:46). Ni siquiera Salomón se podía comparar con él (Mat. 12:42). El hombre a quien los griegos querían ver no era un carpintero simplote ni un revolucionario, en el sentido político del término. “La mente de Jesús es muy amplia. Casi todas las ciencias lo pueden contar entre sus notables […] Jesús, el orador, el poeta, el pensador; en todas las disciplinas se lo coronó con los laureles de la victoria. Sin duda, su mente era brillante”.[11]

El evangelio no predica una fe ciega. Creer en el Nuevo Testamento no es un suicidio intelectual: creer también es pensar.[12]

Resumiendo: los griegos representan el mundo. Jesús es la personificación de la iglesia. Si él es la medida de lo que significa ser un cristiano, entonces los atributos que encontramos en él, salvo las limitaciones obvias, se deben verificar en la iglesia. Ha llegado la hora de que se manifieste una nueva encarnación. Si Jesús encarnó a la iglesia, del mismo modo la iglesia debe encarnar a Jesús, debe hacerlo visible. Ésta no es una idea nueva. Si Cristo es la Palabra personificada, según el Evangelio de Juan (Juan 1:1), en el Evangelio de Mateo es la Palabra viva transmitida por la iglesia (Mat. 28:16-20). Si es la Luz del mundo (Juan 9:5), la iglesia debe ser la luz y la sal de la tierra, con sus influencias visibles e invisibles (Mar. 5:13-16).

¿Qué clase de iglesia desean ver los griegos modernos? Una iglesia semejante a Jesús.

Sobre el autor: Pastor de la iglesia central de Fortaleza, Ceará, Rep. del Brasil.


Referencias:

[1] Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes (Buenos Aires. Asociación Casa Editora Sudamericana, 1990), p. 574.

[2] Mario Veloso, Comentario do Evangelho de Joao (Tatuí, SP: Casa Publicadora Brasileira, sin fecha), p. 259.

[3] Egidio Gioia, Notas e Comentarios á Harmonía dos Evengelhos (Rio de Janeiro, RJ: Juerp, 1987), p. 282.

[4]  luan Mateos y Juan Bárreto, O Evangelho de Joao (Sao Paulo, SP: Edi^óes Paulinas, 1989), p. 528.

[5]  Ainin Rodor, Temas 1 – Cristologia, anotaciones de clases, SALT/1AENE, 1991.

[6] Leonardo Boff, Jesús Cristo – Libertador (Petrópolis, RJ: Editora Vozes, 1986), p. 131.

[7] Ernest Renán, Vida de Jesús (Sáo Paulo, SP: Martin Claret, sin fecha), p. 98.

[8] Elena C de White, Ibíd., pp. 50, 51.

[9] Augusto Jorge Cury, Analise da Inteligencia de Cristo o Mestre dos Mestres (Sáo Paulo, SP: Academia de Inteligencia, 1991), p 18.

[10] Joachim Jeremías, Teología do Novo Testamento (Sáo Paulo, SP: Ediciones Paulinas, 1977), pp 23-50.

[11] Olio Borchert, O Jesús Histórico (Sáo Paulo, SP Ediciones Vida Nova, 1990), pp. 156, 158

[12] John R. Stott, Crer é Também Pensar (Sáo Paulo, SP: ABU, 1978), p. 7.