El libro es fascinante. Con razón han sido publicados más de 230.000 ejemplares. El estilo es ágil y ameno, el pensamiento profundo a la vez que fácilmente comprensible. Pinta al ser humano de cuerpo entero, con sus luchas, frustraciones, injusticias y anhelos. Y también con ese vacío interior que a menudo él se fabrica aun sin quererlo.
“Todo me parece gris y todo me parece sombrío tal como la naturaleza cuando la niebla empaña el sol y cubre la tierra. Todo me cuesta, todo me pesa, me siento tardo y lento. Al despertar, la mañana me oprime, pues ella encierra un día. Tengo prisa por desaparecer, envidio la muerte como instrumento de olvido. Quisiera partir, evadirme, huir hacia cualquier lugar, escapar. ¿Pero escapar de qué? De ti Señor, de los otros, de mí, no sé. Pero partir, huir. Avanzo como un ebrio, empujado por la rutina, sin saber” (Poemas para Rezar, pág. 164).
Al final de cada plegaria hay una “respuesta” de Dios que pretende ser la solución a las inquietudes presentadas. Pero, a pesar de la fuerza expresiva de muchas de ellas, el impacto del hombre miserable que retrata, es superior al remedio.
El libro nos cautivó, pero esto no significa que estemos de acuerdo con todo su contenido. Una objeción importante, entre otras, es la notoria ausencia de la “vida en abundancia” que Cristo ofrece. Qué bendición podría ser ese lenguaje incisivo, poético y humano si presentara la alegría de vivir en Dios, y en una esperanza y certidumbre que proviene de Cristo y su Evangelio.
La clave del silencio del autor sobre ese punto, la tuvimos al llegar a las páginas finales del libro y en forma especial a la última. Hubiésemos deseado que el libro tuviera cuatro páginas más, con igual estilo, con la misma fascinación, pero con un mensaje lógico, esperado, que debería venir luego de la página 203.
“Señor, un esfuerzo más”, dice comentando la crucifixión de Cristo al llegar casi al final del capítulo titulado “Oraciones para acompañar el Vía Crucis”. Y añade: “Allí está la humanidad que sin saber espera el grito de su salvador. Ya tu padre inclina y extiende los brazos. Allá están tus hermanos, ellos necesitan de ti”, agrega. “Penosamente, sólo entre el cielo y la tierra, dentro de la noche atroz, loco, loco de amor, hizo subir su vida, hizo subir el pecado del mundo hasta la punta de los labios y en un grito dio TODO. “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (págs. 198, 199).
Y ahora las páginas finales: “Jesús es entregado a su madre” es el penúltimo título. “Tu tarea está terminada. Puedes soltar la herramienta, puedes descender para descansar. Bien mereces tu reposo”, dice de Cristo ya muerto. (Pág. 200.)
Lamentablemente Cristo queda muerto, derrotado. No hay una página para su resurrección. Ni una sola. La cruz es derrota, o es una simple obra de sacrificio, pues allí acaba todo, con un mártir admirable, pues sufrió calladamente y sin culpa. Murió valientemente pero murió. Aquello era el fin.
En cambio alguien queda viva: es María, la madre de Jesús, y a ella se encomienda el autor:
“No hay duda, hiciste a tu madre sufrir demasiado,
Pero ella está orgullosa de ti
“Duerme ahora mi Hijo
tu madre vela por ti…”
Así todas las noches me adormezco terminado el trajinar del día.
Aceptarás aún así, María velar sobre mí todas esas noches
No te olvides. Eres el refugio de los pecadores
Santa María madre de Dios, ruega por mí pecador.
Dame esta gracia por los méritos de tu Hijo.
Para que cada noche en paz, reposando entre tus brazos
yo aprenda a morir” (págs. 201, 202).
Notemos ahora las últimas palabras de la sección final, la N9 14, titulada “Jesús es depositado en la tumba”:
“Pues sería una mentira llorar delante de tu fría imagen si yo no te siguiera, vivo en la senda de los hombres” (pág. 203).
Sí, faltan por lo menos cuatro páginas. Una para la resurrección de Cristo, otra para su ascensión, la tercera para su obra de intercesión como abogado y finalmente otra para subrayar su pronto regreso en gloria. Sólo así está completo el cuadro de Cristo.
Debido a que falta el mensaje positivo de la tumba vacía, el autor no puede hacer vibrar la nota verdadera de la esperanza, y en las páginas del libro siempre queda flotando esa pintura del hombre, humano, limitado, frustrado, sin esperanza y lamentando sus desdichas.
Allí está el verdadero drama de la humanidad. Los problemas son enormes, las soluciones humanas, simplemente paliativos. Para muchos cristianos, la religión es hueca, apenas un cumplimiento mecánico de ritos, rezos, letanías, procesiones o una obediencia forzada, sin el móvil de Cristo como impulso. Lutero se laceraba el cuerpo, ayunaba, hacía sacrificios, pero el vacío no se llenaba. Hasta que fue a la Palabra, y allí descubrió la justicia que se alcanza por la fe y a Cristo como el todopoderoso y suficiente Salvador, que quiere, puede y está dispuesto a salvar. Entonces su vacío desapareció dando paso a la plenitud. No tuvo que recurrir a otros mediadores.
