Al tratar de armar una máquina que había desarmado intentando reparar, deseé con todas mis tuerzas tener una mano o un brazo más para poner todas las piezas en sus lugares específicos.
¿Nos hemos detenido a pensar alguna vez cuán importante es para nosotros la mano o el brazo? Procuren imaginar lo que sería realizar sus tareas habituales con sólo el brazo izquierdo (o sólo el derecho, da lo mismo). Lo experimentamos en forma vivida en las ocasiones en que un accidente nos inutiliza un brazo por unos días o semanas.
En nuestro trabajo pastoral, sin duda, nos hemos encontrado con situaciones semejantes más de una vez. ¡Tanto para hacer y sólo dos brazos! Algunos de nosotros, más limitados, apenas tenemos un brazo útil. ¡Qué daríamos por tener los dos brazos en condiciones ideales, y si fuera posible, uno o más brazos adicionales!
Pero la verdad es que esos brazos están a nuestra disposición. Y lo mejor es que no sólo son brazos, sino detrás de ellos hay mentes y corazones ansiosos por ayudarnos en nuestra tarea, si tan sólo lo pidiéramos, o les diéramos la oportunidad de hacerlo.
Claro, estoy hablando de los ancianos de las iglesias de nuestros distritos, de mi distrito. ¿Aprecio todo el potencial que está allí, latente, esperando un desafío para ponerse en acción? ¡Cuántas veces los hemos pasado por alto, tal vez por no tomarnos el tiempo de enseñarles, tal vez por un falso sentido de superioridad, tal vez simplemente por descuido!
Los apóstoles Pedro y Pablo no habrían podido hacer mucho sin la ayuda de los ancianos que establecían en las nuevas congregaciones que levantaban por dondequiera que iban. Y ambos se tomaban el tiempo de enseñarles, de adiestrarlos para el cumplimiento de sus tareas, de darles el conocimiento que necesitaban para dirigir y supervisar a los fieles.
Encontramos, por ejemplo, a Pablo en una reunión de ancianos de distrito que realizó en Mileto, donde les hace recordar que anduvo entre ellos “con toda humildad, y con muchas lágrimas… y cómo nada que fuese útil he rehuido de anunciaros y enseñaros, públicamente y por las casas” (Hech. 20:19, 20). Y luego añade: “Por tanto, mirad por vosotros y por todo el rebaño en que el Espíritu Santo os ha puesto por obispos [nótese, de paso, que está hablando a los ancianos, no a los pastores] para apacentar la iglesia del Señor” (vers. 28).
Lo mismo dice el apóstol Pedro, con palabras ligeramente diferentes: “Ruego a los ancianos que están entre vosotros, yo anciano también con ellos… Apacentad la grey de Dios que está entre vosotros, cuidando de ella, no por fuerza, sino voluntariamente… no como teniendo señorío sobre los que están a vuestro cuidado, sino siendo ejemplos de la grey” (1 Ped. 5: 1-3).
¡Gracias a Dios por los muchos buenos ancianos que tenemos en nuestros distritos! Y eso, a pesar de que no siempre los hemos tenido en cuenta, ni los hemos instruido como podríamos haberlo hecho, ni les hemos planteado los desafíos que podrían haberlos inspirado a mayores hazañas por el Señor.
Porque los ancianos de nuestras iglesias podrían ser los verdaderos líderes de sus congregaciones, si se lo permitiéramos. En primer lugar porque ellos son más permanentes que nosotros, los pastores. En segundo lugar, porque generalmente conocen bien a sus hermanos, y pueden lograr de ellos y con ellos más de lo que nosotros mismos podemos lograr. Y en tercer lugar, su influencia en la comunidad puede tener mayor alcance que la de la mayoría de nosotros, que estamos sólo unos pocos años en el lugar (en el mejor de los casos).
