Ningún cristiano creyente puede disputar el hecho de que Jesús fue crucificado por nuestros pecados, 1930 años atrás durante el reinado del emperador romano Tiberio César. (Luc. 3:1). Hay profecías de su nacimiento, (Isa. 11:1-3; 7:14; Miq. 5:2); de su vida en la tierra, (Isa. 42:1-4; 61:1, 2); de su muerte por crucifixión, (Sal. 22:16; Isa. 53); de su exaltación al trono de Dios, (Sal. 2:6-9; 110:1-4); y de su obra en el cielo, (Zac. 6:12, 13); y la historia da testimonio del cumplimiento de estas profecías, según está registrado en el Nuevo Testamento. También se predijo el tiempo de su muerte. (Dan. 9:26.) Las profecías que prenunciaron su muerte, y su cumplimiento en la historia hacen que la palabra profética sea segura; y acerca de la verdad que creemos se nos asegura lo siguiente: “En la consumación de los siglos”, Jesús “se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado” (Heb. 9:26).

Y sin embargo Jesús, “el Cordero de D’os, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29), era “el Cordero que fue inmolado desde el principio del mundo” (Apoc. 13:8; 1 Ped. 1:20). Al sanar al paralítico en la casa de Pedro, Jesús les mostró a los fariseos que tenía autoridad en la tierra para perdonar los pecados, (Luc. 5:24), y esta autoridad procedía de la ofrenda del sacrificio expiatorio, de la expiación de la culpa humana, porque “sin derramamiento de sangre no se hace remisión” (Heb. 9:22). Únicamente la muerte de Cristo podía hacer posible el perdón de los pecados que le permitiría vivir a la raza humana; y únicamente su mediación podía capacitar a Enoc para andar con Dios en la tierra y ser recibido en gloria más de tres mil años antes de que ocurrieran los acontecimientos del Calvario, (cap. 7:25). En los días de Enoc, como en los nuestros, “en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hech. 4:12). Moisés fue levantado de los muertos y Elias fue trasladado sin probar la muerte, (Mat. 17:3; 2 Rey. 2:11), muchos cientos de años antes de que Jesús resucitara y se convirtiera en las “primicias de los que durmieron” (1 Cor. 15:20). No vemos inconsistencias en estos hechos sobresalientes, sino más bien reconocemos su naturaleza complementaria y su armonía inherente.

Cuando consideramos el sacerdocio de Jesús encontramos el mismo principio. “Por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo” (Heb. 2:17). Su encarnación fue un paso que condujo a su muerte, (vers. 14), y una preparación necesaria para el sacerdocio. Pero su encarnación no lo hizo sacerdote. Tampoco asumió el oficio de sacerdote por sí mismo. “Así tampoco Cristo se glorificó a sí mismo haciéndose sumo sacerdote, sino el que le dijo: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy. Como también dice en otro lugar: Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec” (cap. 5:5, 6).

Jesús fue hecho sacerdote por el juramento de Dios, ese juramento fue “posterior a la ley” (cap. 7:28). Fue después de haber “efectuado la purificación de nuestros pecados” y de haber ascendido al cielo que fue ungido “con óleo de alegría” más que a sus compañeros (cap. 1:3, 9). Entonces fue hecho “Señor y Cristo” (Hech. 2:36); y “el derramamiento pentecostal era la comunicación del cielo de que el Redentor había iniciado su ministerio celestial” (Los Hechos de los Apóstoles, pág. 39). Como Salmo 110:1-4 lo aclara perfectamente hubo un tiempo cuando Jehová juró: “Juró Jehová, y no se arrepentirá: Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec”. Entonces Jesús se convirtió en nuestro sumo sacerdote. Como Pedro lo dijo después: “A este Dios ha exaltado con su diestra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y perdón de pecado” (Hech. 5:31). Esto quiere decir que fue hecho sacerdote.

Si Jesús hubiera permanecido en la tierra no habría sido sacerdote, (Heb. 8:4), porque el santuario verdadero está en el cielo, y es en ese “más perfecto tabernáculo” (cap. 9:11) que “puede también salvar eternamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos” (cap. 7:25). Allá, en ese lugar de poder (Mat. 26:64). a la mano derecha de la majestad de los cielos, él es mediador del nuevo y mejor pacto y está escribiendo su ley en los corazones y en la mente de aquellos que se entregan plenamente a él. (Heb. 8:10.)

De modo que el momento exacto cuando Cristo se convirtió en el sumo sacerdote está perfectamente determinado por la profecía y la historia, como lo estuvo su muerte en la cruz.