En Juan 20 el verbo llorar aparece conjugado cuatro veces entre los versículos 11 y 15: “María estaba llorando y mientras lloraba” (vers. 11) dos ángeles y Jesús mismo, que no se había identificado, le preguntaron: “¿Por qué lloras?” (ver. 13).
La razón era obvia: le faltaban también a María las cuatro páginas finales. Pronto leyó la primera: la tumba estaba vacía, había sido una residencia pasajera para Cristo. No lo había sacado de allí el hortelano, sino que Cristo, siendo el “Autor de la vida”, el “Alfa y la Omega”, la “Resurrección y la Vida” (Hech. 3:15, Apoc. 1:11; Juan 11:25), había vencido la muerte y ahora estaba vivo. Y su vida significaba la victoria final y definitiva. El llanto de María se transformó en gozo, su desilusión en esperanza, su derrota en triunfo. “Con temor y gran gozo”, fue “corriendo a dar las nuevas” (Mat. 28:8).
Idénticas experiencias tuvieron Cleofas y su compañero mientras iban camino a Emaús. Estaban tristes, deprimidos, derrotados. Pero su corazón ardió en ellos cuando aquel “forastero” comenzó a explicarles las Escrituras. Entonces fue como si estuviesen leyendo la página que faltaba. Ahora ya no necesitaban creer en el destierro como solución, sino en Cristo Jesús, resucitado y triunfador. No era él alguna “imagen fría” de yeso, mármol o metal, sino el Señor del Hades, el Creador de la vida, no ya a merced de las turbas, sino como triunfador. Ellos también volvieron gozosos.
Millares hoy viven ese drama, aun entre los que se llaman cristianos. Son los que han llegado solamente junto a la cruz y la tumba. Su Cristo está en una urna de vidrio, con los ojos cerrados, las rodillas lastimadas, muerto, digno de compasión. En una ciudad ecuatoriana conocimos una imagen muy popular: el “Cristo pobre”, encerrado en una caja de vidrio, pidiendo limosnas en los negocios. Con cara de mendigo, con las piernas cruzadas, el brazo aboyado en las rodillas, la mano sosteniendo el mentón para que la cabeza no caiga… digno de compasión. ¡Qué cristianismo enfermizo será el de aquel que tiene un Cristo tal! Sin embargo hay millones, especialmente en nuestra América latina, que no han conocido otro evangelio que ése. Su concepto de Cristo es el de las “imágenes lastimadas, lívidas, exangües y escurriendo sangre. Cristos retorcidos que luchan con la muerte, Cristos yacentes que han sucumbido a ella. Por toda la península, se hallan estos Cristos tangerinos, quintaesencia de una tragedia que no acaba nunca” (El Otro Cristo Español, pág. 104).
El predicador adventista enfrenta un público que abriga un concepto semejante, y cuyas necesidades no están satisfechas. La predicación del Cristo viviente causa impacto. Ven la luz y la aprecian.
“Id presto, decid a sus discípulos que ha resucitado’. Invitadlos a no mirar la tumba nueva de José, que fue cerrada con una gran piedra y sellada con el sello romano. Cristo no está allí. No miréis el sepulcro vacío. No lloréis como los que están sin esperanza ni ayuda. Jesús vive, y porque vive, viviremos también. Brote de los corazones agradecidos y de los labios tocados por el fuego santo el alegre canto: ¡Cristo ha resucitado! Vive para interceder por nosotros. Aceptad esta esperanza, y dará firmeza al alma como un ancla segura y probada. Creed y veréis la gloria de Dios” (El Deseado de Todas las Gentes, pág. 737).
La Navidad se acerca. Navidad y comercio parecerían ser sinónimos. Hay fiesta, regalos, arbolitos, reyes magos. Y suele presentarse a Cristo como un indefenso niño, sin fuerza salvadora, en brazos de una madre, que muchos creen que sí la tiene.
Ojalá esta Navidad sea la de la presentación de un Cristo niño que no quedó siendo niño siempre, sino que vivió sin pecado, murió la muerte vicaria como precio por el rescate de la raza humana, fue sepultado, venció la tumba y aunque retiene las marcas de los clavos, es el vencedor de la muerte y de Satanás. Y que ese Cristo ascendió a los cielos, fue recibido en gloria, es nuestro abogado y ha de regresar con majestad y poder a buscar a sus hijos. Agreguemos a la Navidad las cuatro páginas que el autor nunca debió haber omitido en su libro.
Pero que no sea sólo en Navidad. También agreguémoslas en nuestra experiencia cristiana personal y en nuestra predicación durante todo el año. Cristo sufrió y murió. Sin la cruz no tendríamos esperanza. Pero la cruz sólo tiene verdadero significado a la luz de la tumba vacía, de un grupo de discípulos mirando al cielo, siendo consolados por los ángeles y de una multitud que también ha de mirar hacia arriba, en medio de un gran terremoto, pero con ojos brillantes de gozo, en la hora de su glorificación, que ocurrirá pronto. Señor Michel Quoist: cuando imprima otra vez su libro, agréguele también las páginas 204, 205, 206 y 207… Sólo así estará completo.