El verdadero culto honra a Dios e inspira las demás actividades de la iglesia, incluso la misión y la evangelización.
El culto tiene raíces bíblicas, históricas y teológicas. Por eso, la búsqueda de sus antecedentes eclesiales debe partir de la Escritura. Pero no es sencillo ofrecer una definición adecuada del concepto de adoración. Definir a la iglesia también es una tarea compleja. Los términos más significativos contribuyen a aclarar la noción bíblica de la adoración en su contexto eclesial. No hay una sola palabra bíblica relativa a la adoración o el culto, sino un conjunto de palabras hebreas y griegas lingüísticamente equivalentes. Esos vocablos describen actos y actitudes.
El término hebreo shajah y el griego proskunéo son los más significativos y los que con más frecuencia se traducen por adoración. Encierran la idea de homenaje y sumisión a Dios. La palabra hebrea abud y la griega latréuo transmiten el concepto de servicio a Dios. Yáré (hebreo) y fobéomai (griego) designan el temor reverente del hombre frente a la realidad divina. El término hebreo kábód y el griego dóxa expresan la gloria y la honra ofrecidas a la dignidad divina. El término hebreo sharath y el griego leitourgéo se refieren al servicio sacerdotal y eclesiástico. Los términos halál y ainéo, hebreo y griego respectivamente, tienen que ver con la expresión audible de la alabanza por medio de la palabra o del canto. Yádáh y exomologéo, hebreo y griego respectivamente, también aportan las ideas de alabar y confesar. Barak (hebreo) y eulogéo (griego) significan bendecir al divino Dador de todo.
Qahal y ekklesía, hebreo y griego respectivamente, encierran la idea de congregación, reunión y asamblea, y describen al pueblo de Dios reunido como consecuencia del llamado divino. Parece que las palabras bíblicas básicas relacionan la adoración con el homenaje, la sumisión, el servicio, la reverencia, la honra, la alabanza y la bendición que la criatura humana le rinde al Creador.
El Nuevo Testamento, aparentemente basado en la Septuaginta, usa la palabra ekklesía para referirse a los cristianos en general (Mat. 16:18; Efe. 1:22; 5:22-33; Hech. 9:4, 31; 2 Cor. 10:32; 12:28; 15:9; Col. 1:18, 14; Heb. 12:23), o como congregación local (Mat. 18:17; Hech. 5:11; 8:1, 3; 11:22; 13:1; 14:23; 15:41; Rom. 16:5; 1 Cor. 1:2; 4:17; Col. 4:16; 2 Ped. 5:13). El vocablo también se usa para referirse a los cristianos reunidos con el fin de adorar (1 Cor. 11:18; 14:13, 28). A veces se le añaden a la palabra iglesia expresiones como “de Dios” o “de Cristo” (Hech. 20:28; 1 Cor. 1:2; 10:32; 11:16, 22; 15:9; Gál. 1:13; 1 Tes. 2:14; 2 Tes. 1:4; 1 Tim. 3:15) para indicar que los que son de Dios o de Cristo pertenecen a la iglesia.
Definición de los conceptos
La adoración se podría definir como la respuesta positiva del hombre redimido a la iniciativa de Dios de revelar sus atributos y sus acciones, sobre todo la creación, la redención y la providencia. El concepto de iglesia, en el cristianismo católico, subraya tradicionalmente la dimensión horizontal, por su énfasis en la comunidad histórica. En el protestantismo, la dimensión es vertical y objetiva, por su concepto de una iglesia llamada a existir por la predicación de la Palabra de Dios. La iglesia libre sostiene una dimensión vertical subjetiva, por su acento en la respuesta de los creyentes a los requerimientos divinos.
Lo cierto es que la iglesia se debe definir como una asamblea que aparece en respuesta al llamado divino. Se la puede describir como una asamblea de creyentes en Jesucristo, convocada y reunida por Dios mediante la predicación del evangelio.
Hay, entonces, un denominador común entre los conceptos de iglesia y adoración. Existen dos elementos vinculados a la idea de iglesia: uno objetivo, la iniciativa divina en la convocación y la congregación, y otro subjetivo, la respuesta humana al llamado divino. La adoración también reconoce la iniciativa divina y la respuesta humana. Ambos tienen que ver con un encuentro entre el Dios infinito y el hombre finito.
