Vivimos en una era cuando se dice que la próxima generación tendrá ojos del tamaño de los melones y cerebro del tamaño de un guisante. Si fuera cierto el hecho de que un miembro del cuerpo aumenta o disminuye de tamaño en proporción directa a la cantidad de ejercicio que hace, esta declaración sería acertada.

Es un hecho que hoy, debido a los medios masivos de comunicación y de diversión, el consumidor promedio gasta cada vez menos tiempo pensando. No necesita hacerlo; no quiere hacerlo; ¡y haría casi cualquier cosa para evitarlo! Si va a una conferencia, tiene que ser corta y entretenida; mucho más de buena gana se sentaría en su casa y miraría televisión, o iría al cine, o se entretendría, juntamente con otros cincuenta mil fanáticos calentadores de asientos, en lo que hacen dos docenas de atletas en un campo de juego.

Esta filosofía, y esto es lo que nos interesa, se está haciendo sentir hasta en los círculos religiosos y de la iglesia. Los miembros se están acostumbrando tanto hoy en día a ser espectadores que muchos no van más a la iglesia para adorar, sino más bien para ser entretenidos por el predicador, el coro u otra música especial, o para enterarse acerca de las actividades sociales de la semana siguiente. Casi se ha perdido el propósito verdadero de venir a la iglesia para adorar a Dios. Puede concebirse que algún día los protestantes van a dejar de asistir a la iglesia por mera costumbre y van a encontrar que se “entretienen” mejor yendo a un concierto, a algún espectáculo deportivo, o al cine.

¿No es nuestro deber como ministros adventistas reconocer y mantener el verdadero propósito del servicio de la iglesia? De esta manera, mediante una adoración sincera y reverente de Dios, el cristianismo será nuevamente vivificado.

Un llamado al silencio

Nuestra vida moderna ha sido resumida en tres palabras: hurry, worry y bury (apurarse, preocuparse, enterrar). Todos los inventos y descubrimientos modernos no nos han dado más tiempo para pensar, estar quietos o para adorar. Parecería, de hecho, que la marcha se ha hecho más rápida. Todos están ocupados, apurados; la velocidad es el factor más importante. En medio de esta ruidosa y frenética era espacial, un llamado al silencio parece casi ridículo, pero nos llega de la más alta autoridad: ‘‘Estad quietos, y conoced que yo soy Dios” (Sal. 46:10).

Es mejor estar encorvado por el trabajo arduo que torcido por tratar de evitarlo.

Es una fórmula sencilla y breve, y quizá por eso sea pasada por alto tan a menudo. Parecería que hubiera sido especialmente pasada por alto, es extraño decirlo, justamente en el servicio de la iglesia. Y sin embargo es precisamente en la adoración donde es más apropiado y provechoso el silencio. Un escritor lo ha expresado así: “El silencio es lo que más le conviene al hombre en la presencia del Eterno”.[1] Y otro ha dicho: “Escuchar a Dios en la adoración es más grande que oír a cualquier hombre predicar”.[2]

Por más excelente que sea el sermón, si las personas han venido tan sólo a escuchar a un hombre y a reunirse con los amigos por un sentido del deber o por la fuerza de la costumbre, han perdido de vista el verdadero propósito y no pueden recibir bendición. Los adventistas no son una excepción. No es ningún secreto que nuestra reverencia demasiado a menudo ha brillado por su ausencia. Quizá sea tiempo de que dejemos de alimentar con tanto cuidado a nuestras congregaciones y les permitamos pensar. Al principio podría ser doloroso, pero todos necesitan tiempo para reflexionar y adorar en meditación, silenciosa.

Períodos silenciosos de oración y meditación pueden hacer más que cualquier otra cosa para ayudar a uno a recordar que ha venido a adorar a Dios tanto como a escuchar a su siervo el ministro.

¿Deseamos nosotros el silencio?

