(Continuación)
La declaración de Dios de su propósito de que Israel “nunca más sea removido” (2 Sam. 7:10), y que la casa de David perduraría para siempre en el trono (vers. 13), demuestra que estaba dispuesto a cumplir las bendiciones prometidas a Israel a partir de los días de David y Salomón. Si entonces el pueblo hubiera cumplido las condiciones estipuladas, nunca se hubiera producido la serie de cautiverios.
Pero Salomón apostató, y aunque antes de morir vio la necedad de su conducta, su reino fue dividido, y diez de las tribus se perdieron definitivamente para su dinastía. Es cierto que sus descendientes reinaron sobre Judá todo el tiempo que permaneció como nación, pero el reino llegó a su fin y la corona de la dinastía de David fue quitada, “hasta que venga aquel cuyo es el derecho” (Eze. 21:27). Este pasaje se refiere al Hijo divino de David. (Mat. 21:5, 9.) Aunque Salomón y la línea real de David no recibieron las promesas, la profecía de la simiente de David se cumplió en Cristo, quien ha de reinar sobre un reino eterno. (Sal. 89:3, 4; Isa. 9:6, 7; Jer. 23:5; Luc. 1:32, 33.)
- Amenaza de cautividad condicional. Fueron los pecados de la nación los que provocaron la ruina del reino de Judá a manos de Babilonia. (2 Crón. 36:14-17.) Los judíos no tenían necesariamente que ir al cautiverio. Jerusalén, con su magnífico templo, pudo haber existido para siempre y ser la metrópoli a la que hubieran acudido los reyes y los príncipes, si los judíos hubieran sido fieles a su pacto —aun si hubieran escuchado la advertencia de última hora de Jeremías. (Jer. 17:21-27.)
En el capítulo que sigue a este mensaje de advertencia, la aceptación del cual habría evitado la desgracia de Judá, Jeremías registra la clara y explícita declaración de Dios referente a la naturaleza condicional de las profecías de recompensa y castigo:
“En un instante hablaré contra pueblos y contra reinos, para arrancar, y derribar, y destruir. Pero si esos pueblos se convirtieren de su maldad contra la cual hablé, yo me arrepentiré [i] del mal que había pensado hacerles, y en un instante hablaré de la gente y del reino, para edificar y para plantar. Pero si hiciere lo malo delante de mis ojos, no oyendo mi voz, me arrepentiré del bien que había determinado hacerle” (Jer. 18:7-10).
Los vers. 11 y 13 muestran claramente que este principio se refería a Israel. El arrepentimiento nacional en ese momento habría bastado para cambiar la suerte del reino, pero los ruegos de Jeremías fueron desoídos, y el resultado fue la cautividad.
- Las profecías de la restauración y el nuevo pacto. Sin embargo la cautividad babilonia no constituyó el fin de la paciencia de Dios. Aun en el exilio había esperanza de un arrepentimiento que podría evitar el cumplimiento de la profecía que señalaba la calamidad nacional. Dios volvió a asegurarles mediante Jeremías que este cautiverio, aunque era un castigo, no era una destrucción “del todo” (Jer. 5:10-18; 46:28). Comenzando aun antes del exilio, Dios había enviado mensajes proféticos con la promesa de un regreso, y ofreciendo una plena y gloriosa restauración bajo un nuevo pacto. (Jer. 31:27, 28, 31.)
Israel había fracasado miserablemente en el cumplimiento del pacto nacional hecho con Dios, como lo demostró ampliamente durante toda su historia nacional. Las diez tribus apóstatas, separadas desde hacía mucho del santuario y la teocracia, ya habían sido barridas; ahora el Israel remanente —el reino de Judá—, que había caído más lentamente en la apostasía, era llevado en cautiverio, y la línea real de David perdería el trono hasta la venida del Mesías, “cuyo es el derecho” de reinar. En esta hora tenebrosa, Dios envió —mediante Jeremías en el sitiado Judá y mediante Ezequiel entre los grupos anteriores de desterrados que ya estaban en Babilonia— mensajes similares de un “nuevo pacto” y un “pacto eterno”, bajo el que bendeciría a los desterrados cuando regresaran. Los restauraría como la nación santa de Dios, como una demostración viva de su amor y cuidado, y por lo tanto como un instrumento de bendición a las naciones del mundo. (Véanse Jer. 31:31-34; 32:36-41; Eze. 37:19-28.)
