Lutero fue muy específico con el asunto de la predicación. ¿Qué tendría que decir sobre los predicadores?

A medida que el movimiento de reforma se extendía rápidamente en las ciudades y campos de Alemania, la escasez de predicadores calificados llegó a ser tan aguda como para provocar una preocupación general. Los graduandos de teología no eran suficientes para llenar las vacantes en los púlpitos. Las declaraciones del Dr. Karlstadt contra la preparación universitaria no contribuyó a la causa de educar predicadores aunque el efecto fue sólo temporario.

Lutero fue siempre un severo capataz en el asunto de un ministerio bien preparado. El equipo teórico de un joven predicador, afirmaba, debía incluir latín, griego, hebreo, el idioma corriente, historia, algo de filosofía y cursos específicos de estudios bíblicos. Que él tuviese éxito en hacer tal programa universal era mucho pedir, ni tampoco insistió en que se llevara a cabo. Sus palabras a los Hermanos Bohemios pueden muy bien ilustrar sus pensamientos sobre el uso del idioma en los estudios bíblicos:

“Y además, si pudiera hacerlo entre vosotros, me gustaría pediros que no descuidéis los idiomas pero, puesto que no sería difícil para vosotros, que hagáis que vuestros predicadores y algunos de vuestros muchachos dotados aprendan bien latín, griego y hebreo. Sé por experiencia que quien debe predicar y exponer las Escrituras y no puede valerse de las lenguas latina, griega y hebrea, sino que debe hacerlo enteramente sobre la base de su idioma materno, cometerá más de un error. Porque ésa ha sido mi experiencia, que los idiomas son extraordinariamente útiles para un claro entendimiento de las divinas Escrituras”.[1]

Al paso que la educación y la preparación para la predicación figuraban alto en la lista de calificaciones de Lutero, no rivalizaban en importancia con otros factores. Primero entre ésos debemos ubicar el llamado a predicar.

PSEUDOAPÓSTOLES Y MERCENARIOS

En su comentario sobre Romanos 1:1, “llamado a ser apóstol”, Lutero dice que Pablo “derriba tres clases de hombres que no son llamados a los oficios de honor”: a) los pseudoapóstoles mediante quienes el demonio siembra cizaña entre el trigo; b) los que “asumen un ministerio por la ambición” y son “mercenarios listos para cosechar honor, oro o placer; y c) los que se fuerzan a si mismos sobre sus cargos o permiten ser forzados por ellos”. En sus comentarios sobre los tres grupos afirma que “no hay peligro más grande que asumir un oficio tal sin un llamamiento de Dios”, sin embargo en sus días había muchos que eran “completamente insensibles a todo esto y no le concedían la menor importancia”.[2]

Continuando con sus comentarios se detiene en la frase “apartado para el Evangelio de Dios”. Esto es lo mismo que decir: “Relevado de todas las otras tareas, soy dedicado, introducido y consagrado a este único oficio de enseñar el Evangelio”… Con seguridad hay tales que son puestos aparte para el ministerio pero están aún implicados en empresas seculares como si ellos fueran del mundo. No así Pablo, quien fue apartado “únicamente para el Evangelio” y quien ni siquiera bautizó sino que solamente predicó.[3]

Todo clérigo en la iglesia debiera seguir el ejemplo de Pablo. Debe distinguir entre sí mismo y su oficio, por ejemplo, entre “la forma de Dios” y “la forma de un siervo”. Debe siempre considerarse a sí mismo como el “menor de todos”, y puesto que “todo ministerio es dado sólo para el bienestar de los sujetos, debe estar dispuesto a abandonarlo si encuentra que no puede administrarlo para el adelanto del beneficio de sus súbditos, o que él lo bloquea por su persona”. “Esto”, concluye Lutero, “es el pecado completo de un clérigo”, porque “priva al ministerio por una o ambas de esas faltas” y será considerado totalmente responsable por su fracaso.[4]

Entre las numerosas declaraciones de Martín Lutero sobre el llamamiento de un predicador un punto es inequívoco:

“Nadie puede proclamar la Palabra de Dios y ser su mensajero, a quien Dios no haya enviado y sobre quien no haya puesto su palabra. Porque uno no puede tomar la palabra de Dios; debe recibírsela de Dios como un cometido que le da a uno quien lo envía a predicarla. Cualquier predicador que predica en otra condición que no sea ésta, en verdad habla mentira aunque aparentemente diga la verdad”.[5]

El reformador tiene mucho que decir acerca de predicadores cuyo llamado es cierto. De su Commentary on the Sermón on the Mount[6], tomamos varias citas. Primero trata del deber del predicador de predicar.