Una persona bien educada no monopoliza la conversación al estar con amigos 10 terrenales. Entonces, ¿por qué los cristianos no muestran para con Dios la misma cortesía y escuchan lo que él les habla durante sus oraciones privadas y después de ellas? El cristiano corriente, cuando va a la iglesia, no parece adorar a Dios en esta forma de ninguna manera.

Aparentemente el espectador alimentado con cuidado no desea detenciones o cortes en un programa uniformemente continuo; detesta esos “horribles” períodos de quietud. En efecto, en algunas iglesias se ha llegado al punto que, si ocurre que hay más de unos pocos segundos de silencio entre el comienzo de los anuncios hasta el postludio, la gente piensa que algo serio ha ocurrido en el programa. Los pastores y sus comités litúrgicos han llenado de tal forma el servicio de la mañana que tiene que haber un horario preciso hasta el segundo para terminar en el tiempo prescripto.

Sin embargo, puede haber una razón más sutil detrás de este programa acelerado; puede mostrar una acomodación al deseo de la gente de no tener pausas poco elegantes. George Fiske lo describe como el “horror de la pausa”. Él ha escrito con suma habilidad lo siguiente acerca de esta idea, quizá sostenida especialmente por los jóvenes:

“Todo lo que sea lento es intolerable. Los himnos deben ser interpretados en tiempo doble, y cada parte del servicio debe ser breve. Si el ministro se detiene durante la oración o el sermón, se pensará que está buscando ideas. En vez de estimular la meditación privada por parte de los adoradores, el silencio despierta su compasión. Temen que se haya olvidado. Si espera medio minuto están preocupados. Puede estar enfermo. A menos que por ventura haya tenido la precaución de sugerir ‘unos momentos de oración silenciosa’, en cuyo caso ellos pronto se sienten incómodos, intranquilos y aburridos. El horror de la pausa en una experiencia extremadamente común”.[3]

Sea como fuere, quizá el ruido y la falta de reverencia harán que deba recordársenos, como al Israel de antaño, aunque por un propósito diferente, que “Jehová está en su santo templo; calle delante de él toda la tierra” (Hab. 2:20).

Razones para el silencio

Una de las razones principales para este silencio ya se ha resumido. El silencio es simplemente la mejor actitud que puede asumir un hombre en la presencia del Eterno. Los humanos no somos de ninguna manera tan reverentes como debiéramos serlo. Elena G. de White escribió:

“La verdadera reverencia hacia Dios es inspirada por un sentimiento de su grandeza infinita y de su presencia… La hora y el lugar de oración son sagrados, porque Dios está allí; y al manifestarse la reverencia en la actitud y conducta, se ahondará el sentimiento que inspira. “Santo y temible es su nombre”, declara el salmista. Los ángeles se velan el rostro cuando pronuncian su nombre. ¡Con qué reverencia, pues, deberíamos nosotros, que somos caídos y pecaminosos, tomarlo en los labios!”[4]

Es difícil creer que los mortales puedan ser tan irreverentes como lo son. Cuando uno piensa en la clase de murmullo, charla y risa que tiene lugar en la casa de Dios se da cuenta que se necesita un remedio. También recalca la Sra. de White:

“Si cuando la gente entra en la casa de culto tiene verdadera reverencia por el Señor y recuerda que está en su presencia, habrá una suave elocuencia en el silencio”.[5]

Lo que debería preocuparnos en cuanto al silencio en el servicio público de adoración es la falta de respeto y reverencia hacia Dios. Esta meditación y oración silenciosa, si es presentada y realizada correctamente, puede lograr la atmósfera apropiada para la adoración. Ayudaría a corregir la filosofía equivocada del adorador, que cree haber venido a observar y escuchar, pero no a participar.

Los actos de silencio en conjunto en la adoración atraerían a los miembros de la congregación a una unión más estrecha entre sí y con Dios. Como parte integral e importante del culto protestante, aunque parezcan haber sido descuidados y pasados por alto desde hace mucho, deberían constituir una participación definida y genuina de parte de la congregación.

