En los primeros días de la iglesia cristiana primitiva encontramos una condición muy humana: había murmuraciones. Eso indujo a los apóstoles a realizar un concilio y a designar diáconos, para que los apóstoles mismos quedaran libres para “el ministerio de la palabra” (Hech. 6:4). Sin embargo, no fue Pedro, sino el Señor Jesús mismo “profeta, poderoso en obra y en palabra”, el que se convirtió en la cabeza de la noble sucesión de predicadores a la que pertenece cada ministro. (Luc. 24:19.)

Nuestro Señor nunca escribió un libro, pero la gente “le oía de buena gana” (Mar. 12:37). Comenzó su gran ministerio predicando en las sinagogas de las aldeas “en toda Galilea” (Mar. 1:39).

Eran lugares de reunión de pequeñas comunidades, y ninguno de ellos tenía capacidad para acomodar a grandes auditorios. Hasta la aldea más pequeña tenía una sinagoga, y las ciudades más grandes tenían varias; en Jerusalén había entre trescientas y cuatrocientas sinagogas.

Después de realizar dos giras, acompañado por sus discípulos quienes así tenían la oportunidad de aprender su mensaje y sus métodos, el Maestro los envió a predicar como seis pequeños grupos evangélicos. Recorrieron los mismos lugares a donde él había ido, ¿y cuál fue el resultado? Cuando regresaron junto a Jesús para recibir instrucción adicional y consejo, “muchos los vieron ir… y… fueron allá a pie desde las ciudades”, de modo que cuando el Maestro llegó tenía un auditorio de cinco mil personas esperándolo (Mar. 6:32-44).

Tal era la popularidad de Jesús como orador. Pero es aún más notable que su popularidad haya permanecido hasta el mismo fin, porque durante la última semana de su ministerio público las autoridades judías eran incapaces de impedir que enseñara en los patios del templo, porque “todo el pueblo estaba en suspenso oyéndole” (Luc. 19:48). ¡Qué cosa maravillosa sería si nosotros como ministros de la palabra con nuestra predicación atrajéramos multitudes tan grandes de oyentes a tal punto que los enemigos no pudieran acercársenos!

¿Cuál es el secreto del éxito de Jesús como predicador? Lo más importante era su vida, sus oraciones, su dedicación, y su unción, cada uno de estos aspectos es digno de recibir nuestro estudio personal, pero este conjunto de cualidades era utilizado por Jesús para formar ciertos métodos de trabajo que haremos bien en considerar.

El notable comentario que hace Mateo al finalizar su relato del Sermón del Monte es que la gente estaba impresionada por la “autoridad” con la que él hablaba. (Mat. 7:29.) Era una autoridad nacida de la certidumbre de las cosas que les presentaba. A Nicodemo, el primer dirigente judío que fue impresionado por sus enseñanzas, le dijo: “Lo que sabemos hablamos” (Juan 3:11). El Predicador Maestro había estudiado los rollos sagrados, había pensado cabalmente en ellos en meditación y oración, y había obtenido convicciones positivas. Podía hablar con autoridad porque sabía, y él sabía que sabía. Sin embargo, no era un predicador que gritaba por las calles. “No gritará, ni alzará su voz, ni la hará oír en las calles” (Isa. 42:2). Era más bien un maestro fervoroso que hablaba especialmente en las pequeñas sinagogas y en los pórticos de los patios del templo. Los funcionarios que fueron enviados a prenderlo quedaron tan impresionados que la única explicación por no haber cumplido con su deber fue: “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este Hombre!” (Juan 7:45-48). Cuán impresionados debieron quedar para arriesgarse a sufrir la reprensión y las burlas de aquellos que los habían enviado.

Vale la pena examinar el relato para ver qué dijo Jesús en la fiesta de los Tabernáculos cuando ocurrió este incidente. Una vez más resulta evidente la autoridad basada en la experiencia personal: “Mi doctrina no es mía” (Juan 7:16). Posteriormente les aseguró que cualquier persona podía descubrir por sí misma acaso su mensaje provenía de Dios.

Resulta evidente además una humildad genuina que glorificaba a Dios. A Jesús le preocupaba mucho si él o cualquier otra persona en sus discursos públicos buscaba honrarse a sí mismo o únicamente honrar a Dios. (Juan 7:18; 8:49-55; 5:41-44.) Sin duda que su confianza y su humildad eran unidades que constituían el secreto del “valor” que la gente reconocía en él. Sabiendo perfectamente que buscaban su vida, se maravillaban de que hablara tan valientemente. Esto los impresionaba profundamente. (Juan 7:25, 26.)

Su mensaje antes que su actitud ejerció un gran efecto sobre la gente y los alguaciles. Era doctrinal y oportuno. Cada día durante esa última semana de la fiesta, la gente había observado la solemne ceremonia de la extracción del agua que corría por el valle de Cedrón al estanque de Siloé, y que era llevada con cantos y procesiones de los levitas al altar y derramada en conmemoración de la oportunidad cuando Dios les proporcionó agua fresca de la roca a los sedientos israelitas.

Toda la noche anterior había habido fiesta en el Patio de las Mujeres, que estaba brillantemente iluminado para la ocasión. Hacían esto en conmemoración de la dirección de Israel con la ayuda de la columna de nube y fuego. Pero a pesar del significado y propósito de este despliegue religioso y de estas ceremonias, la gente no estaba segura de ser dirigida divinamente y no calmaba su sed espiritual. Entonces fue cuando la voz del Predicador de Nazaret se escuchó con poder, ofreciendo a los sedientos el ‘‘agua viva”. Y al día siguiente les ofreció la “luz de la vida” a todos los que quisieran seguirlo. (Juan 8:12.) Su mensaje había satisfecho las necesidades espirituales que los servicios religiosos de los sacerdotes habían únicamente simbolizado. Su predicación era oportuna y verdaderamente apropiada para la ocasión. No era nada trivial, sino profundamente seria y abarcante.

