La convicción de que servimos a un Dios santo nos recordará nuestra diaria necesidad de ser santos.

Para usted, que ha sido nombrado para alguna función, el encargado de un distrito o transferido a uno de ellos, ¿cuál es su mayor necesidad? ¿Qué desafíos enfrenta? ¿Cuál es el nivel espiritual de los miembros de su congregación y de la gente que dirige? ¿Qué puede decir de la sociedad que usted tiene la responsabilidad de evangelizar? ¿Es sensible? ¿Se interesa en las cosas espirituales o es indiferente?

Según cuáles sean las respuestas a estas preguntas es posible que algunos se sientan desanimados y deseen renunciar. Muchas iglesias carecen de recursos para evangelizar, su nivel espiritual es pobre y la participación de los miembros es limitada. Además, se observa en la sociedad un aumento de la inmoralidad, del rechazo de los principios cristianos. La injusticia social desanima a muchos, el abuso del poder aumenta y la desesperación se apodera de la gente.

En este contexto es difícil cumplir la misión de Cristo, pero la mayor necesidad en este sentido no es disponer de más recursos o de mejores métodos de trabajo. La mayor necesidad es tener una clara visión de Dios.

Isaías 6:1-8

En los días del profeta Isaías las condiciones no eran muy diferentes de las actuales. De acuerdo con el libro Profetas y reyes, la condición moral y social era preocupante e inducía a la desesperanza. Los ricos eran cada vez más ricos y los pobres más pobres. Los magistrados y los gobernantes se dedicaban a los placeres y a su lucro personal. La condición moral de la sociedad había llegado a niveles bajísimos. En el pueblo escogido muchos abandonaron el culto al Dios verdadero y se entregaron a la idolatría. Otros sólo mantenían las formas exteriores de la religión. La decadencia espiritual era notable.

Cuando dominaban esas condiciones, se llamó a Isaías en su juventud a ejercer las funciones de un profeta. ¿Qué futuro le aguardaba? ¿Cómo podría tener éxito en su misión? ¿Qué podía hacer para evitar el desánimo? El profeta hizo precisamente lo que hoy necesitamos hacer: fue al templo a orar. Expuso delante del Señor sus temores y sus ansiedades. Buscó fuerza y respuestas en Dios.

La majestad divina (vers. 1 y 2)

Durante los casi sesenta años que duró su ministerio profético, Isaías se sintió fortalecido por esa visión del Omnipotente. Ni la frialdad ni la indiferencia del pueblo, mucho menos las amenazas y el desprecio de los gobernantes, ni el aparente fracaso, ni los pocos resultados, desanimaron al profeta. La visión de Dios lo sostuvo en todo momento.

La visión de la majestad de Dios lo capacitó para enfrentar los obstáculos, las carencias y los imposibles. Los poderes terrenales no pueden detener la obra de Dios. Aunque por un tiempo esos poderes ejerzan una fuerte oposición, no prevalecerán. Dios es soberano. El profeta sabía que el Señor tenía en sus manos el timón. ¿Por qué se habría de desanimar?

La santidad divina (vers. 3)

El profeta no sólo vio la majestad y el poder de Dios. Tuvo una visión de su santidad. No sólo vio que la majestad rodeaba el trono, sino también que estaba envuelto en santidad. Oyó que los serafines, al referirse a Dios, decían: “¡Santo! ¡Santo! ¡Santo!”

La visión de la santidad de Dios capacitó a Isaías para no perder la noción de lo que era el pecado y la injusticia. Saber que lo había llamado un Dios “santo, santo, santo” lo ponía en la obligación de desear buscar esa santidad. El saber que servía a un Dios “santo, santo, santo” lo inducía a buscar métodos de trabajo que armonizaran con la santidad de la obra. Sabía que el siervo de un Dios “santo, santo, santo” también debe ser santo, hacer la obra en santidad y usar métodos aprobados por el Señor.

Esa visión de la santidad de Dios modeló el ministerio del profeta Isaías. En su libro se refiere a Dios como el Santo de Israel (Isa. 12:6; 41:14). Habla de un camino de santidad que conduce a la ciudad de Dios (35:8).

Conocimiento de sí mismo

“Mientras Isaías contemplaba esta revelación de la gloria y la majestad de su Señor, se sintió abrumado por la sensación de la fuerza y la santidad de Dios. ¡Cuán agudo contraste notaba entre la incomparable perfección de su Creador y la conducta pecaminosa de los que, juntamente con él mismo, se habían contado durante mucho tiempo entre el pueblo escogido de Israel y Judá!” (Profetas y reyes, p. 228).