CATOLICISMO, PROTESTANTISMO Y CARISMATISMO
La iglesia de los primeros siglos era consciente de su vocación divina en Cristo. Por eso, rechazó las presiones de la adoración imperial y pagana, y practicó con claridad una adoración cristocéntrica y trinitaria. A partir de Constantino, la situación de la iglesia experimentó un cambio decisivo: adoptó formas imperiales de organización, y su culto reflejó ese cambio. Durante el período de Constantino, se adoptó el día de descanso estatal, un año litúrgico y un estilo arquitectónico imperial. La iglesia fijó su liturgia, y su culto asimiló las características de las religiones de misterio y de la cultura grecorromana.
Por otro lado, el concepto de una iglesia beneficiada por la mediación de María y de los santos determinó la distinción entre diversas clases de adoración (latría o adoración a Dios, dulia o veneración a los santos e hiperdulia o veneración a María), promulgada por el Sexto Concilio Ecuménico del año 787, y ratificada en Trento. La Constitución Sobre la Sagrada Liturgia del Concilio Vaticano II procura la mayor participación de los fieles en el culto. Designa a la iglesia como el lugar de la salvación de Dios por medio de la celebración de la historia de la redención y, por eso, propone la actualización litúrgica del misterio pascual de Jesucristo. El énfasis del concepto católico de iglesia como continuidad histórica realza la permanente visibilidad de su ministerio, sus credos, su liturgia y sus sacramentos.
El desarrollo de la teología dentro del cristianismo católico fue definiendo el perfil de su adoración. La evolución de la Cena del Señor produjo consecuencias definidas. Después de eso, la vida de la iglesia giró en torno de la celebración de la eucaristía, cuyo concepto sacramental y sacrificial la convirtió en el centro de la adoración católica. Esta tendencia se consolidó con la promulgación del dogma de la transubstanciación, en el Cuarto Concilio de Letrán, en 1215. La posición sacramental de la iglesia les concedió un claro protagonismo a los sacerdotes para la administración de los sacramentos en el servicio litúrgico. Este concepto sacerdotalista y sacramentalista modeló las formas de la liturgia y redujo la participación de la congregación en el culto.
La dependencia de la iglesia de la mediación de Cristo, en el protestantismo, eliminó el “culto inferior” y la distinción entre los diversos tipos de adoración denominados latría, dulia e hiperdulia. Los principios de la supremacía bíblica, la justificación por la fe y el sacerdocio de todos los creyentes modelaron la edesiología y la liturgia del protestantismo. El principio de Sola Scriptura destacó el papel de la revelación divina como fuente de autoridad en la iglesia y en la liturgia. Por eso, el culto protestante tradicionalmente apela al intelecto, por medio de la predicación bíblica, y su adoración tiende a ser racional y no mítica. El principio de Sola Fide destacaba la primacía del papel divino y contribuía a su gloria. El protestantismo le asignó un lugar secundario a la iglesia, su culto y sus sacramentos, y los redujo a meros servidores de la fe. Del mismo modo, el principio del sacerdocio de los creyentes introdujo en la iglesia un sacerdocio común a todos los fieles.
Como resultado práctico, hubo un aumento intencional de la participación de la congregación en la adoración comunitaria. El teocentrismo, en la adoración anterior, se complementó con un mayor énfasis en el antropocentrismo. La orientación trascendente cedió su lugar a un concepto más inmanente acerca de Dios. El énfasis del concepto protestante de iglesia como verticalidad objetiva destacó la fe y la predicación de la Palabra de Dios. El énfasis del concepto de iglesia como verticalidad subjetiva en una iglesia libre destacó la libertad litúrgica como respuesta de los creyentes al llamado de Dios.
El nuevo modelo teológico del protestantismo produjo un nuevo modelo litúrgico. La iglesia reformada rechazó el sacramentalismo y el sacerdotalismo; el sacrificio definitivo de Cristo es el medio de la gracia, y el sacerdocio único de Cristo es suficiente mediación. Se descarta, por lo tanto, la idea de la transubstanciación y del sacrificio en la Cena de Señor. Por eso, la eucaristía quedó reemplazada por la predicación bíblica como centro de adoración de la iglesia. El sacerdocio común reemplazó al sacerdocio especial, y estimuló la participación libre y la proclamación inteligible de la Palabra de Dios.
