Las expresiones “reavivamiento” y “reforma” han llegado a ser muy familiares para nosotros como adventistas. Hablamos mucho de la necesidad de que ello sea una realidad en nuestras filas. Lo predicamos, oramos por ello pues estimamos que es nuestra mayor necesidad a fin de terminar la obra.

    Entre los católicos se hizo muy popular desde Juan XXIII una expresión que para ellos tendría la misma importancia que tiene el reavivamiento para nosotros: Aggiornamento. El aggiornamento significaba una reforma, equivalía a abandonar los moldes medievales que aún conservaba la iglesia y hacerla más dinámica, moderna, adaptada a las necesidades del siglo XX, presentando soluciones adecuadas y no anacrónicas. Como fruto del Concilio Vaticano II vinieron las reformas en la liturgia, en la vestimenta sacerdotal y en todo cuanto podía ser removido. El aggiornamento lanzó finalmente a los clérigos a una preocupación inusitada en cuanto a la justicia social, transformando a muchos de ellos en líderes políticos y abriendo las puertas a un sinfín de dificultades que han sacudido hasta los cimientos la estructura de la iglesia.

    ¿Dónde estuvo la clave de ese cambio que la jerarquía mayor hoy lamenta? Sin duda en la falta de comprensión de lo que la iglesia verdaderamente necesitaba. La puesta al día no implicaba precisamente la contemporización con los males reinantes, ni la adopción de los métodos que en círculos ajenos a la religión estaban en boga entonces a fin de ir adelante con la tarea que estimaban debían cumplir. Más bien significaba remozar el mensaje a predicarse, devolviéndole la frescura original que tuvo en los primeros decenios de su predicación. Era quitarle todo el lastre que se había acumulado con el correr de los siglos.

    Nosotros clamamos también por una renovación, nuestro “aggiornamento”. Este, sin embargo, debe ser diferente. Procuramos volver al “Evangelio eterno” con toda su pureza. Creemos que el hombre del siglo XX y su problema, es el mismo del siglo I y que la solución es idéntica. Ha variado la forma, pero en el fondo las causas son las mismas. Por eso clamamos por un nuevo Pentecostés, un nuevo Aposento Alto. Eso dará a la iglesia el poder que se extinguió con el rodar de los siglos.

    Pero, ¿tendremos una idea clara de lo que buscamos? ¿Sabremos claramente qué es un reavivamiento, qué lo producirá y cuáles serán sus frutos? ¿No habrá peligro de confundir un reavivamiento con un “emocionalismo” superficial y pasajero? Y al no lograrlo por ese camino, ¿no habrá el peligro de buscar otros métodos que nos aparten de nuestra misión, como el aggiornamento apartó de la suya a muchos de quienes lo buscaban sin entenderlo?

    Analicemos algunos hechos de interés. Primero: el reavivamiento no es sinónimo de espíritu de oración solamente. Una ilustración: Visitábamos hace algunas semanas una ciudad sudamericana, en la que nuestra iglesia es vecina de otra cuya característica principal es el fervor de sus miembros, quienes pasan hasta tres y cuatro noches seguidas en vigilias consistentes en cantos, oraciones y testimonios. Nuestro pastor, señalándonos aquella iglesia nos dijo: “Admiro a esa gente. Tienen un fervor impresionante, no los amedrenta ni el frío ni el sueño en sus largas noches de vigilia. Hombres, mujeres y niños amanecen cantando y orando”.

    Al día siguiente nos encontramos con un caballero que nos dijo: “Soy un ferviente admirador de su iglesia por la calidad de los miembros que la forman. Son gente excepcional, un verdadero ejemplo para la comunidad. No me gustan sus vecinos, pues pasan en constantes peleas, y sus divisiones son verdadero escándalo aquí”.

    ¿Cómo armonizar ambas declaraciones? Es sencillo. Cuando Juan el Bautista hablaba a Heredes de su pecado, éste “le escuchaba de buena gana y hacía muchas cosas” (Mar. 6:20), pero no lo que debía, es decir dejar de hacer lo malo. Los fariseos “hacían largas oraciones” (Mat. 23:14) pero Jesús dijo que éstas eran sólo para ocultar pecados. Sus oraciones no los acercaban a Dios, pues eran algo exterior, de labios y no de corazón, sin el necesario complemento del abandono del pecado. El hecho de orar solamente, aun- que implique sacrificio, no trae automáticamente el reavivamiento.

