Segunda parte – Aunque la independencia casi desbarató la vida de la iglesia en los países iberoamericanos, sin embargo el clero político resistió tenazmente y su influencia fue de gran peso sobre las nuevas repúblicas en su período formativo.

LA LUCHA POR LA LIBERACIÓN

Las ideas liberales saturaban la atmósfera europea y americana durante la última parte del siglo dieciocho. En Europa, escritores como Lamartine, Rousseau, Voltaire, Montesquieu y John Locke habían convencido a la gente de que cada individuo tenía sus propios derechos que no le podían ser negados por el gobierno.

La Revolución Francesa, identificada en cierto grado con la lucha en los Estados Unidos, ejerció una influencia aún más fuerte en las mentes del pueblo latinoamericano. El lema ‘‘libertad, igualdad, fraternidad” se convirtió en el santo y seña entre los pensadores progresistas de Latinoamérica que habían perdido la fe en la autoridad de la iglesia y en el derecho divino de los reyes.

“Ya se había preparado el terreno mediante una infiltración gradual en los círculos educados criollos de las doctrinas de algunos de los grandes pensadores franceses del siglo dieciocho. A despecho de la inquisición, las obras de Montesquieu, Voltaire y Rousseau habían sido introducidas de contrabando en la América española y hallaron miles de lectores. La famosa Enciclopedia, cuyo principal redactor era Diderot, era un verdadero arsenal del cual los criollos sacaban las armas para atacar el sistema de gobierno español. El estallido de la Revolución Francesa fue saludado con entusiasmo, y su desarrollo fue seguido con sostenido interés. Diversos protagonistas de las guerras de independencia, especialmente Miranda y Bolívar, fueron testigos presenciales de algunas de sus escenas más cruciales. Sus principios se difundieron rápidamente y sirvieron de gran ejemplo para los futuros dirigentes de la lucha por la independencia. En 1794, la Declaración de los Derechos del Hombre fue traducida al español y distribuida por todo el norte de Sudamérica por un destacado criollo de Nueva Granada, Antonio Naiveo, quien casi pagó con la vida su temeridad”.[7]

Las únicas personas que estaban satisfechas con las condiciones de vida coloniales eran los funcionarios españoles y portugueses, el clero y los grandes terratenientes. Nadie que tuviese tendencias liberales aceptaba de buen grado la prohibición de leer libros liberales, o la posibilidad de ser acusado de herejía por la inquisición (establecida por la iglesia). Si era un comerciante, estaba disgustado por los impuestos injustos y la negativa de poder emprender negocio alguno que a un español o portugués se le ocurriese reservar para su propia estirpe. Al espíritu de libertad que misteriosamente se esparció por América y Europa en el último cuarto del siglo dieciocho, se añadió el sentimiento de descontento en Latinoamérica debido a los numerosos abusos de autoridad ejercidos por las autoridades coloniales.

Sí, el deseo de libertad estaba listo para mostrarse en los hechos. Sólo se necesitaban dirigentes y organizaciones, y la oportunidad estaba por presentarse.

NAPOLEÓN HACE INICIAR LA REVOLUCIÓN EN AMÉRICA

Fue Napoleón Bonaparte quien en realidad comenzó el movimiento por la independencia en Latinoamérica. Sin proponérselo, Napoleón ayudó a las colonias en su lucha por la libertad.

En 1808 Napoleón invadió España y aprovechó una disputa entre Carlos IV y su hijo Fernando para forzarlos a renunciar a sus derechos reales, y puso a su hermano José en el trono. Siendo que la monarquía era el único nexo constitucional entre España y América, este acto de Napoleón tuvo consecuencias insospechadas.

Era la oportunidad de Sudamérica, porque aunque había ejércitos españoles en América, España poco o nada podía hacer para fortalecerlos. La rebelión era inevitable.

Se encendieron las llamas de la revolución, y bajo las espadas de Simón Bolívar, José de San Martín, Bernardo O‘Higgins, Hidalgo, Morelos, Juárez y Sucre, se alcanzó la codiciada libertad.

En 1826 se habían constituido nueve estados soberanos. Estos eran los Estados Unidos Mexicanos, la Federación Centroamericana, la Gran Colombia (que abarcaba a Colombia y Venezuela), las Provincias Unidas del Río de La Plata (Argentina y Uruguay), Paraguay, Perú, Bolivia, Chile y Brasil.

Estaba sacudido el yugo de España y Portugal, pero estas nuevas repúblicas en sus años subsiguientes habrían de sufrir por la herencia de un eclesiasticismo medieval.

