Entonces habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, confundidas a causa del bramido del mar y de las olas” (Luc. 21:25). Nadie puede dudar hoy del acierto de esta profecía de Jesús. El mundo vive angustiado a causa de lo que está ocurriendo en el presente. Pero Cristo añade un detalle más, en el cual pocas veces pensamos; dice: “desfalleciendo los hombres por el temor y la expectación de las cosas que sobrevendrán en la tierra” (vers. 26). Es decir, desfalleciendo a causa del futuro. Claramente nos dice aquí que el futuro llegaría a ser una preocupación obsesiva y dominante para los hombres de estos tiempos finales, al punto de hacerlos desfallecer de temor y expectación.
Esto se está cumpliendo en forma literal y terrible en nuestros días. No ha habido otra época en la historia cuando los hombres —en todo el mundo a la vez— estuvieran tan ansiosos por penetrar un futuro cargado de tan negros presagios. Lo que se hace hoy, no depende tanto del pasado como de lo que se espera del futuro. Los acontecimientos son tan rápidos y los cambios tan profundos que vivimos como si el futuro se nos cayese encima, a la vez que el pasado, aun el pasado cercano, se va alejando tanto de nosotros que casi lo perdemos de vista. El lema de hoy no es “Tradición”, sino “Borrón y cuenta nueva”. Nadie quiere ataduras con el pasado. Y en un desenfrenado afán por “estar al día” y no quedar relegados, las naciones y los individuos se han lanzado en una loca carrera por la supremacía, que a la vista de cualquier observador inteligente, sólo terminará en el desastre.
“Hasta no hace mucho las mejores inspiraciones las hallaban los hombres en el pasado: éste era la fuente y frecuentemente el paradigma —comenta el filósofo J. L. García Venturini—. En estos años el pasado va sirviendo bastante menos, notándose en cambio un esfuerzo por alcanzar el desciframiento del futuro. Hoy se advierte la necesidad de anticipar el porvenir, y el gran apogeo de la filosofía de la historia no se debe sino, en gran parte, a que nos hallamos, como nunca, menesterosos de profecía” (J. L. García Venturini, Ante el Fin de la Historia, Editorial Troquel, Buenos Aires, pág. 28).
“Pero tú, Daniel —dijo el Señor al profeta—, cierra las palabras y sella el libro hasta el tiempo del fin” (Dan. 12:4). Llegaría un día cuando los hombres necesitarían desesperadamente de esa profecía que el mismo Daniel no podía comprender en su plenitud. “Muchos correrán de aquí para allá, y la ciencia se aumentará” continúa. Es decir, muchos recorrerían esta profecía con gran interés y el conocimiento de ella se aumentaría. Hoy estamos en ese tiempo.
“La época actual es de interés abrumador para todos los vivientes. Los gobernantes y estadistas, los hombres que ocupan puestos de confianza y autoridad, los pensadores de ambos sexos y de todas las clases, tienen la atención fija en los sucesos que ocurren alrededor de nosotros. Observan las relaciones tirantes y llenas de inquietud que existen entre las naciones. Observan la intensidad que toma posesión de cada elemento terrenal, y reconocen que está por ocurrir algo grande y decisivo, que el mundo está al borde de una crisis estupenda.
“Los ángeles están ahora sujetando los vientos de la lucha para que no soplen hasta que el mundo sea advertido de su cercana condenación; pero se está preparando una tormenta, lista para estallar sobre la tierra; y cuando Dios ordene a sus ángeles que suelten los vientos, habrá una escena tal de lucha, que ninguna pluma podría describirla.
“La Biblia, y sólo la Biblia, da una idea exacta de estas cosas. En ella se revelan las grandes escenas finales de la historia de nuestro mundo, sucesos que ya proyectan sus sombras, que al aproximarse hacen temblar la tierra con su ruido y desfallecer a los hombres de temor” (La Educación, pág. 175).
Estos son los hechos que trataremos de dilucidar en nuestro estudio. Nuestro propósito es estudiar las profecías bíblicas referentes a la última gran batalla entre el bien y el mal, con el triunfo definitivo del bien. Dando por sentado que el lector conoce las profecías básicas del Apocalipsis y del libro de Daniel haremos un análisis más global de todo el panorama profético, tal como lo presenta la Biblia entera en su progresivo desarrollo a través del tiempo y de los diversos autores inspirados que la escribieron.