El culto carismático se distingue por ciertas manifestaciones atribuidas al bautismo del Espíritu Santo y a la manifestación de sus dones. Su estilo es de celebración libre, centrada en la alabanza y caracterizada por la espontaneidad, la participación, la libertad, la informalidad y la exuberancia. El adorador se siente totalmente involucrado y expresa con frecuencia sus emociones. Puede existir, al mismo tiempo, cierta carencia del sentido de trascendencia, misterio y reverencia.
En el carismatismo, con más profundidad que en el protestantismo, la comunidad de la iglesia responde a un Dios inmanente. Se espera que la presencia divina se manifieste poderosa y amorosamente en la congregación. Esta reacción determina una orientación del culto que tiende hacia el antropocentrismo y a valorar la forma en que responde el hombre a Dios. El concepto de una iglesia suscitada y ungida por el Espíritu Santo determina el lugar de las Escrituras en la adoración comunitaria y las cualidades de todo el culto. La idea de la revelación objetiva tiende a limitarse, ante la importancia atribuida a las frecuentes profecías y revelaciones directas y subjetivas. La experiencia pasa a tener prioridad sobre la doctrina, y la iglesia se orienta hacia una adoración más subjetiva. El sermón deja de ser el gran centro del culto, y la participación de la congregación adquiere prioridad.
Elementos fundamentales
Con el fin de distinguir los elementos eclesiales básicos relativos a la adoración comunitaria, es necesario reflexionar acerca de la relación que existe entre la adoración y la naturaleza, la doctrina y la misión de la iglesia. La eclesiología no se puede separar de la cristología ni de la soteriología, porque Cristo es su fundamento y su esencia. Él es la Roca sobre la que está fundada la iglesia (Mat. 16:18; 1 Cor. 3:11; Efe. 2:20; 1 Ped. 2:7). La teología neotestamentaria parece reconocer a la iglesia como el nuevo Israel, con lo que se cumplirían las expectativas proféticas del Antiguo Testamento en Cristo y en la iglesia.
El Nuevo Testamento interpreta cristológicamente todo el sistema de culto del Antiguo Testamento. Cristo se presenta como el nuevo templo (Juan 2:19-21; 4:20-24; Efe. 2:21, 22; Apoc. 21:22). También es el Sumo Sacerdote (Heb. 2:17; 7:23-28), el único mediador (Heb. 8:6; 9:15; 12:24; 1 Tim. 2:5), el ministro del Santuario Celestial (Heb. 8:1). Toda su vida fue de actividad relacionada con el culto y, en su muerte, fue el sacrificio (Efe. 5:2; Heb. 7:27; 10:5) y la víctima (Juan 1:19, 36; 1 Ped. 1:19; Apoc. 5:6; 13:8). Su sacrificio expiatorio establece un nuevo pacto con un nuevo Israel (Gál. 3:28, 29; 6:16). En el nuevo culto los sacrificios pasan a ser espirituales (Rom. 12:1; 1 Ped. 2:5-9).
El hecho de que el Nuevo Testamento reconozca que Cristo es el fundamento de la iglesia lleva a un culto cristocéntrico, y orienta todas las actividades de la iglesia hacia la manifestación de la obra y el señorío de Jesús.
Las figuras neotestamentarias asociadas al concepto de la iglesia son de gran utilidad para la comprensión de su naturaleza. Entre otras metáforas, el Nuevo Testamento la representa como un cuerpo, un templo, una esposa, una familia, una viña, un rebaño. Tal vez, los símbolos más importantes sean los que la muestran como pueblo de Dios y como el cuerpo de Cristo. El primero la ubica en la historia, el segundo la relaciona con Cristo. Estos símbolos presentan a la iglesia en varias de sus facetas más significativas, e implican aplicaciones concretas en relación con su dependencia, más allá de su participación en la misión y el servicio.