    Segundo: el reavivamiento no es sólo actividad, acción. La historia registra casos de predicadores, algunos adventistas entre ellos, que eran activísimos en la obra, pero que tenían pecados acariciados a los cuales se aferraban. El tiempo se encargó de revelar su verdadera identidad. Ha habido laicos dinámicos y activos que incluso han ocupado cargos directivos en la iglesia, pero cuya acción no era complementada con una pureza interior o un abandono del pecado.

    El reavivamiento tiene ambas características unidas. No es actividad sola, pero es actividad. No es sólo pasividad, meditación, aunque tiene algo de reposo, de quietud. No es sinónimo de monasterio, de ermita, aunque tiene algo de lo que allí se ve.

    El reavivamiento es oración que conduce a la acción. Por eso el reavivamiento es reforma también. El hombre siente la necesidad de que una nueva corriente espiritual circule por su vida y la pide a Dios en oración. Dios le revela su verdadera condición. Si es sincero, no queda simplemente lamentando el hecho de ser un pecador —pues eso crearía en él un complejo de culpabilidad— sino que va más allá. Fortalecido por la gracia divina abandona el pecado y recibe fuerzas para no volver a caer más en él. Examina su vida y saca de allí —sin sentimentalismo o arrobamiento— por la gracia de Dios, todo pecado y empieza una nueva vida. Así se produce el reavivamiento.

    Hemos visto algo parecido en relación con el hábito de fumar. Algunos hacen del abandono del vicio una experiencia con base sentimental, quizá trágica. Piensan tanto en el asunto y luchan tanto que al final dejan el cigarrillo, pero padecen una neurosis o una depresión emocional. Otros, en cambio, al ser conscientes de los males de su proceder, deciden dejarlo. Dicen “No fumo más” y asunto concluido. Dedican entonces sus pensamientos a algo constructivo y ya no les molesta más el hábito. A veces se denomina santidad o consagración a un estado de neurosis fruto de un sentimentalismo enfermizo. No es ése el reavivamiento que buscamos.

    En nuestro caso como ministros de Dios, ¿cómo lograremos el anhelado despertar? Orando sincera y profundamente. Pero acto seguido, abandonando todo pecado conocido. Todo es obra, claro está, del Espíritu Santo, pero éste no anula nuestra voluntad sino que nos da poder para sintonizarla en la misma onda de Dios. “El obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros” (1 Sam. 15:22).

    En la vida de todo ministro hay tal vez faltas más o menos comunes que deberíamos eliminar sin vacilar. Una de ellas es la crítica. Sabemos que es dañina, que perjudica tanto al que es blanco de ella como a su autor. Puede haber noches enteras de oración formal en la vida de personas que tienen el hábito de la crítica y se beneficiarán poco y nada a menos que haya abandono de la falta. “El espíritu de oración animará a cada creyente, y el espíritu de discordia y de revolución será desterrado de la iglesia” (Joyas de los Testimonios, tomo 3, pág. 254). “Vi que los hijos de Dios aguardaban a que sucediese algún cambio, y se apoderase de ellos algún poder competente. Pero sufrirán una desilusión, porque están equivocados. Deben actuar; deben echar mano del trabajo y clamar fervorosamente a Dios para obtener un conocimiento verdadero de sí mismos” (Servicio Cristiano, pág. 55).

    Cuando llega la primavera y todo comienza a revivir, hay quienes se dedican a escribir hermosos versos loando las virtudes de esa estación hermosa. El agricultor, en cambio, comienza a arrancar las malas hierbas que también brotaron y que amenazan ahogar la cosecha que quiere tener para el verano. Frente a la reforma y al reavivamiento anhelados, podemos elaborar y predicar hermosos sermones, pero eso ejercerá menos influencia que si nos dedicamos primero a poner nuestra vida de acuerdo con el ideal divino. Predicaremos sobre las glorias que vendrán, pero diremos en nuestros sermones que “la santidad no es arrobamiento” ni “éxtasis espiritual en circunstancias extraordinarias”, sino “una entrega completa de la voluntad a Dios” (Id., pág. 292).

    Cuando eso suceda en toda la iglesia, el Espíritu Santo caerá como una lluvia bienhechora. Entonces se verán prodigios que ni imaginamos y Jesús vendrá. Somos nosotros, los ministros de la iglesia, quienes debamos iniciar y ser los líderes en esta obra.