Según V. C. Campbell, “la adoración es el corazón y la vida de la obra de una iglesia. Constituye el principal recurso y la inspiración sobre la que se funda todo su programa. En ella Dios se vuelve real y los valores de su reino pasan a ser supremos. Por consiguiente, la calidad de la adoración influirá, más que cualquier otra cosa, sobre el desarrollo y el ambiente espiritual de la iglesia”. Llegamos a la conclusión de que todas las funciones de la iglesia deben girar en torno de la adoración; si así no fuera, todo llegaría a ser un mero formalismo sin poder y sin significado.

Podemos decir que la adoración es una especie de relación. Por su intermedio el hombre se liga al Creador y une con lazos estrechos lo finito con lo infinito. Esa relación elimina la escoria que podría existir en el corazón humano. La adoración también es el reconocimiento de que Dios es el Creador y Sustentador de todas las cosas, y que todos los seres le deben a él su existencia. Es el reconocimiento de nuestra insignificancia frente a la grandeza y la majestad divinas. Nuestra actitud natural en la adoración debe ser de humilde reconocimiento.

La comunión es la otra faceta de la adoración. Es una relación amistosa del hombre con Dios, y por consiguiente entre los adoradores. La amistad es el lazo divino que une a los adoradores en una experiencia fraternal. Cuando practiquemos la verdadera adoración y la verdadera comunión en nuestras congregaciones “multitudes recibirán la fe y se unirán a los ejércitos del Señor”, según la Sra. Elena de White.

Finalmente, la adoración es la entrega para el servicio. Es la ofrenda a Dios de todo lo que somos y tenemos. Debemos ofrecer nuestros dones al Creador con fe sincera y total obediencia, como lo hizo Abel. Pedro nos insta a ofrecer “sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo” (1 Ped. 2:5).

Además de eso, está la dedicación al servicio en favor de nuestros semejantes. La congregación que adora como es debido se vuelve una red lanzada al gran océano de la humanidad que carece de salvación. Sus resultados se ven en la relación que se entabla entre los adoradores entre sí y con el mundo que los rodea. Como dice Santiago Black: “El culto a Dios no es un fin en sí mismo, ya sea aquí o en el Cielo, a menos que conduzca al culto más agradable de una vida pura y una acción armoniosa para el bien del mundo. La iglesia que adora debe ser una iglesia que trabaja. Sobre las rodillas podrá levantarse y ponerse de pie. El culto se perfecciona por medio del trabajo”