Los antiguos credos, como el apostólico y el niceno, también presentan algunos de los atributos de la iglesia: la unidad (Efe. 4:1-6, 12), la santidad (Efe. 4:17; 5:22-27), la universalidad y la apostolicidad (Mat. 16:18, 19; 18:15-18; 28:18-20; Hech. 2:14; 15:18; 1 Cor. 6:16; 11:17-34; Efe. 2:20). La unidad no sugiere uniformidad, sino diversidad dentro de la unidad. La santidad implica separación del mundo y dedicación a Dios. La universalidad en designio y destino contrasta con la idea de nacionalidad. La apostolicidad alude a su fundamento apostólico.
Las imágenes y los atributos de la iglesia determinan, en gran medida, las cualidades de su adoración pública. La iglesia, identificada por medio de sus metáforas, sólo puede tener un culto teocéntrico, inclusivo, participativo y evangelizador. Los atributos de la iglesia implican nuevas expresiones litúrgicas. Su unidad obliga a una concentración cristológica, y una actitud de consenso y fraternidad en las manifestaciones del culto. Su santidad impone la subordinación de la liturgia a la autoridad divina, antes que a las iniciativas humanas y los antecedentes culturales. La universalidad evita la rigidez litúrgica y el dogmatismo formal, frente a las manifestaciones diversas en el culto de una iglesia mundial. Su apostolicidad implica fidelidad a las enseñanzas de los apóstoles, que se encuentran registradas en las Escrituras, y que le deben dar forma al culto y a la liturgia.
Por otro lado, la naturaleza de la iglesia le imprime a su adoración un sentido vertical y otro horizontal. La iglesia está orientada, simultáneamente, hacia Dios y hacia los hombres. Por lo tanto, la adoración de la iglesia comparte ese doble desuno. Esta es una tensión natural e inevitable en la adoración cristiana. Las dimensiones vertical y horizontal de la iglesia se vuelven visibles en su liturgia: se dirige a Dios y al mismo tiempo es, por definición, obra del pueblo. Es claro, en el Nuevo Testamento, que los creyentes se reúnen para su mutua edificación (1 Cor. 12:7; 14:12, 26; Efe. 4:11, 12; 5:19; Col. 3:16; 1 Ped. 4:10). De manera que la adoración y la edificación son dos aspectos de la misma realidad.
La necesidad del culto congregacional está ilustrada por la casuística bíblica: los hombres rinden culto públicamente al “invocar el nombre del Señor” (Gén. 4:26; 12:8; 13:4; 21:33; Sal. 79:6; 116:7; Jer. 10:25; Sof. 3:9). El santuario de la era mosaica reemplazó a los altares de los patriarcas. Ese santuario era un espacio dedicado a la reverencia (Lev. 19:30; 26:2). El templo que surgió después era objeto de alta estima (Sal. 84:2, 10; 122:1). La peregrinación anual al templo de Jerusalén estaba, probablemente, acompañada con la entonación de los salmos llamados de ascensión o peregrinación (120-133). Los salmos señalan, de una manera particular, la importancia de la alabanza por parte de la congregación (Sal. 22:22, 25; 26:12; 35:18; 68:26; 89:5; 107:32; 109:30; 111:1; 116:17-19; 149:1). Aparentemente, en el concepto hebreo, la realidad básica en la vida humana es la comunidad, no el individuo. Como en el pueblo de Israel, la iglesia del Nuevo Testamento manifiesta una fuerte conciencia comunitaria. El culto del Nuevo Testamento adquiere importancia decisiva por la presencia prometida de Cristo, el Padre y el Espíritu Santo (Mat. 18:20; 1 Cor. 14:25).
Las metáforas, los atributos y las diversas dimensiones de la iglesia la caracterizan adecuadamente y dan forma a su expresión litúrgica. El culto de una iglesia que es consciente de su naturaleza debe ser teocéntrico y comunitario, cristocéntrico y misionero.