IGLESIA Y ESTADO BAJO LA REPÚBLICA

La independencia casi desbarató la vida de la iglesia en los países iberoamericanos. La iglesia colonial había permanecido muy española y portuguesa, y la capa más alta de la jerarquía era principalmente de origen español y portugués. Era natural que la iglesia se identificase con el gobierno peninsular y que sus privilegios fuesen eliminados en el nuevo sistema.

Sin embargo, en su libro Greater Good Neighbor Policy, dice Barclay: “La iglesia, consciente de su riqueza y fuerza, celosa de su poder, decidida a que ninguno de sus privilegios fuese abrogado, tomó una actitud agresiva. No vaciló en ningún país en desafiar al nuevo gobierno republicano. Insistió en asumir y ejercer los derechos que previamente ejercía la corona. Al hacerlo así se convirtió decididamente en un poder político, como lo había sido en esencia durante trescientos años, y como tal se constituyó en un rival del nuevo estado”.[8]

En efecto, la iglesia resistió tenazmente contra la determinación de los nuevos estados a librarse de la dominación política clerical, y su influencia fue de gran peso sobre las nuevas repúblicas en su período formativo.

En la asamblea que redactó la primera constitución de Perú, el artículo propuesto sobre la religión rezaba: “La religión del estado es la Iglesia Católica Apostólica Romana”. Hubo una gran lucha por la palabra “única” o “exclusiva” que un miembro del comité de constitución, bajo la influencia de la iglesia, quería insertar. Finalmente la constitución, en su artículo 49 incluyó estas palabras: “La nación profesa la religión Católica Apostólica Romana. El estado la protege y no permite el ejercicio público de ninguna otra”.[9]

Largos debates sobre la misma cuestión tuvieron lugar en las asambleas de otras naciones. Sin embargo, a pesar de toda la oposición de los patriotas al clero, la iglesia se las arregló para incluir en la constitución de cada nuevo estado una cláusula que hacía de la Iglesia Católica Romana la iglesia establecida, la única permitida por la ley.

“A pesar de los ingentes esfuerzos de sus dirigentes, los generales San Martín y Bolívar, las autoridades eclesiásticas tuvieron la influencia suficiente sobre los forjadores de las nuevas constituciones como para hacer que fuese ilegal cualquier otro culto fuera de la Iglesia Católica Romana”.[10]

De hecho el pueblo había ganado su libertad política, pero había de seguir otra larga lucha: la de una “iglesia libre en un estado libre”.

ABSOLUTISMO RELIGIOSO

Era muy fuerte el dominio de la iglesia sobre la ley en las nuevas repúblicas. De acuerdo con el primer código criminal de Brasil (1830), era un crimen para los miembros de otras religiones construir templos para su culto.[11] El código penal de Perú establecía que cualquier intento de alterar la religión católica romana sería castigado con “la expulsión del país por tres años”.[12] La constitución trazada por Chile en 1818 declaraba que la protección de la fe católica debía ser uno de los deberes del estado, “el cual nunca permitirá ninguna otra religión o doctrina pública contraria a la de Jesucristo”.[13] La primera constitución de Argentina, promulgada en 1819, establecía que la Iglesia Católica Romana tendría una representación permanente en el senado, y dio a los prelados el rango de ministros del estado.[14] En el concordato entre la Santa Sede y la República del Ecuador (1862) hay la siguiente cláusula:

“El catolicismo romano y la religión apostólica ha de continuar siendo la religión de la República del Ecuador. Por lo tanto ningún otro culto puede practicarse, ni puede tolerarse ninguna otra secta en la república”.[15]

El primer código penal de Bolivia en el artículo 195 decía: “Todo el que conspire directamente y de hecho para establecer cualquier otra religión en Bolivia, o se proponga que la república deje de profesar la religión católica apostólica romana, es un traidor, y deberá sufrir la pena de muerte”.[16]

Impulsada por el firme deseo de apoderarse del poder temporal en toda su plenitud, la iglesia se negó a aceptar el matrimonio civil. En los Actos y Decretos del Concilio de Obispos Latinoamericanos en Roma (1898) hallamos los siguientes artículos:

“Entre los fieles no puede concederse el matrimonio a menos que al mismo tiempo sea un sacramento; y, por lo tanto, cualquier otra unión que haya entre cristianos de un hombre y una mujer, aparte del sacramento, aun cuando se haga en fuerza de la ley civil, no es más que un vergonzoso y pestilente concubinato… Por lo tanto, enséñese a los fieles en nuestras regiones, en todas las cuales, sin excepción, el decreto “tametsi” del Concilio de Trento ha sido incuestionablemente promulgado y recibido, según el cual ningún matrimonio es válido si se contrae sin la presencia del sacerdote, y que la descendencia de una unión civil es ilegítima ante Dios y la iglesia”.[17]

La iglesia también trató de condicionar las leyes de inmigración, y proscribió la inmigración de la Europa protestante. El inmigrante tenía que ser católico; y para asegurarse de esto, un cura viajaba a bordo de cada barco para examinar el estado de gracia de cada persona que ingresaba, ya fuese de ascendencia ibérica o extranjero. El solicitante podía padecer de lepra, viruela o fiebre amarilla, pero si su salud espiritual estaba bien, el sacerdote ponía sobre él el sello de aprobación.