Probablemente lo mejor que se logra al restablecer la importancia de la reverencia y el silencio es la atmósfera resultante que realza el resto del servicio. Permite al adorador venir aparte del mundo y prepararse para gozar de las bendiciones del culto que seguirá. No hay “guerra” entre el silencio y el sermón; no se excluyen, sino que se complementan mutuamente. Un período de preparación, meditación y oración anterior no hará sino añadir bendiciones a las que se reciban del sermón. La gente estará entonces en un espíritu de recepción.

El efecto del silencio

Se ha dicho a menudo que “el silencio es de oro”, “las aguas tranquilas corren profundas”, etcétera. Parecería haber en ello un llamado mágico que este mundo ruidoso necesita desesperadamente. William McNutt lo expresó probablemente en forma poética mejor que nadie cuando dijo:

“El silencio… sea ensalzado en las iglesias. El silencio no es solamente de oro; es tranquilizador, purificador, terapéutico. Los pliegues de sus vestiduras traen belleza y salud; abracémoslo”.[6]

Por difícil que sea, si el pastor puede convencer a su auditorio ocupado y preocupado de que hay un bálsamo sanador en la adoración silenciosa que los elevará hacia Dios, el efecto sobre la espiritualidad de la iglesia se echará de ver claramente. La Sra. de White ha descripto este efecto maravilloso como una necesidad para los que desean ser discípulos de Jesús.

“Debemos oírle individualmente hablarnos al corazón. Cuando todas las demás voces quedan acalladas, y en la quietud esperamos delante de él, el silencio del alma hace más distinta la voz de Dios. Nos invita: ‘Estad quietos, y conoced que yo soy Dios’. Solamente allí puede encontrarse verdadero descanso. Y ésta es la preparación eficaz para todo trabajo que se haya de realizar para Dios”.[7]

Los cuáqueros y el silencio

Probablemente quienes pueden hablar con más autoridad acerca del efecto del silencio son los cuáqueros. Ellos hacen hincapié en el silencio y la meditación. De hecho, han edificado un sistema entero de adoración sobre este fundamento. Se ha descripto como sigue el ambiente de esta Sociedad de Amigos:

“Hay una unidad espiritual producida en la adoración silenciosa que es una experiencia familiar para todo Amigo y que constituye una de sus más caras posesiones. Del silencio viviente, de la meditación fructífera, crece luego esta comunión espiritual que es la esencia del cuaquerismo y que está llena de ayuda e inspiración para los que la han experimentado”.[8] Para ellos el silencio es un acto muy positivo de adoración.

La única dificultad que ofrece la oportunidad es que por lo general se presenta disfrazada de trabajo arduo.

Si los Amigos pueden sacar tanto provecho de esta experiencia, ¿por qué no deberían sacarlo todos? Ellos no tienen el monopolio del Espíritu Santo y serían los primeros en admitirlo. Es extraño (e interesante) notar que aquí se tocan los dos entremos: los católicos romanos y la Sociedad de los Amigos. Ambos recalcan la importancia del silencio. Los católicos a menudo hacen culminar la parte más dramática de la misa con un período de silencio. ¿Dejaremos que ellos solos reciban las bendiciones que el silencio ofrece?

Al hablar acerca de los efectos del silencio, debería notarse que el efecto es tan sólo realzado por un ambiente agradable, el orden y la música suave del órgano. No es una quietud vacía —una simple falta de ruido— lo que es deseable. Tampoco está muerto espiritualmente, con el surgimiento de pensamientos seculares. Es más bien un tiempo para reflexionar sobre los acontecimientos de la semana pasada —nuestros fracasos y las bendiciones de Dios— un tiempo para proponernos hacer lo mejor con la ayuda de Cristo, un tiempo para pensar en los otros y en la manera de ayudarlos, un tiempo para reflexionar y meditar sobre la obra de Dios en la naturaleza y la protección guiadora de su mano, un tiempo en el cual ha de prestarse atención a la suave vocecita de Dios, un tiempo para la oración sincera, reverente y silenciosa.