El concepto paulino de iglesia exige ciertas disposiciones en el culto público: se procura la inteligibilidad y la edificación de la iglesia (1 Cor. 14:5-19, 26-28), como también el buen testimonio delante de los incrédulos (1 Cor. 14:23-25). Se rechaza la confusión y la falta de decoro (1 Cor. 14:33-35), y se aboga por la decencia y el orden (1 Cor. 14:40). No obstante, el Nuevo Testamento no contiene un orden litúrgico determinado. Jesús no prescribió una liturgia definida. Tampoco existe un modelo apostólico de culto. Lo que se observa es variedad, flexibilidad, movimiento y espontaneidad. Los eruditos ven el culto cristiano como una continuación de la liturgia de la sinagoga judía. El culto en la sinagoga se basaba en la alabanza por medio del canto, la oración, y la instrucción a través de la lectura y la explicación de las Escrituras. Además de ciertas prácticas propias, el culto cristiano conserva esos mismos elementos. La enseñanza bíblica parece requerir un equilibrio entre el orden y la libertad, dentro del marco de la elevación espiritual (2 Cor. 3:17; 1 Cor. 14:33, 40). Todo estilo u ordenamiento litúrgico reclama una base espiritual teológica. No se trata de despreciar la liturgia, sino la que no corresponde a la teología de la iglesia.
La iglesia está organizada para dar gloria a Dios: ésa es su vocación divina y su misión (Isa. 43:21; 49:3; Efe. 1:16). Existe un amplio consenso, en el cristianismo actual, que contempla la adoración como la principal tarea de la iglesia, y se la vincula con la misión. Esas dos actividades de la iglesia son inseparables. Se ha discutido, a veces, cuál es la principal función de la iglesia y de su culto. Subsiste, en ciertos grupos, la idea de que los cultos tienen como principal objetivo la evangelización. Muchos otros se inclinan a favor de la adoración como el gran objetivo del culto. Se destaca el hecho de que Dios es el destinatario del culto, antes que el mundo.
En los escritos de Pablo, el culto puede honrar a Dios y, al mismo tiempo, servir a los propósitos de la evangelización (1 Cor. 14:23-25). Afirma los valores de una congregación, tiene que ver con el alimento espiritual de los conversos y con la evangelización de los inconversos (Sant. 2:2-4). No habría ni una relación de oposición ni de exclusión, entonces, entre la evangelización y la adoración, sino que ésta y el fortalecimiento de los creyentes son formas de ofrecer a Dios una adoración adecuada. La función fundamental de la liturgia consiste en adorar, pero también en instruir y evangelizar. Además, la adoración inspira y motiva las demás actividades y ministerios de la iglesia, incluso la evangelización y la misión.
Los que se dedican a estudiar el tema del crecimiento de la iglesia afirman que la adoración enfoca la atención de la iglesia en Dios y, por lo mismo, la mantiene en relación con la Fuente del poder para la victoria y el crecimiento. Señalan ciertas características de la adoración pública como factores determinantes en el crecimiento de las congregaciones. Parece innegable la influencia de la adoración sobre el crecimiento cuantitativo de la iglesia, aunque éste no responda a un estilo particular de culto.
Se puede concluir diciendo que la adoración es una prioridad legítima de la dinámica de la iglesia. La adoración no es sinónimo de evangelización, pero capacita a la iglesia para el cumplimiento de su misión. Ésta se relaciona con la adoración, la edificación y la evangelización. Ese mismo propósito persigue su expresión litúrgica.
Características del verdadero culto
Se sugiere que, en armonía con una edesiología bíblica, la adoración de la iglesia se encuadre dentro de ciertas características individuales. Ellas son:
• Por el vínculo fundamental de la iglesia con Cristo, el culto será cristocéntrico y soteriológico.
• Por el hecho de que la iglesia responde a la convocación divina, el culto será teogenético (originado en Dios) y teocéntrico.
• Por ser consecuente con la naturaleza original de la iglesia, el culto será inclusivo y participativo.
• Por ser consciente de la dimensión corporativa de la iglesia, el culto será edificante e instructivo, fraterno y evangelizador.
• Por el compromiso que tiene la iglesia con la revelación, el culto será ordenado y espiritual.
• Por constituir una congregación de creyentes reunidos por Dios, el culto de la iglesia tendrá una cualidad objetiva por ser de origen y destino divinos, y otra cualidad subjetiva como respuesta positiva de los miembros a la revelación divina y a su invitación.
Sobre el autor: Doctor en Teología, Profesor y director del Centro de Investigación White en la Facultad de Teología de la Universidad Adventista del Plata, Rep. Argentina.