¿Dónde está el Asia?
Vanagloriabase un día Alcibíades ante Sócrates, su maestro, describiendo las extensas propiedades que poseía en las cercanías de Atenas. Luego de escucharlo pacientemente Sócrates desplegó ante él un enorme mapa geográfico. “Muéstrame ahora dónde está el Asia”, le pidió, y Alcibíades le señaló el inmenso continente. “Y ahora, dónde está Grecia”, y Alcibíades indicó el territorio helénico. Pero, ¡cuán limitada parecía Grecia, comparada con el continente asiático! “¿Y dónde está el Peloponeso?” interrogó el sabio. Alcibíades tuvo trabajo para hallar la famosa península, donde espartanos y atenienses habían cruzado armas en célebres batallas. “¿Y dónde está Ática?” En ese mapa era casi invisible. “Pues bien —remató Sócrates—, muéstrame dónde están tus extensas propiedades”. Evidentemente, no figuraban en ese mapa.
Uno de los principales peligros que militan contra el ministro es el de que se vuelva presuntuoso. Cuán insensatos son los que pretenden poseer grandes y extraordinarios talentos ministeriales. El mayor genio de este siglo no tiene más que un minúsculo grado de los inmensos tesoros de la ciencia universal. No debemos, pues, permitir que el orgullo domine nuestro corazón.
Dice el Evangelio que cuando Satanás tentó a Jesús, “le llevó… a un monte muy alto”. Y allí es a donde lleva al ministro: a un elevado monte de arrogancia, pretensión y orgullo. En esa situación, cuán oportuna es la pregunta. “¿Dónde está el Asia?”
Un anciano profesor, irritado ante un alumno vanidoso e infatuado, perdida la paciencia le dijo:
—Joven, si te pudiera comprar por lo que realmente vales, y luego venderte por lo que supones valer, me haría rico repentinamente.
Es tan fácil que el predicador, principalmente en los primeros años de su experiencia ministerial, sea arrastrado por la corriente del orgullo y la infatuación, que quién sabe si algún piadoso hermano, observando su altivez y arrogancia no esté pensando y diciéndose para sus adentros lo que el profesor le dijo a su vanidoso discípulo.
La vida y la muerte de Cristo constituyen una severa censura para toda especie de infatuación y orgullo existentes en el corazón de un ministro.
Orgullo del nacimiento o la ascendencia— “¿No es éste el hijo del carpintero?” (Mat. 13:55).
Orgullo del honor— “¿De Nazaret puede salir algo de bueno?” (Juan 1:46).
Orgullo del aspecto personal— “No hay parecer en él, ni hermosura” (Isa. 53:2).
Orgullo de la reputación— “Amigo de publicanos y de pecadores” (Luc. 7:34).
Orgullo de la erudición— “¿Cómo sabe éste letras, sin haber estudiado?” (Juan 7:15).
Orgullo de la superioridad— “Yo estoy entre vosotros como el que sirve” (Luc. 22:27).
Orgullo del éxito— “Despreciado y desechado entre los hombres” (Isa. 53:3).
Orgullo de la capacidad— “No puedo yo hacer nada por mí mismo” (Juan 5:30).
Orgullo del intelecto— “Según me enseñó el Padre, así hablo” (Juan 8:28).
Pero, ¿qué es el orgullo? Una estimación exagerada del propio individuo en relación con sus talentos, realizaciones, méritos o posición. Quien cultiva la virtud de la humildad no ignora el valor de los talentos, realizaciones y méritos personales, pero los atribuye a Dios y los somete a sus designios.
“Los que han tenido la experiencia más profunda en las cosas de Dios, son los más alejados del orgullo o engreimiento. Cuando los hombres tienen los más exaltados conceptos de la gloria y excelencia de Cristo, el yo se rebaja, y ellos sienten que el lugar más humilde en su servicio es demasiado honroso para ellos” (Obreros Evangélicos, pág. 338).
Después de haber predicado uno de sus más extraordinarios sermones, Henry Ward Beecher fue elogiado por uno de sus oyentes. Aproximándose al predicador el hombre le dijo:
—Dr. Beecher, usted es una de las personas más ilustres que conozco.
El talentoso ministro le respondió con sencillez:
—Pero el ilustre se ha olvidado de su propia persona.
Hoy es necesario que haya obreros con un espíritu tal.
El apóstol Pablo tenía una humilde opinión de su éxito y de sus triunfos como ministro y, con autoridad, nos advierte contra la sobreestimación propia (Rom. 12:3). Así pues, si acaso nos olvidáramos de este consejo y fuésemos asaltados por el deseo de considerar exageradamente los limitados dones ministeriales que poseemos, recordemos la pregunta formulada por el sabio: ¿Dónde está el Asia?