Es evidente que el pueblo se quejaba porque sufría a causa de los pecados de sus padres, porque Jeremías menciona su aforismo: “Los padres comieron las uvas agrias y los dientes de los hijos tienen la dentera” (Jer. 31:29). Luego continúa anunciando el nuevo pacto, en el que Dios tratará no con los padres, sino directamente con los corazones humanos. “Daré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón”, y cada ser humano, desde el menor hasta el mayor, conocería al Señor. El perdonaría sus pecados y no se acordaría más de ellos. (Jer. 31:31- 34.) En el capítulo siguiente, Jeremías habla de él como el “pacto eterno” (Jer. 32:39. 40), el cual es el pacto realizado con Abrahán. (Gen. 17:7.)
Bajo el “pacto eterno” Dios prometió colocar su “temor en el corazón de ellos, para que no se aparten de mí” (Jer. 32:40). En conexión con esto les daría “un corazón, y un camino, para que me teman perpetuamente” (vers. 39).
Ezequiel, el profeta de los trasplantados que ya estaban en Babilonia, dijo que Dios les daría “un corazón” y un “espíritu nuevo”, y cambiaría el “corazón de piedra” y les daría un “corazón de carne”, “para que anden en mis ordenanzas, y prometió que serían su pueblo y él sería su Dios (Eze. 11:19, 20). Ezequiel menciona en otra parte el “pacto eterno” hecho con los desterrados restaurados de Israel y Judá, y el gobierno de David sobre un pueblo purificado de sus pecados. (Eze. 37:19-28.) También Isaías habla del pacto eterno. (Isa. 55:3; 61:8.)
- Evangelio en el pacto eterno. Ezequiel utiliza casi las mismas palabras: “Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros… y haré que andéis en mis estatutos” (Eze. 36:26, 27). El propósito del nuevo pacto era capacitarlos para obedecer, “para que me teman perpetuamente”, y “para que no se aparten de mí”; para que “guarden mis decretos” (Jer. 32:39, 40; Eze. 11:19, 20). Y el medio que los capacitaría era: “Pondré dentro de vosotros mi Espíritu” (Eze. 36:27). Pero en los tiempos del Antiguo Testamento, como también en los del Nuevo, el corazón natural “no se sujeta a la ley de Dios, ni tampoco puede” (Rom. 8:7). Por eso la escritura de la ley de Dios en el corazón implica darle al hombre un nuevo corazón para reemplazar el corazón de piedra, lo cual es un don gratuito e inmerecido que puede recibirse solamente por fe.
El nuevo pacto, entonces, es nada menos que la salvación por la gracia mediante la fe, la recepción del Espíritu de Dios, que capacita a una persona para que ande en novedad de vida. Este es el Evangelio del Nuevo Testamento en el corazón del Antiguo.
Aquí no hay incompatibilidad entre la ley y la gracia. Aun en los tiempos de Israel no la había entre la gracia y la ley “ceremonial”, porque hasta que Jesús murió, los ritos y los sacrificios constituían el medio designado por Dios para dirigir el ojo de la fe hacia el Salvador venidero. El sistema ceremonial no fue abolido hasta que se produjo el ofrecimiento del Cordero de Dios, una vez y para siempre. (Efe. 2:15.) En adelante, la insistencia en las observancias ceremoniales se convirtió en una negación de la fe en el absolutamente suficiente sacrificio de Cristo. (Hech. 15:1, 10; Gál. 5:1, 2.) El nuevo pacto, ratificado posteriormente por la sangre de Jesús (Heb. 8:6-13; Mat. 26:28), y en el que medió Cristo en su ministerio celestial (Heb. 8:6; 9:15; 12:24) —el pacto que promete la escritura de la ley en el corazón, con la morada del Espíritu, que produce la justicia de la ley en la vida (Rom. 8: 4)— nunca ha estado en pugna con la ley moral, entonces o ahora.
(Continuará)
Referencias
[i] Este arrepentimiento del bien o el mal que Dios había prometido es una declaración en términos humanos que no representa adecuadamente la verdadera naturaleza de Dios, sino que se la utiliza para expresar el cambio en lo que acontecerá. En realidad no es Dios el que cambia. Dios ha anunciado imparcial-mente el resultado según obren bien o mal los hombres; su actitud y sus alternativas permanecen inmutables; pero el cambio en la acción humana altera la relación hacia Dios y produce un cambio en las consecuencias.