“Para hablar, éstas son las tres cosas que todo buen predicador debiera hacer: Primero, ocupa su lugar; segundo, abre su boca y dice algo; tercero, sabe cuándo detenerse. ‘Toma su lugar’ significa que se presenta como maestro un predicador tanto con habilidad como con responsabilidad, uno que viene con un llamamiento y no por su cuenta, uno para quien esto es una cuestión de deber y obediencia.

“Entonces puede decir: ‘no vengo porque me hayan impulsado un propósito y una preferencia personal, sino que lo hago porque es mi ministerio’”.[7]

Acerca del segundo deber en la predicación Lutero es clarísimo: “Pero debiera también abrir su boca vigorosa y confiadamente para predicar la verdad que le ha sido confiada. No debiera quedar en silencio o hablar entre dientes, sino testificar sin amedrentarse ni avergonzarse. Debiera hablar sinceramente sin considerar o detenerse ante nadie, sino dejando que [lo que habla] impacte a quienquiera o cualquiera que sea. Es un gran impedimento para un predicador si mira a su alrededor y se aflige por lo que a la gente le gusta o no le gusta oír, o por lo que lo hace a él impopular o le produce daño o peligro… No debiera ponerse una hoja frente a su boca, no debiera buscar ni al placer ni a la ira de señores y personajes, ni dinero ni riquezas ni popularidad, ni poder, ni desgracia, ni pobreza, ni daño”.[8]

Cada palabra de esta cita refleja los propios sentimientos y experiencias de Lutero como predicador. Denunció lo que sentía que debía ser renunciado a despecho del “peligro, inconsciencia, ventaja o placer, o de otras malicias o menosprecios del pueblo”. Su satisfacción radicaba en que estaba obedeciendo el mandamiento de Cristo.

“Nuestra consolación está en el hecho de que él nos hace su sal y nos sustentará en nuestra saladura. Nos ordena que hagamos esa saladura con buen ánimo… No debiéramos desesperarnos aun cuando nos pareciera que no vamos a ninguna parte… Dejemos que él determine el qué y cuánto desea realizar por nuestro intermedio… Entonces podremos comparecer ante el tribunal de Dios honorable y alegremente”.[9]

PREDICACIÓN SIN TEMOR

Ay de los predicadores que se dejan asustar o amordazar por causa del favor, la popularidad o el beneficio personal. Los tales oirán que se dice de ellos: “Ese fue nuestro predicador, y nunca dijo nada sobre el asunto”. Y si el tal predicador dijera: “Señor, se negaron a escuchar”, Cristo le replicará:

“¿No sabes que te ordené que dieras sazón, que te advertí seriamente que lo hicieras? ¿No debieras haber temido mi palabra más que la de ellos?’ Esto realmente pondría el temor del Señor en nosotros”.[10]

Lutero advirtió a los ministros que no predicaran o dirigieran de un modo tal que llegaran al cansancio y la impaciencia y fueran así arrinconados. Esos hombres no serían de mucha ayuda para la gente.

“Debierais ser la clase de hombre que permanece firme frente a la firmeza, que no se dejará amedrentar o confundir o vencer por la ingratitud y la malicia del mundo, que siempre se erguirá y empujará con toda la fuerza que tenga. En resumen, el ministerio demanda un hambre y sed de justicia que nunca puede ser contenida, detenida o saciada, que no espera ni se interesa por nada que no sea el cumplimiento y la vigencia de lo recto, despreciando todo lo que estorbe ese fin. Si no puedes hacer al mundo completamente pío, haz entonces lo que puedas. Es suficiente con que hayas cumplido tu deber y hayas ayudado a unos pocos, aunque fueran uno o dos. Si otros no han de seguir, en el nombre de Dios, déjalos que se vayan”.[11]

En realidad no se hacía ilusiones con los problemas del ministerio. El reino del mal era fuerte. Había capturado la ciudadela del hombre, su mente y su alma. Lutero no tenía nada del optimismo fatuo de la bondad universal que prevalece en nuestros días. Por eso podía tolerar a un predicador que hubiese ayudado a unos pocos, “aunque fueran uno o dos”.

