Un veterano líder de la iglesia comparte recuerdos, convicciones y consejos con los pastores de la actualidad.

Ya me criticaron una vez por sobreestimar el ministerio pastoral y con eso, aparentemente, causar la impresión de subestimar otras actividades de la iglesia. Me confieso culpable, con las debidas explicaciones. Creo que es tiempo de que me redima por medio de un análisis de mí mismo. Venga conmigo, querido lector, hasta mi infancia.

Soy hijo de pastor. Mi padre era mi pastor. Se trataba de un hombre con una tremenda fuerza moral y física, y resolví que él siempre sería mi gran líder espiritual. Pero ese hombre fuerte enfermó y, por prescripción médica, dejó de trabajar cuando yo tenía sólo nueve años. Estaba acostumbrado a verlo en el púlpito semana tras semana y, aunque siguió siendo el número uno en mi corazón, aparecieron otros pastores en mi vida. Poco a poco fui aceptando la realidad. Finalmente, muchos otros predicadores también llegaron a ser mis modelos. Los observaba mientras guiaban a la gente en la adoración, y eso me impresionaba.

Nuestra familia se encontraba, en ese momento, en una nueva situación; y en ocasiones, cuando papá estaba afuera, no teníamos quién nos llevara a la escuela. Me acuerdo de que, entonces, uno de nuestros pastores, que no tenía hijos, nos llevaba a la escuela. Comencé a sentir el sabor del ministerio y a ver a los pastores como amigos especiales.

Al dar una mirada retrospectiva, comprendo que los pastores siempre fueron una bendición para mi familia y para mí. Por eso, con inmenso placer me he referido a cada uno de esos hombres de Dios como “mi pastor” Nunca vacilo en llamarlos en momentos de real necesidad, pues no quiero cargarlos con cosas triviales. Con cierta frecuencia he solicitado a los pastores que trabajan en otra localidad que atiendan a alguno de mis parientes que están en necesidad, y que viven cerca de ellos. Hasta ahora, ninguno de ellos se negó a hacerlo.

Todos nuestros pastores han sido bondadosos con nuestros hijos. Cuando uno de ellos nos informa que los han visto, y dice que estaban bien, quedo contento por el resto del día. A veces nuestros hijos necesitan algún consejo o advertencia; en esos casos nunca descubrí ninguna actitud condescendiente por parte de mis pastores. Siempre han estado genuinamente interesados en nuestro bienestar espiritual.

Sabiduría santificada

Si algo ha creado un problema de relación con mis pastores, es conseguir que nos traten como cualquier familia de la comunidad, con las mismas necesidades, ansiedades y esperanzas, y que no necesitan dispensamos atenciones especiales. Por otra parte, yo quiero ser un buen ayudante del pastor, y hacerlo entre bastidores, fuera del camino. Temo decir y hacer algo que aumente su carga. Considero que es casi un pecado cardinal entrometerme de manera inadecuada en el programa de la iglesia. No soy el pastor adjunto; ahora estoy jubilado, y tampoco soy un pastor emérito. Nosotros, los de más edad, siempre debemos recordar que ya tuvimos muestra oportunidad; ahora les debemos dejar el lugar a los actuales líderes. Eso es correcto y ético.

Por otro lado, tampoco deberíamos estar pisando sobre huevos todo el tiempo: decir la verdad siempre es necesario, pero la ley de la bondad debe dominar nuestros labios. Puede haber ocasiones cuando discrepemos con el pastor, pero eso debería ser muy de vez en cuando. En todo caso, Mateo 18:15 es la mejor manera de evitar esos corto circuitos. Tampoco deberíamos estar siempre dando consejos. Esperemos hasta que nos los pidan. Aun así, seamos cuidadosos para no imponer ideas personales.

El pastor y la gente necesitan saber que no aceptamos pleitesía. Tampoco tomamos partido en las disputas. Los pastores jubilados deberíamos ser modelos de sabiduría y discreción santificadas. Felizmente, la mayoría de los que conozco son así.