En cuanto a los temas de sus predicaciones, él no los elegía entre los temas corrientemente discutidos por los rabinos. Tampoco los encaraba como ellos lo hacían. Había muchos temas que ellos presentaban continuamente a la gente, y haciendo una deducción tras otra convertían a las Escrituras en la fuente de sus caprichosas enseñanzas. Jesús no utilizó temas populares. Tenía temas nuevos y refrigerantes para presentarles. ¡Y en qué forma diferente utilizaba las Escrituras! En lugar de procurar alejarse de las Escrituras hasta encontrar deducciones cada vez más precisas, invertía el proceso, y siempre trataba de encontrar el significado profundo y el propósito original de Dios manifestados en los Escritos Sagrados. Cuando los fariseos lo criticaron porque se asociaba con los pecadores, y denunciaron a sus discípulos por quebrantar el sábado para satisfacer su hambre, él citó el principio bíblico que expresa la preferencia divina por la misericordia antes que el sacrificio, y los instó a considerar su significado y aplicación. (Mat. 9:10-13.) Posteriormente, cuando los fariseos le propusieron el problema del matrimonio y el divorcio, él no se hizo cargo de sus minuciosas y argumentativas explicaciones, sino que les señaló el segundo capítulo del Génesis y el propósito original de Dios al instituir el matrimonio “en el principio”. Así puso énfasis en la cuestión principal del problema. (Mat. 19:2-9.)

En cuanto al estilo literario del Maestro, el Sermón de la Montaña indica claramente que preparaba con cuidado sus presentaciones públicas. Esto resulta evidente de la composición poética de las Bienaventuranzas y de la abundancia de metáforas bien elegidas que caracterizan el sermón. Las frases expresadas cuidadosamente según el estilo poético de los hebreos revelan su cuidadoso estudio aun de las palabras. Las ilustraciones acerca de la “sal” y el “candelero”, las “perlas”, y los “lirios”, los “pajarillos” y el “vestido”, indican una larga reflexión. Decía cosas de tal manera que fueran recordadas durante mucho tiempo, permaneciendo en la memoria y volviendo una vez y otra a la conciencia. Efectivamente, el que compara las observaciones incidentales del Maestro en diferentes ocasiones durante los dos años que siguieron a esta predicación quedará sorprendido por las muchas veces que él repitió sus enseñanzas en forma tan llamativa.

Sin embargo, sus palabras siempre eran sencillas. Presentaba sus ideas como edificios que se elevaban hacia los cielos, pero las palabras que representaban los ladrillos eran pequeñas y fáciles de captar. Pablo el elaborador pudo utilizar términos más técnicos, pero Jesús el originador utilizaba términos corrientes, cortos y sencillos. Es cierto que Pablo no hablaba de la reconciliación, la justificación, y la santificación con la precisión teológica de los modernos eruditos, pero el Señor Jesús ni siquiera utilizó esas palabras. Sin embargo, conmovió a los hombres, captó su atención, y estimuló su pensamiento a tal punto que creó una nueva forma de vida en este mundo y dio nuevas orientaciones al pensamiento teológico.

¿Y cómo es que tuvo tanto éxito para hacer pensar a los hombres? ¿No habrá utilizado mucho las preguntas? Sus preguntas se fijaban en la mente. Los evangelistas hablan de ellas en los evangelios: Preguntas a los discípulos, preguntas a las multitudes, preguntas a sus enemigos. Las preguntas de Jesús eran como ganchos que se fijaban firmemente y exigían la atención de la gente. Además, estimulaban su pensamiento. Y Jesús no solamente estimulaba el pensamiento, sino que también conocía lo que la gente pensaba. A menudo contestaba los pensamientos no manifestados por sus oyentes. Jesús observaba las expresiones del rostro de sus oyentes para ver acaso aceptaban o rechazaban sus palabras, acaso comprendían o no sus ideas. Luego modificaba su presentación para estimular su fe, destruir su duda, y satisfacer sus necesidades más íntimas.

Aquí tenemos al predicador ideal en su trabajo, amando a los hombres y confiando en Dios. Amando a los hombres más de lo que se amaba a sí mismo, y confiando completamente en Dios. ¿Cómo reconocían los hombres que él los amaba? Por su manera de hablar y por la adaptación de su mensaje a sus necesidades. ¿Cómo reconocían que su familiaridad con Dios y su confianza con él eran los grandes resortes de su vida? Por su poder, la forma positiva en que presentaba las cosas, su certidumbre y confianza, y el fervor con que hablaba. Sabían que en su vida practicaba todo lo que enseñaba, y que era la personificación de su mensaje. En realidad, era el Verbo de Dios en forma humana. Era el ministro ideal de la palabra.

Se nos llama a alcanzar este mismo ideal. Él espera que sigamos en sus pasos, en sus oraciones, en su dedicación, y en su unción para que también lo sigamos en su forma y método de predicar, y que así ocupemos un lugar digno en la sucesión del “ministerio de la palabra”.

Sobre el autor: Profesor de Teología del Colegio de Heidelberg, Sudáfrica.