Si el pastor da las razones y las ventajas del silencio presentándolo con textos bíblicos apropiados y un marco conveniente, tendrá un medio excelente de adoración.

Un lugar de silencio

Quizá la ocasión mejor y más natural para comenzar a practicar el silencio sea el servicio de comunión. Como la Cena del Señor es un rito y un símbolo, se ha erigido a su alrededor un gran despliegue de liturgia. Gran parte de ésta incluye el silencio porque las palabras son sencillamente inadecuadas. Probablemente no haya otra hora mejor en que la meditación del hombre puede llevarlo más cerca de Dios. Y sin embargo a veces hay ministros que tienen tanto temor de hacer una pausa —unos segundos de silencio— que son capaces de apresurarse en llenar el tiempo con palabras sin sentido que más bien quitan antes que añadir algo al servicio.

El comienzo de todo servicio religioso es otra oportunidad apropiada para el silencio. ¡Qué refrigerio se siente al ver a alguien entrar en la iglesia e inclinarse en oración silenciosa en vez de recorrer el boletín para enterarse de los acontecimientos sociales de la semana siguiente! ¡Qué servicio de adoración resultaría si cada uno se detuviera simplemente para pedir una bendición al comienzo!

Si el silencio puede hacer tanto por nosotros, quizá sea sabio incluirlo en el orden regular del servicio de la hora de culto —no un período demasiado largo, tan sólo de dos a cinco minutos inmediatamente antes de la oración del pastor, por ejemplo. En el libro de Fiske The Recovery of Worship él proporciona un excelente bosquejo de un “Servicio de Silencio” tal como lo usa un pastor amigo.[9] Aporta ideas valiosas, dignas de ser puestas a prueba en muchos más lugares.

Un lugar para el silencio en el culto es necesario y vital para la reverencia debida a Dios. Algunos lo usan en su devoción personal y en la vida diaria. ¿Por qué no hacer asequibles las bendiciones de la meditación reverente, viviente y silenciosa también en los servicios públicos de adoración?

Sin embargo, hay extremos exagerados en el silencio. Quizá el mejor ejemplo sea pensar en un hombre que ha amado a su esposa por cuarenta largos años con un amor genuino; pero, ¿no piensan que él habrá alegrado grandemente el corazón de ella expresándole de vez en cuando de viva voz, y aun con entusiasmo, su amor por ella?[10] También se nos dice en la Biblia: “Cantad alegres a Jehová, toda la tierra: levantad la voz y aplaudid, y cantad salmos” (Sal. 98: 4). Esto, por supuesto, tiene su lugar, pero la gente de hoy que ya es llevada por los clamores y las complicaciones de un mundo vocinglero y tumultuoso, necesita los benditos oficios del silencio. Es el silencio, no el ruido, el que a menudo falta y necesita ser restaurado en muchas de las iglesias para que lleguen a ser verdaderos templos donde Dios pueda morar y ser adorado.

Sobre el autor: Pastor de la Asociación de Alberta, Canadá.


Referencias:

[1] McNutt, William R., Worship in the Churches, pág. 131, The Judson Press, Filadelfia, 1941.

[2] Fiske, George W., The Recovery of Worship, pág. 85, The MacMillan Company, 1931.

[3] Id., pág. 95.

[4] Obreros Evangélicos, págs. 187, 188.

[5] Joyas de los Testimonios, tomo 2, pág. 194.

[6] McNutt, Opus cit., pág. 94.

[7] El Deseado de Todas las Gentes, pág. 331.

[8] Comoort, W. W., “The Friends’ Theory of Worship”, The Chrístian Century, 19-3-1930, pág. 366.

[9] Fiske, Opus cit, págs. 100-103.

[10] McNutt, Opus cit., pág. 93.