En particular, cuanto más grande sea mi distrito, más necesito a mis ancianos. Cuanto más grande la iglesia, más ancianos necesito. Encuentro que Jetro fue inspirado al dar su consejo a Moisés (Exo. 18) de designar jefes de diez, de cincuenta, de cien y de mil. Cada congregación debería tener un anciano por cada cuarenta o cincuenta miembros, que sea como un subpastor, que se interese por el bienestar total de esos cuarenta o cincuenta hermanos, en plena armonía con los cuatro o cinco maestros líderes de las unidades evangelizadoras (“jefes de diez”). Por supuesto que ellos no ocuparán mi lugar, sino que ayudarán a los hermanos en sus necesidades, y podrán atender los problemas más sencillos al principio, y a medida que ganan experiencia, podrán ayudarme cada vez más. Los hermanos estarán más animados, pues saben que tienen el apoyo necesario, y que pueden además, recurrir a su pastor para las situaciones más difíciles. Además, tendría uno o dos ancianos generales para atender otras necesidades, según las circunstancias.
Pero, alguno me dirá, ¿de dónde saco los ancianos que necesito para los grupos e iglesias de mi distrito? Es una buena pregunta, y me alegro de que la haga. Por supuesto, los ancianos no nacen, se hacen. Pero no se hacen de la noche a la mañana, ni aparecen con sólo desearlos, por generación espontánea. Claro que a veces ya los encontramos listos, ansiosos de servir. Pero en muchos casos es necesario un esfuerzo definido de nuestra parte. Esto significa mucha oración, mucha dedicación, mucho trabajo, y no pocas frustraciones. Pero, ¿no nos ha llamado el Señor a “perfeccionar a los santos para la obra del ministerio?” (Efe. 4:12). Esta es una manera de cumplir nuestra misión. Y una manera de multiplicarnos.
Un tiempo después de haber dado un curso sobre estos temas a un grupo de pastores en cierta asociación, me acerqué a uno de los pastores jóvenes que había asistido a él. Cuando le pregunté cómo le iba con los ancianos y los laicos de su distrito me respondió: “Fantástico, pastor; ¡cuanto más hago trabajar a los ancianos, y por medio de ellos, a los laicos, más me quieren! ¡Y más resultados logramos todos juntos!”
¡Qué hermoso es ver los resultados! Si mis ancianos trabajan activamente, tendré más miembros de iglesia en acción. Si mis ancianos visitan al grupo de miembros que está bajo su cuidado en forma regular, mejor atendidos estarán ellos, y más crecerán espiritualmente. El nivel de realización de la iglesia se elevará, habrá más miembros cumpliendo su misión, menos riesgo de apostasía, y mayores resultados para el reino de Dios. Pero esto significa que debo tomarme tiempo para preparar a mis ancianos. Para enseñarles lo que sé. Para acompañarlos en el trabajo hasta que puedan hacerlo solos. Para reunirme con ellos periódicamente a fin de sostenerlos y apoyarlos. Sí, me tomará tiempo, que tal vez disminuya el que pueda dedicar a dar estudios bíblicos a mis interesados. Tal vez me provoque un poco de ansiedad en relación con mi blanco de almas, pero ¿qué es todo eso frente a la posibilidad de liberar el potencial dormido en un grupo de colaboradores que en poco tiempo multiplicará los resultados? Y esa preparación resultará perdurable, pues los ancianos así capacitados podrán continuar sirviendo bajo los pastores que me sucederán cuando salga de este distrito.
Si alguna vez hemos soñado con tener un brazo o una mano más para auxiliarnos en nuestro trabajo pastoral y de evangelización, no perdamos más tiempo en soñar. Hagamos algo. Hagamos que el sueño se convierta en una gloriosa realidad. Es posible, pues muchos colegas ya lo han probado, y han demostrado que no sólo es posible, sino que es lo que muchas iglesias necesitan para su reavivamiento.
Y eso también es lo que Dios espera para derramar sus bendiciones y su Espíritu en forma abundante, para que Cosecha 90 no sólo pueda ser una realidad, sino para que el Señor encuentre que su pueblo está preparado y pueda venir a buscarlo.
Sobre el autor: El pastor Rolando A. Itin es jefe de redacción de la Casa Editora Sudamericana.