Nunca los escritos de San Pablo fueron tan oportunos como ahora. Nos referimos especialmente a las epístolas a Timoteo. En todas sus cartas sentimos el calor de su celo, de su amor floreciente como resultado de una experiencia personal con Cristo.
Nuestra atención especial a las epístolas de Timoteo se basa en que están dirigidas a un joven obrero, con carácter personal e íntimo, como de un padre a su hijo, según la expresión introductoria.
Pablo transmitió muchos consejos, instrucciones, advertencias y exhortaciones que revelan también la humildad de Timoteo. No sé cuántos de los lectores, dirigentes de iglesias, pastores y maestros recibirían de buen grado palabras como éstas: “Entretanto que voy, ocúpate en la lectura” (1 Tim. 4:13). “Teniendo sustento y abrigo, estemos contentos con esto” (1 Tim. 6:8). “Más tú, oh hombre de Dios, huye de estas cosas, y sigue la justicia” (1 Tim. 6:11).
“No te avergüences de dar testimonio de nuestro Señor, ni de mí” (2 Tim. 1:8). “Considera lo que te digo, y el Señor te dé entendimiento en todo” (2 Tim. 2:7). “Te encarezco delante de Dios… que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo” (2 Tim. 4:1, 2). Sin duda quedaríamos resentidos y hasta indignados contra los consejos.
Aceptamos y hasta citamos estos pasajes para los demás. Pero si fuesen palabras de Pablo escritas y dirigidas a nosotros personalmente, cuán distinta sería la reacción. Por naturaleza el hombre es rebelde a los consejos directos y positivos.
De entre los muchos conceptos que encontramos en las epístolas paulinas, queremos destacar el que se halla en su segunda carta, capítulo dos, verso quince. Dice: “Procura con diligencia presentarte a Dios aprobado, como obrero que no tiene de qué avergonzarse, que usa bien la palabra de verdad”.
Hay aquí implícito un concepto de perfección. Presentarse ante Dios, y aprobado. Hermanos, esto es sumamente significativo. ¿Cuántos de nosotros podemos presentarnos en este instante ante Dios? ¿Cuántos de nosotros podemos hacerlo, aprobados? Prosigue el apóstol: “Como obrero que no tiene de qué avergonzarse”. Cuando meditamos en estas palabras y pesamos nuestras acciones; cuando examinamos nuestra vida íntima, particular, a la luz de estas declaraciones, ¿cómo nos sentimos?
Concluyendo, el autor expresa: “Que usa bien la palabra de verdad”. ¿No causa asombro que tantos usen bien la palabra, pero sin verdad?
Cuántos sermones hemos oído que eran verdaderas piezas literarias. Y cuántas predicaciones carentes de un contenido de verdad.
Alguien podría objetar: “Nadie es perfecto”. Esta expresión la oímos a cada instante, pero no responde a la realidad. Dios únicamente es perfecto, y sería mucha presunción de parte del hombre querer ser igual a Dios en perfección. El hombre puede volver a ser semejante a Dios como en la creación. Este es el verdadero sentido de la perfección necesaria para obtener la aprobación de Dios.
El pasaje que empleamos como base de nuestras consideraciones comienza con la palabra “procura”.
Nadie se pone a procurar algo que ya tiene en sus manos. Nadie espera pasivamente que ese algo venga a su encuentro. De un modo semejante nos debemos disponer a procurar una manera de presentarnos en las condiciones exigidas. No estamos en posesión de la perfección, pero está a nuestra disposición. Alcanzarla, no obstante, exige esfuerzo, perseverancia y, por sobre todo, la certeza de que la estamos buscando donde se la puede hallar.
Muchos fracasaron por pelear al aire. Ese tipo de combate es quedarnos con la imperfección natural empleando la evasiva: “Nadie es perfecto”.
Otra vez nos habla el gran apóstol: “No que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea perfecto; sino que prosigo, por ver si logro” (Fil. 3:12). En los versículos siguientes, dice: “Hermanos, yo mismo no pretendo haberlo ya alcanzado; pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta”.
Hermanos queridos, ¿no es extraordinario saber que el viejo guerrero también luchaba para conseguir la perfección? ¿No es animador saber que aun su vivencia con Jesús no lo eximió de la lucha?
Ahora mismo nos debemos poner de rodillas y orar, pues nuestro Padre está ansioso de aprobarnos para el trabajo santo en favor de todos los hombres. El no desea vernos agobiados y vencidos por la vergüenza de nuestra infidelidad para con la vocación escogida.
Sea sincero consigo mismo. Es tiempo de examinar la razón de sus fracasos. Dice la Hna. White: “En la conducta de los predicadores hay mucho que puede ser mejorado. Muchos ven y sienten su deficiencia, más parecen ignorar la influencia que ejercen. Son conscientes de sus acciones al ejecutarlas, pero las olvidan, y por lo tanto no se reforman” (Obreros Evangélicos, pág. 292).
“El odioso pecado del egoísmo existe en extenso grado, aun en algunos de los que profesan estar consagrados a la obra de Dios” (Id. pág. 293).
“Algunos no están dispuestos a mirar bastante lejos ni bastante hondo para ver la depravación de sus propios corazones” (Ibid).
“El conocimiento propio salvará a muchos de caer en graves tentaciones, y evitará más de una deshonrosa derrota. A fin de conocernos a nosotros mismos, es esencial que investiguemos fielmente los motivos y principios de nuestra conducta, comparando nuestras acciones con la norma de deber revelada en la Palabra de Dios” (Ibid).
No miremos hacia atrás, sino a lo que está para ser hecho. “Levantad los ojos y mirad”, dijo Jesús. La mies está madura. A nosotros nos cabrá la honra de participar en la finalización de la obra de Dios en favor del hombre si somos aprobados en nuestra vocación.
Para completar nuestro pensamiento, vamos a probar que Dios no pide lo imposible. Son palabras del Señor: “Oh hombre, él te ha declarado lo que es bueno, y qué pide Jehová de ti: solamente hacer justicia, y amar misericordia, y humillarte ante tu Dios” (Miq. 6:8).
Si adoptamos esto como lema seremos aprobados y estaremos libres de pies y manos para manejar bien la palabra de verdad y, lo que es más importante, no tendremos de qué avergonzarnos.
Sobre el autor: Revisor de la Unión Brasileña del Sur