Sólo una visión de la santidad de Dios nos permite apreciar nuestra indignidad y nuestras imperfecciones. Sin una visión del que es “santo, santo, santo”, los laodicenses piensan de sí mismos que son ricos y que no necesitan nada. Sin la visión de la santidad de Dios nos sentimos muy cómodos y tranquilos. Nos parecerá que la iglesia está bien y que no necesita nada. Pero con una visión del Omnipotente y Santo nos veremos miserables, ciegos y desnudos. Y, como el profeta, exclamaremos: “¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos” (Isa. 6:5).

Pero esta visión de nuestra indignidad no tiene por objeto crearnos un sentimiento de culpa por el resto de la vida. No necesitamos vivir atormentados con el recuerdo de nuestras miserias. Por el contrario, debe llevarnos a sentir la gran necesidad de nuestra transformación. La visión del Santo produce en nosotros el deseo de ser como él.

UNA TRANSFORMACIÓN NECESARIA

Sólo en la presencia de un Dios santo y omnipotente se puede transformar la vida del predicador. Esa transformación no ocurre antes de sentir nuestra indignidad y nuestra gran necesidad. Tampoco ocurre antes de percibir la grandeza y la santidad del Dios a quien servimos y adoramos. La palabra “entonces”, del versículo 5, quiere decir que el reconocimiento de la propia indignidad por parte del profeta ocurrió después de haber tenido la visión del Santo. Cuando Isaías reconoció su indignidad en contraste con la santidad de Dios, entonces se envió a un serafín para que tocara sus labios con un carbón encendido.

Ningún predicador debe hablar de un Dios santo sin haber tenido una visión de él. Nadie debe predicar a un Dios santo si todavía no lo tocó el carbón encendido. El predicador que lleva a cabo una tarea santa y que habla de un Dios santo, debe sentir la urgente necesidad de que su vida se transforme.

El llamado (vers. 8)

“Después oí la voz del Señor”. El llamado no ocurre antes, sino después. El encargo de hablar al pueblo en nombre de Dios no ocurre antes de que el instrumento divino haya tenido una visión de la majestad y la santidad de Dios, y tampoco antes de ser tocado por el carbón encendido. Todo eso ocurre después. Sólo estaremos listos para decir “Heme aquí, envíame a mí” después de haber tenido una visión de la majestad y la santidad de Dios, y de que nuestra vida haya sido tocada por el carbón encendido. Cualquier iniciativa que se tome antes será presunción.

Esa experiencia preparó al joven profeta para un largo ministerio, para enfrentar las pruebas y las necesidades, el desánimo y la oposición. Lo capacitó para enfrentar tanto la inmoralidad como la adversidad.

“Esta promesa del cumplimiento final que había de tener el propósito de Dios infundió valor al corazón de Isaías. ¿Qué importaba que las potencias terrenales se alistaran contra Judá? ¿Qué importaba que el mensajero del Señor tuviera que encontrar oposición y resistencia? Isaías había visto al Rey, a Jehová de los ejércitos; había oído el canto de los serafines: ‘toda la tierra está llena de su gloria’ (vers. 3). Había recibido la promesa de que los mensajes de Jehová al apóstata Judá irían acompañados del poder convincente del Espíritu Santo; y el profeta quedó fortalecido para la obra que lo esperaba. Durante el cumplimiento de su larga y ardua misión recordó siempre esa visión. Por sesenta años o más, estuvo delante de los hijos de Judá como profeta de esperanza, prediciendo con un valor que iba siempre en aumento el futuro triunfo de la iglesia” (Profetas y reyes, p. 230).

La necesidad actual

Los predicadores del tercer milenio, que enfrentan grandes desafíos, también necesitan tener una visión del Santo y Omnipotente. Esa visión nos capacitará para cumplir la misión que Dios nos confió. La visión del Santo y Omnipotente nos ayudará a contrarrestar el desánimo. La convicción de que servimos a un Dios santo nos ayudará a evitar que introduzcamos fuego extraño en nuestro ministerio. Nos guardará también de sentirnos dueños de la obra y de actuar de acuerdo con nuestras fantasías. La visión del Omnipotente nos recordará nuestra diaria necesidad de santidad.

En esta hora final de la historia, Dios todavía necesita obreros que lo sirvan. Pero no todos pueden predicar. ¿Quién debe ir, entonces? Los que fueron llamados, transformados y que tuvieron una visión del Omnipotente. ¿Tuvo ya esa experiencia usted? Búsquela en oración.

Sobre el autor: Doctor en Filosofía. Profesor en el Centro Universitario Adventista, Engenheiro Coelho, SP, Rep. Del Brasil.