“¡Ah hermana!” exclamó F. H. Yost, el que fuera director asociado del Departamento de Libertad Religiosa de la Asociación General, “a menudo las envidio a Uds., las instructoras bíblicas. Nosotros, desde el púlpito, tenemos la espada larga, pero Uds. tienen la espada corta. Uds. pueden llegar más cerca de la gente”.
Esto ocurría hace unos cuantos años, pero yo he pensado mucho en esta declaración, y estoy segura que hay momentos en que debe esgrimirse solamente la espada larga, y otros en los cuales sólo hay que esgrimir la corta. He visto y escuchado a muchos ministros, y muy pocas veces los he visto esgrimir poderosamente la espada corta desde el púlpito. Hubiera deseado ver eso más a menudo.
Durante una serie de reuniones, oí diferentes temas presentados poderosa, brillante y lógicamente —la espada larga hábilmente manejada— y, sentada, oraba: “Señor, ayúdalo a llegar más cerca de la gente”. Pero demasiado a menudo el orador limpia la punta de la espada (porque ha estado tan sólo escarbando la superficie) y la desliza de nuevo en la vaina. Termina la reunión, y la Sra. de Brown exclama dirigiéndose a mí: “¿No estuvo maravilloso esta noche? ¡Qué bien presentó este tema!” Pero, si yo pongo suavemente mi mano sobre su brazo y le digo: “Tiene razón, señora, pero, ¿qué hará Ud. con eso?”, sus ojos se abren sorprendidos, y exclama: “¿Quién? ¿Yo?”
Ojalá nuestros ministros y evangelistas se dieran cuenta que las personas que los escuchan noche a noche y semana a semana los ven bajo una luz especial. Ellos creen, querido hermano, que Ud. tiene una gran sabiduría. Su consagración les infunde respeto. Lo admiran enormemente y atesoran cada una de sus palabras. Lo he comprobado al visitarlos. Ud. podría alcanzar resultados imprevisibles desde el púlpito y conseguir decisiones duraderas si, después de haber presentado sencilla y hermosamente algún punto muy importante de la verdad, que requiera verdadera decisión, se inclinara sobre el púlpito y dejara pasar algunos instantes en silencio, hasta que cada persona en el recinto tenga la seguridad de que Ud. la está mirando solamente a ella. Luego presénteles a Jesús, y tome esa espada corta, bañada en su amor, y con su mano conducida por el Crucificado, ¡húndala profundamente en cada corazón! A medida que habla, ¡tuérzala un poquito! Por favor, dedique el tiempo necesario a este diálogo en voz baja hasta que cada corazón exclame: “¿Qué debo hacer?” Despida a los presentes con esta nota tranquila y sentida, con el ofrecimiento de quedarse por aquellos que quisieran hablar con usted. Y esta vez, la Sra. de Brown, con lágrimas en los ojos me susurrará: “Oh, esta noche habló precisamente para mí. ¡Ahora le voy a decir que deseo seguir siempre a Jesús!”
Ojalá que nunca olvidemos que la lógica puede convencer las mentes, pero que es sólo la exaltación de Cristo lo que ganará los corazones.
Sobre la autora: Instructora Bíblica, Asociación Neoyorquina.