Un liderazgo enriquecido

Ahora vayamos al punto crucial del asunto: el enriquecimiento espiritual del pastor es todo lo que importa. Eso es responsabilidad suya y mía, pastor. Es lo primero que debemos hacer y de ello depende el futuro de la iglesia. Siempre hay y existirá siempre la crítica necesidad de liderazgo en toda organización, incluso en la iglesia. El reconocimiento de esto nos debe llevar a acciones concretas. Debemos encontrar maneras de apoyar a los pastores. Tenemos un grupo celoso de hombres en el ministerio pastoral, que debe ser el foco de nuestra atención. Ya hemos hecho mucho, pero todavía podemos hacer más. La eficiencia de la iglesia depende del celo, la pureza y la inteligencia con que se hace la obra pastoral.

Los pastores fuertes marcan la diferencia. Con un liderazgo correcto, he visto congregaciones enteras que cambiaron su modo de ser, lo que me hace creer en los milagros. El pastor es quien le imprime un nuevo curso al equipo. Él puede conseguir que las cosas sucedan.

Consejos prácticos

Al llegar a este punto, no puedo evitar dar algunos consejos.

A los miembros de la iglesia. No tengan resentimientos contra el pastor. Ya no es tiempo de cultivar esa costumbre; puede dejar marcas para el resto de la vida, tanto en el pastor como en su familia. Tampoco le rindan culto; eso no es bueno para nadie. Se los debe amar, hay que orar por ellos, se les debe prestar cooperación y apoyo. Compartan con ellos sus ideas, mantengan abiertas las líneas de comunicación. Recuerden que la relación que mantenemos con nuestros pastores es un testimonio positivo o negativo para el mundo.

A los dirigentes de campos e instituciones. No ofendan la inteligencia de los pastores con declaraciones banales como: “La obra pastoral es la más grande y la más importante” mientras, al mismo tiempo, ustedes le prestan más importancia a las tareas administrativas y de los departamentos. Los pastores no necesitan oír ni creer esos asertos; sus declaraciones, en cambio, deben ser prácticas. Creen, mediante ellas, un clima que permita el desarrollo de un ministerio fructífero y placentero. Pasen un tiempo como colaboradores en un distrito. Oigan, observen, aprendan. Pónganse en los zapatos del pastor y caminen con sus pies. Sean amigos de ellos y animen a los hermanos para que hagan lo mismo. Eso vale mucho más que todo ese palabrerío rutinario.

A los pastores. El pastor tiene que creer en su trabajo, en su llamado y en la gente a la que sirve. El sentimiento de autoconmiseración no vale de nada. Recurra al Señor en procura de apoyo; él sabe cuánto vale usted. Cuando Elena de White escribió que “en este tiempo, debemos obtener calor de la frialdad de los demás, valor de su cobardía y lealtad de su traición” (Joyas de los testimonios, t. 2, p. 31), estaba hablando del mundo real, del mundo en el que vive el pastor. No podemos permitir que ejerza influencia sobre nosotros el aplauso de los hermanos ni la falta de él. Ya sea que los miembros lo ayuden o lo estorben, no pueden realmente dirigirlo ni impedir que usted avance. Su destino, en última instancia, no está bajo el control de ellos. Ya sea que la gente lo crea o no, lo que el pastor hace por Cristo tiene consecuencias eternas.

Una vocación especial

Karl Menninger tiene algo que decirles a los pastores que a veces acusan la tendencia de envidiar otras profesiones en su comunidad: “El ministro que está delante de su rebaño semana tras semana, hablando media hora acerca de valores eternos, tiene una oportunidad sin paralelo de aliviar las cargas, romper el círculo vicioso de los pensamientos negativos, liberar de la presión de los sentimientos de culpa y de flagelación propia, e inspirar el crecimiento individual y social. Ningún psiquiatra ni psicoterapeuta, que atiende a muchos pacientes a la vez, tiene la oportunidad cuantitativa y cualitativa de sanar almas y curar mentes como el predicador. Y éste también dispone de la magnífica oportunidad de hacer algo que pocos psiquiatras pueden hacer, a saber, prevenir el desarrollo de una ansiedad crónica, de la depresión y otras enfermedades mentales”.

Por encima de todas las demás profesiones, y como resultado de la enorme influencia que ejercen, los pastores deberían ser modelos de integridad y bienestar mental y espiritual. Las ovejas del rebaño del Señor están en sus manos; son maleables y vulnerables. Conducirlas a una experiencia de fe madura y viable es una operación más difícil que la más delicada operación quirúrgica. Ése es su privilegio, mi querido pastor.

Sobre el autor: Pastor y administrador jubilado. Ex presidente de la División Norteamericana. Reside en Spring Hill, Estados Unidos.