Pero esta obra que ahora está realizando por nosotros, es la misma obra que hizo por los santos de lo que nosotros llamamos “los tiempos del Antiguo Testamento”. Desde Adán hasta Zacarías nunca hubo otro medio de recibir perdón por el pecado y de alcanzar la mediación de Jesús. El nuevo pacto fue el único medio hacia la santidad y no hay mediador en el nuevo pacto a no ser Jesús nuestro Señor y Salvador. Como el Cordero muerto desde la fundación del mundo, sin embargo, ya había confirmado el pacto por su sangre, ya había ofrecido “sacrificio, siendo él mismo el sacerdote y la víctima” (Id., pág. 26). “Desde que pecaron nuestros primeros padres, no ha habido comunicación directa entre Dios y los hombres. El Padre puso el mundo en manos de su Hijo para que por su obra mediadora redimiera al hombre y vindicara la santidad y la autoridad divina” (Patriarcas y Profetas, pág. 382). “No sólo cuando vino el Salvador, sino a través de todos los siglos después de la caída del hombre y de la promesa de la redención, ‘Dios estaba en Cristo reconciliando el mundo a sí’” (Ibid.). El sacrificio de Jesús, realizado en la cruz, hace 1930 años, continúa teniendo validez. “Y miré, y vi que en medio del trono y de los cuatro seres vivientes, y en medio de los ancianos, estaba en pie un cordero como inmolado” (Apoc. 5:6), “como en el acto de derramar su sangre en beneficio de los pecadores” (Testimonies, tomo 4, pág. 395).

Cuando Cristo se hubo ofrecido por nuestra salvación en el Calvario, no terminó su obra en el atrio. “Tenemos un altar” —escribe Pablo—, y es un altar de sacrificio, porque es un altar “del cual no tienen derecho de comer los que sirven al tabernáculo” (Heb. 13:10), y nadie come del altar del ‘incienso. Juan vio a Jesús parado junto al altar, “con un incensario de oro; y se le dio mucho incienso para añadirlo a las oraciones de todos los santos, sobre el altar de oro que estaba delante del trono” (Apoc. 8:3). Esa visión del “altar de oro que estaba delante del trono” lo distingue del altar en el cual el sacerdote recibe el incienso. El pueblo traía el incienso, (Exo. 35:28; Núm. 7:86; Isa. 60:6; Jer. 41:5), que “representaba los méritos y la intercesión de Cristo, su perfecta justicia, la cual por medio de la fe es acreditada al pueblo, y es lo único que puede hacer el culto de los seres humanos aceptable a Dios” (Patriarcas y Profetas, pág. 653). “Cuando reconocemos delante de Dios nuestro aprecio de los méritos de Cristo, se añade fragancia a nuestras intercesiones” (Testimonies, tomo 8, pág. 178). “Cuando oramos en el nombre y por los méritos de nuestro Salvador, estamos presentando incienso en el altar, y Cristo presenta ante él, además, junto con el precioso perfume de su propia justicia, las oraciones de los creyentes arrepentidos” (El Conflicto de los Siglos, pág. 473).

Dios ha colocado junto a su altar a un Abogado dotado con la naturaleza divina y con la naturaleza humana. “Haced uso de mi nombre. Esto dará eficiencia a vuestras oraciones, y el Padre os dará la reserva de su gracia (Testimonies, tomo 6, pág. 364). “Son ilimitadas las concesiones de Dios en nuestro favor (Consejos para los Maestros, pág. 15). No deberíamos fijarnos límites de tiempo o de espacio. Dios pudo llamarse a sí mismo “Dios de Abrahán, Dios de Isaac y Dios de Jacob”, y no es “Dios de muertos, sino de vivos, pues para él todos viven” (Luc. 20:37, 38). Desde nuestro punto de vista estaban muertos, pero Dios podía hablar de ellos como vivos debido a la certeza de la resurrección. Así como podemos aceptar que Jesús vino “en la plenitud del tiempo”, y realizó el sacrificio supremo en el Calvario “en mitad de la semana” hace 1930 años, y sin embargo fue “el Cordero degollado desde la fundación del mundo”, así también podemos aceptar que siempre fue el Sacerdote y el Abogado de la familia humana, aunque no fue señalado para ese oficio por el juramento de Dios hasta después de haber juzgado nuestros pecados por su muerte, cuando se sentó “a la diestra… de la majestad en los cielos; ministro del santuario, y de aquel verdadero tabernáculo que levanto el Señor, y no el hombre” (Heb. 8:1, 2).

Los tiempos y las estaciones son para nosotros; pero gracias a Dios él no está limitado por el tiempo, el espacio o el carácter.

Sobre el autor: Departamento Bíblico del Colegio Misionero de Newbold, Inglaterra.