En un mismo día, él puede estar ocupado con los preparativos del funeral de un padre cuya familia vive en una casa modesta de apenas dos habitaciones en la periferia de la ciudad y, enseguida, encontrarse con una autoridad municipal en un ampuloso escritorio. Puede llorar, solidario con una familia que perdió al ser querido, y sonreír con los padres que recibieron a un bebé. En un mismo fin de semana puede realizar bautismos, dedicar niños, oficiar en un funeral y también en un casamiento. Están los que sirven en grandes congregaciones, plantadas en las metrópolis, y son siempre recordados en ocasiones especiales, que reciben invitaciones para hablar en congresos, presentar seminarios, formar parte de comisiones directivas de campos o instituciones. Están, también, los que, al trabajar en regiones más receptivas, tienen asegurado el primer lugar en los informes de conquistas evangelizadoras. Y también están aquéllos que trabajan lejos de las luces del escenario, en lugares distantes, desolados, carentes de casi todo.
Todos esos son pastores que, a pesar de los contrastes experimentados, tienen la misma marca de fidelidad, dedicación y compromiso con la vocación para la que fueron llamados. No hicieron apenas una opción por una carrera profesional. Saben que no pueden esperar ganancia material, fama, ni ganar posiciones en las que sean vistos de forma destacada. Fueron llamados, por Dios, para servir. Si reciben el reconocimiento y la manifestación de gratitud por parte de la iglesia que esposaron con Cristo, ciertamente se ponen felices. Después de todo, el deseo de ser reconocido y aceptado es muy natural y comprensible entre los seres humanos. En el caso de que falle el reconocimiento de parte de sus hermanos, la recompensa divina es segura: “[…]Recibiréis la corona incorruptible de gloria” (1 Ped. 5:4) es la promesa.
Sin embargo, la disposición a dar reconocimiento a quien nos presta algún beneficio es una virtud cristiana, que incluso funciona con efecto bumerán: “Dad y se os dará: medida buena, apretada, remecida y rebosando darán en vuestro regazo; porque con la misma medida con que medís, os volverán a medir” (Luc. 6:38). El escritor del libro de Hebreos aconseja: “Acordaos de vuestros pastores, que os hablaron la palabra de Dios (…) Obedeced a vuestros pastores, y sujetaos a ellos; porque ellos velan por vuestras almas, como quienes han de dar cuenta; para que lo hagan con alegría, y no quejándose, porque esto no os es provechoso” (Heb. 13:7, 17).
El Día del Pastor fue establecido en este contexto. No se trata de loar e idolatrar la figura humana. La Asociación Ministerial lo creó como una oportunidad especial de agradecimiento, reconocimiento e incentivo al trabajo pastoral. Siendo así, el pastor, dondequiera que se encuentre, esté ocupado en la tarea que sea, reciba el cariño, la gratitud sincera y las oraciones de su iglesia. Que Dios lo conserve humilde, dedicado y fiel a su noble llamado.