Suele llamarse zona peligrosa cierto perímetro que, por cualquier razón, expone a riesgos a quien penetre en él. Es diferente de la zona prohibida, que lo es, generalmente, por cierto tiempo y se basa en razones de orden personal o colectivo, al paso que la zona peligrosa no está vedada a la frecuentación habitual aunque exponga a los que penetren en ella a posibles riesgos. Por lo tanto es lógico que al llegar a los límites de esa zona habrá que tomar los debidos cuidados y precauciones que el caso exige para que nada anormal ocurra, o por lo menos se sepa cómo enfrentar lo que sobrevenga. En esa zona el peligro está, por así decir, al acecho, esperando un momento de descuido para entrar en acción.
Al atravesar esas zonas de peligro muchos lo hicieron sin ninguna novedad; otros tuvieron que luchar para sobrevivir; otros todavía perecieron en el camino; y un buen número retrocedió amedrentado. Naturalmente, esto ocurre en zonas de peligro real, y si lo citamos es sólo para establecer un paralelo con otra zona topológica, aunque tan real como la otra, por las circunstancias implicadas y por analogía. Es la zona de la fama.
Se representa a la fama con una mujer que toca una trompeta, lo cual no deja de ser una alegoría significativa, porque la mujer siempre ejerce atracción, y la trompeta hace alarde. La fama proviene de la reputación adquirida que se hizo notoria, adquirió publicidad, se hizo noticia. Un modesto operario puede adquirir fama entre sus compañeros por su habilidad profesional; pero también puede tenerla por su espíritu alegre y risueño, o por su capacidad de relatar anécdotas y chistes. Pero la zona peligrosa a que aludimos es cierto período de vivencia del individuo que podríamos denominar estado de suficiencia.
Crecer, ser algo en la vida, destacarse, son deseos normales innatos en el individuo culto, y es obvio que las personas procuren instruirse cada vez más y mejor teniendo como blanco una posición destacada, el punto anhelado de realización. Logrados esos objetivos, que son innegablemente duros y difíciles, se ha llegado a la cumbre de la montaña desde donde se pueden ver mejor las cosas y mirar “desde arriba” a todo lo que está allá abajo, inclusive a las personas, nuestros semejantes. El problema que se presenta ahora ya no es el de subir, sino el de mantenerse en la altura. Es muy humano el deseo de seguir siendo noticia; algunos por vanidad o por orgullo; otros por juzgarse con derechos adquiridos. Es lo que se hace o se piensa hacer para conservar el “nombre” (la fama adquirida) lo que condiciona un estado de ánimo que se transforma en zona peligrosa.
Narciso es el nombre de un personaje mitológico cuya historia lo describe de aspecto muy hermoso, y que por lo tanto era muy amado por todas las ninfas. Pero como en aquel tiempo no había espejos, Narciso ignoraba su belleza y permanecía insensible a los requerimientos de todas las ninfas. Era, por así decir, una belleza entre muchas, o, como diría un poeta, una flor más en la exuberante belleza del jardín. Pero un día, cuando Narciso regresaba de una partida de caza, se dirigió hacia un sereno lago a la vera del camino y se inclinó para saciar la sed. Fue entonces cuando vio por primera vez su propia imagen allí reflejada en el agua límpida y tranquila. Sorprendido, se levantó impresionado, y desde entonces quedó enamorado de sí mismo, hasta que al fin murió de esa pasión enfermiza; pero, como era hermoso, fue transformado en la flor que hoy tiene ese nombre.
Es una leyenda, naturalmente, pero que encierra lecciones para la vida y se aplica bien al estado en que se encuentra el individuo que alcanza la zona de la fama, la zona peligrosa. Cuando Narciso vio su rostro en el espejo del lago y llegó a la conclusión de que era realmente hermoso, el yo se ensalzó y se hizo un dios de sí mismo.
El que posea una hermosa voz, o es un excelente orador, o tiene brillantes cualidades de administrador, o es muy disputado como evangelista de éxito, será bueno que no se mire en el “espejo” como lo hizo Narciso, sino que siga, en humildad y sencillez, siendo lo que siempre fue “en palabra, conducta, amor, espíritu, fe y pureza”, siguiendo “la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la mansedumbre”.
La posición o las calificaciones que se hayan alcanzado no son derechos adquiridos inalienables y no deberían ser mantenidos gracias a impulsos de la vanidad o del orgullo, a costa, claro está, de aquellos que nos rodean en forma más allegada y que pueden ser afectados y sufrir las consecuencias de la preocupación que se tenga de seguir siendo lo que otros dicen (o dijeron) que se es. La mitología confirió a Narciso la ventura de ser transformado en bella flor, pero en la vida real muchos “narcisos” sufrieron mutaciones menos poéticas y nada fragantes.
Hay peligro en las apreciaciones encomiásticas que otros hacen de nosotros. Pueden despertar en el ser interior ese terrible virus llamado egotismo que infatúa el alma e insensibiliza la personalidad. Producen “vértigos de altura” y ocasionan una desastrosa derrota. La vida es una sucesión de hechos, como consecuencia de la renovación lógica de valores materiales y humanos. El campeón de antaño puede ser el simple espectador de las conquistas del campeón de hoy. Ser suplantado o perder el mando es un proyectil que tiene un único blanco: ataca mortalmente al egotismo.
La mayor virtud o gloria de quien se juzgue sabio o maestro es formar discípulos que lo sustituyan en la altura y que lo dignifiquen suplantándolo, quizá.
“Pero no debe haber exaltación propia en la obra de Dios. Por mucho que sepamos, por grandes que sean nuestras dotes intelectuales, ninguno de nosotros puede jactarse; porque lo que poseemos no es sino un don que se nos ha confiado, que se nos ha prestado a prueba. El fiel desarrollo de estas dotes decide nuestro destino para la eternidad; pero no tenemos nada que sea causa para exaltar el yo o para levantarnos a nosotros mismos, porque lo que tenemos no nos pertenece” (Testimonios para los Ministros, pág. 383).
Cuán apropiadas son estas palabras de la oración de Agur, ilustre desconocido, citadas en el capítulo 30 de Proverbios (vers. 8): “Vanidad y palabra mentirosa aparta de mí; no me des pobreza ni riquezas; manténme del pan necesario”.