Es fácil comprender la autocracia de la iglesia expresada en estas leyes y en esta política. No afectada por el paso de los años, separada del progreso del mundo y del contacto con el pensamiento reformado y progresista, la Iglesia Católica en Sudamérica quedó como la depositaría de las supersticiones, la intolerancia y la tiranía religiosa de la Edad Media.

EL CONFLICTO ENTRE IGLESIA Y ESTADO

Como hemos dicho antes, desde los mismos albores de su independencia, todos los estados hicieron de la Iglesia Católica la iglesia del estado. Sin embargo, tan pronto como los liberales comenzaron a poner en efecto sus ideas sobre la educación popular, la igualdad social y económica, el sufragio, la libertad de conciencia y de imprenta, fueron desafiados por las autoridades de la iglesia. Pronto se trazó la línea divisoria, y en la mayoría de los países se libraban constantemente batallas políticas entre clericales y liberales. Al intensificarse la lucha, los dirigentes liberales acusaron al clero de prácticas inmorales y proclamaron la necesidad de una reforma moral. Denunciaron la enorme riqueza de la iglesia, que poseía grandes territorios y disponía de sumas millonarias para empresas comerciales y usos políticos. En efecto, en el transcurso de tres siglos, la iglesia había llegado a ser inmensamente rica. “‘En Perú, por ejemplo, al fin de la era colonial, poseía casi el cuarenta por ciento de todas las casas y la tierra laborable”.[18] Lucas Alamán, historiador mexicano, estimaba que “no menos de la mitad de la propiedad inmueble y del capital del país pertenecía a la iglesia. Gran parte del resto estaba controlado por la iglesia mediante amortizaciones”.[19] Esta riqueza casi increíble ofrecía a los pensadores liberales una tentación demasiado grande como para ignorarla.

Fue precisamente en México donde la amarga controversia entre los liberales y el clero (conservadores) alcanzó su forma más virulenta. Como resultado de esta lucha, México, bajo la dirección de Benito Juárez y con la constitución de 1870, declaró la separación de la iglesia y del estado. La “propiedad eclesiástica fue nacionalizada; las órdenes religiosas fueron suprimidas; se hicieron obligatorios el matrimonio y el registro civil; la iglesia y el estado fueron completamente separados”.[20]

Brasil siguió a México cuando estableció la república en 1889.[21] Cuba y Panamá contemplaron la separación en sus primitivas constituciones. En 1923 el presidente Alessandri propuso al congreso de Chile que “la iglesia fuese separada de toda conexión política”.[22]

Así, gradualmente, en todas partes de Latinoamérica los privilegios eclesiásticos de toda clase se iban aboliendo y se implantaban los principios de la libertad religiosa.


Referencias:

[7] Hermán G. James y Percy A. Martin, The Republics of Latin America, Nueva York, Harper and Brothers, 1923, págs. 81, 82.

[8] Wade C. Barclay, Opus, cit., pág. 62.

[9] Homer C. Stuntz, South American Neighbors, Nueva York, The Methodist Book Concern, 1916, pág. 98.

[10] Id., pág. 50.

[11] J. Lloyd Mechan, Church and State in Latin America, Chapel Hill, The University of North Carolina Press, 1966, pág. 265.

[12] Stuntz, Opus cit., pág. 98.

[13] Barclay, Opus cit., pág. 63.

[14] Id., pág. 67.

[15] Citado por John Lee, Religious Liberty in South America, Cincinnati, Jennings and Graham, 1907, pág. 13.

[16] Id., pag. 12.

[17] Id., pag. 19.

[18] Austin F. Macdonald, Latin American Politics and Government, Nueva York, Thomas Y. Crowell Company, 1950, pág. 17.

[19] Barclay, Opus cit., pág. 65.

[20] James and Martin, Opus cit., pág. 340.

[21] Austin F. Macdonald, Opus cit., pág. 126.

[22] Barclay, Opus cit., pág. 67.