BLANDURA O SEVERIDAD

No obstante, aun un ministro tal debía ser, según las palabras de Lutero, un “siervo fiel y prudente” (cf. Mat. 25:45). La falta de prudencia podía producir un predicador “indigno de respeto” y dado a indebida familiaridad: un infiel mayordomo del Evangelio podía producir un tirano. Uno de esos rasgos terminaría en blandura y el otro en severidad, y Lutero descubrió que esas dos faltas eran las más serias “faltas de los clérigos”.

“Porque la blandura está arraigada en la concupiscencia, y la severidad en el carácter irascible. Estas son la fuente de todo mal, como bien sabemos. Por lo tanto, es muy peligroso hacerse cargo de un ministerio a menos que esas dos bestias hayan sido muertas, porque harán tanto más daño cuanto mayor poder para dañar esté disponible”.[12]

Para Lutero era inadmisible que el oficio del ministerio significara de algún modo una ventaja especial para quien lo ejerciera. ¿Cómo podía serlo si Cristo había dejado su divinidad para vivir entre los hombres con pobreza y para morir como un reo por el hombre?

“Porque Cristo no estableció ni instituyó el ministerio de la proclamación para proporcionarnos dinero, propiedades, popularidad, honra o amistad, ni para que busquemos ventaja personal por medio del mismo; sino para que publiquemos la verdad libre y abiertamente, reprendamos el mal y anunciemos lo que atañe a la ganancia, salud y salvación de las almas”.[13]

Fue un glorioso ministerio aquel por el que Lutero abogó y practicó. Era poderoso en el púlpito. Cuando en 1522 Wittenberg y la universidad fueron amenazadas por el caos religioso y social, se apresuró a volver de Wartburg y anunció que predicaría al pueblo. Su primer sermón realmente calmó el disturbio, pero predicó siete más para que la cosa fuera completa. No siempre fue así de efectivo, pero nadie puede negar su poder y gloria en el púlpito.

“Se da por sentado que el oficio del ministerio y la Palabra de Dios deben brillar como el sol. No debiéramos andar rondando solapadamente ni maquinando en la oscuridad, como cuando jugamos a la gallina ciega, sino obrar francamente a plena luz del día, para que quede perfectamente claro que tanto el predicador como el oyente están seguros en cuanto a lo apropiado de la enseñanza y a la legitimidad del ministerio, de modo que el ocultamiento sea innecesario. Procede de la misma manera si estás en el ministerio y tienes la comisión de predicar. Ocupa tu lugar abiertamente y no temas a nadie; entonces puedes preciarte con Cristo (Juan 18:20): Yo públicamente he hablado al mundo, y nada he hablado en oculto”.[14]

PREDICA, Y DEJA EL RESTO A DIOS

Como consejo final de Lutero al ministerio veamos un pasaje de un sermón sobre Mateo 21:1-9 pronunciado el primer domingo de adviento de 1522. Al comentar el versículo 2, le hace decir a Cristo a sus discípulos:

“Id por tanto, es decir, id y predicad. No os preocupéis acerca de quién os va a prestar oídos; dejad que yo me preocupe por eso. El mundo se os volverá en contra, pero no permitáis que eso os perturbe, porque hallaréis a los que os oirán y seguirán. Vosotros no los conocéis, pero yo ya los conozco. Vosotros predicad, y dejad el resto conmigo”.[15]

Sobre el autor: Del Departamento de Historia, Universidad de Loma Linda.


Referencias

[1] Luther’s Works, xxxvi, 304.

[2] W. Pauck, Luther: Lectures on fíomans, 8, 9.

[3] Id., 11.

[4]  Id., 7.

[5] Ibid., 299. n. 24

[6] L. W„ xxi. 3-294.

[7] Id., 7.

[8] Id., 9.

[9] Id., 68.

[10] Id., 58.

[11] Id., 27, 28.

[12] Pauck, Romans, p. 6.

[13] L. W. xxi, 9.

[14] Id., 8.

[15] W. A., 10-1-2, 51.