“Apreciados hermanos, esta mañana vamos a abrir la Palabra de Dios en…”. El predicador comenzó su sermón en la forma acostumbrada. Mientras los presentes buscábamos una posición más cómoda en nuestros asientos, yo me preguntaba si esa mañana vería más claramente a Jesús, si sería bendecida y consolada por nueva esperanza. El título “Un día en la vida”, no me decía nada. Yo acababa de vivir la peor semana de mi vida. Estaba anhelando que se me recordara el cuidado de Dios hacia mí.
“ ‘En el principio creó Dios los cielos y la tierra’ ”…
Oh, la historia de la creación. Es siempre un tema maravilloso. Sin embargo, hace mucho que el pastor no hablaba de eso. Tranquilicé a los chicos y “sintonicé” de nuevo.
“ ‘Polvo eres, y al polvo volverás’. Queridos hermanos, todos hemos perdido a algún familiar. Todos conocemos la agonía que acompaña a la muerte”…
¿Va a hablar acerca de la muerte? ¿Hoy? ¡No! Me dan ganas de levantarme y pedirle que no siga. Pero sigo sentada, con los pulgares cruzados, los puños cerrados, apretando los dientes, mientras él continúa.
“Todavía puedo recordar el fallecimiento de mi propia madre, aún puedo verla en su lecho de dolor, como si hubiera ocurrido la semana pasada. Mientras jadeaba fatigada en procura de un poco de aire, su pálido rostro y el cabello encanecido contrastaban con el tono tostado de la habitación del sanatorio”.
El predicador miraba fijamente un punto, más allá de la congregación. “Odiaba esa sala esterilizada: las cortinas corridas y el frasco de suero hablaban de muerte. Hubiera querido arrancar a mi débil madre de los brazos de la muerte, pero tenía que estar allí, impotente. Traté de aliviar mi tensión y su cansancio leyendo nuestras promesas de esperanza preferidas”…
Se me abrió la boca, que tenía reseca. Me apreté contra el asiento.
“Yo también puedo recordar la muerte de mi madre… Ella murió la semana pasada, pastor”, murmuré mentalmente en dirección del púlpito.
Oh, Dios mío, haz que no siga.
“Ella murió, sin embargo”, prosiguió el predicador, “con Dios en su corazón. Estaba preparada. Estoy tan feliz de que tengamos esta bienaventurada esperanza. ¿No dicen ustedes ‘amén’ a esto, hermanos?”
Mi madre también tenía “a Dios en su corazón”. Pero la pregunta que me atormentaba mientras la veía sufrir corría nuevamente por mi cerebro. ¿Dónde estaba Dios cuando lo necesitábamos? Nosotros creemos en la vida eterna. Mi esperanza de verla en el cielo es lo único que me impide volverme loca. Pero ¿por qué todo ese sufrimiento, oh, Dios?
“Dios siempre está a nuestro lado, nunca lo olvidemos”, aconsejó el pastor. “En el Salmo 91:11 leemos: ‘Pues a sus ángeles mandará acerca de ti, que te guarden en todos tus caminos’. Nuestro Dios y Creador no nos abandonará, mis amigos. Aunque la muerte y el mal siempre están a nuestro lado, debemos recordar que nuestro Dios es un Dios de amor. Aunque el día de la muerte puede alcanzarnos a cada uno de nosotros, la muerte segunda no tiene poder sobre aquellos que creen en la muerte expiatoria y la resurrección de Cristo. Dios nos ama. Vamos a orar”.
¿Estaba Dios allí? Entonces, ¿por qué sufrió ella? ¿Y tenía usted que recordarme que mis hijos habrán de hacer frente a mi muerte con igual angustia, a pesar de nuestra “esperanza”? ¿Dónde estará entonces el amor de Dios? Pastor, yo necesito nueva esperanza con la cual hacer frente a esta semana. Usted solamente ha logrado sumirme nuevamente en la angustia y la desesperación. ¿Habré de volver la semana próxima para otra dosis?
Me levanté secándome una lágrima y conteniendo otras con los párpados. Los chicos, olvidados de todo, salen sonrientes. El pastor les acaricia las cabezas enruladas. ¿Habré de estrecharle la mano?
“Apreciados hermanos, esta mañana vamos a abrir la Palabra de Dios en…”. El pastor comenzó su sermón en la forma acostumbrada. Mientras buscábamos una posición más cómoda en nuestros asientos, yo me preparaba para oír hablar del cuidado de Dios hacia mí.
“‘En el principio creó Dios los cielos y ¡a tierra’”…
La historia de la creación. Puede ser un tema muy inspirador. Tranquilizo a los chicos y miro atentamente al pastor que prosigue hablando.
“¿Han oído cantar a los pájaros esta mañana, amigos? ¿Siguen floreciendo los pimpollos en sus jardines? Ciertamente nadie puede sustraerse a la gloriosa luz del sol este día. Dios creó cada cosa perfecta y pura. Adán y Eva también eran perfectos y hermosos. Dios, en su insondable sabiduría y su justicia, les dio el libre albedrío, la capacidad de escoger libremente. Además, tenía un plan de salvación y redención ya listo cuando Adán y Eva se arrepintieron de su desobediencia. Cristo está listo para dar la bienvenida a cada pecador arrepentido en la vida eterna. Todo lo que pide es confianza y obediencia”.
Mi madre confiaba en él, vivía por él, lo amaba, sin embargo él la dejó sufrir y morir. Estos pensamientos se acumulan y caen desordenados en mi mente. Anhelo recibir una respuesta. ¿Por qué, pastor? ¿Por qué, Dios mío?
“En ningún momento Dios dijo ‘no moriréis’”, recalca el pastor. “Aunque todos debemos pagar el precio del pecado, se nos asegura que Jesús sufre cada dolor y aflicción juntamente con nosotros. El intercede por nosotros, a fin de que creyendo en él podamos vivir. Es la muerte segunda, la muerte eterna aquella de la cual el amor de Dios puede salvarnos. No necesito describir cuán horrible puede ser la primera muerte: todos estamos demasiado familiarizados con ella. Pero, apreciados hermanos, pensemos en la segunda, la muerte eterna, la muerte sin esperanza, y alabemos a Dios por el don de su Hijo quien vino a morir la muerte más cruel a fin de que nosotros pudiéramos vivir nuevamente y para siempre. Hermanos, ¿ven ustedes los rayos del sol que entran por estas ventanas? Toda la naturaleza declara el poder vivificador de Dios, y.…”.
Y la luz del sol ilumina mi alma ensombrecida. ¡Vencida está la muerte segunda! Sí, la esperanza es ahora clara y refulgente una vez más. Sí, pastor, “Dios es nuestro amparo y fortaleza”. Mis ojos brillan con lágrimas de gozo mientras las palabras del pastor suavizan la herida de mi corazón.
“Las flores se abren cada primavera, y nos recuerdan el poder de Dios. Es Dios el que manda. Mi oración es que cada uno de nosotros abra sus ojos a la gloria de Dios”, dice radiante el pastor, “y que esa gloria sea un refrigerio y un motivo de elevación espiritual durante la nueva semana. Busquemos nuestro himno final, el número 238, ‘Al andar con Jesús”
Salgo sonriendo, estrechando la mano del pastor con el agradecimiento dibujado en mi rostro.
“Miren las flores, chicos”, digo a mis hijos señalando los canteros con pensamientos. “Ellas nos dicen que Dios nos ama”.