Pero antes de seguir, queremos dejar bien sentadas las bases fundamentales sobre las cuales descansará todo el peso de la estructura profética que pieza por pieza habremos de levantar. Establecemos, por lo tanto:
TRES PRINCIPIOS BASICOS DE INTERPRETACION
La Hna. White, inspirada por Dios, nos da una pauta segura para seguir en nuestra investigación; dice: “La Biblia es su propia expositora. Se ha de comparar un pasaje con otro. El alumno debe considerar la Palabra como un todo y ver la relación de sus partes. Debe adquirir conocimiento de su gran tema central: el propósito original de Dios para el mundo, el despertar de la gran controversia y de la obra de la redención. Debe comprender la naturaleza de los dos principios que contienden por la supremacía, y debe aprender a seguir sus manifestaciones a través de los anales de la historia y la profecía hasta la gran consumación. Debe ver cómo esa controversia entra en toda fase de la experiencia humana; cómo en todo acto de la vida él mismo revela uno u otro de los motivos antagónicos; y cómo, sea que lo quiera o no, está ahora mismo decidiendo de qué lado de la controversia será hallado” (Consejos para los Maestros, pág. 354).
De este significativo pasaje, extraemos los tres principios siguientes:
- La Biblia es su propia expositora, es decir, se explica a sí misma. Debemos estudiarla teniendo presente que toda ella es una perfecta unidad, y comparando un pasaje con otro. No hay verdades “sueltas” en la Biblia, sino que cada una de ellas forma parte de un todo armónico. Toda doctrina que atente contra la unidad de la Biblia, es decir, que no pueda ser sustentada por la Biblia entera, debe ser desechada.
- El tema central de la Biblia, alrededor del cual giran la historia y la profecía que hallamos en ella, es el gravísimo problema del pecado, desde su desafortunada aparición con Lucifer y su entrada en esta tierra, hasta la final consumación con su erradicación completa, por obra del juicio y la misericordia divinos.
La Biblia no es básicamente un manual de historia. Sin embargo, se interesa en la historia secular en la medida en que ésta pueda dar pautas claras de aquel conflicto milenario que muy pronto llegará a su faz decisiva con la segunda venida de nuestro Señor, y que hallará su culminación definitiva ante el gran trono blanco, después del milenio.
“No tenemos lucha contra carne y sangre” dice Pablo en Efesios, sino que nuestra lucha es puramente espiritual “contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes” (Efe. 6:12).
De modo que nuestra interpretación histórica de la profecía deberá aportar pautas claras de aquel gran conflicto espiritual entre Miguel y sus ángeles y el Dragón y sus ángeles, y no caer en meras referencias de hechos humanos sin mayor contenido en el contexto de aquella guerra milenaria.
- La “obra de la redención” se incluye en el tema central de la Biblia, ya que “esa controversia entra en toda fase de la experiencia humana”. En tanto que Satanás procura arrastrar a los hombres tras de sí a la perdición, Dios pugna por salvarlos.
Añadamos a las breves palabras de esta cita que Cristo es el autor de la “obra de la redención”, y mediante su sacrificio es poderoso para salvar a los que confían en él. Cristo establece un pacto de fe con su pueblo a fin de redimirlo por su gracia. Este pacto es más antiguo que el mundo, fue planeado con el Padre en algún momento de la eternidad, puesto en vigencia con el caído Adán (Gén. 3:15), comprendido cabalmente por Enoc el que “caminó con Dios”, revelado a Noé, concertado con Abrahán y los patriarcas, entregado a Moisés y repetido por los profetas y, finalmente, ampliado, engrandecido y ratificado con la sangre del Señor de una vez y para siempre.
En ese pacto estamos los creyentes de hoy, tanto como lo estuvieron Adán, Enoc o Moisés. Las formas externas han cambiado. Pero la esencia es la misma. Hoy tenemos maravillosas revelaciones que los antiguos no conocieron, pero el Mediador del pacto es el mismo. Desde el comienzo de la gran controversia, hasta su completa erradicación, el pueblo de Dios no es otro que el pueblo del pacto. No existen motivos de orden etnológico ni geográfico que determinen quiénes son los hijos de Dios, sino sólo su aceptación personal del pacto.
Por esta razón, después de la caída de Israel como pueblo escogido, la iglesia pasa a ser el pueblo del pacto y en ella se cumplen los propósitos de Dios para su pueblo. Pero es necesario, para esto, prescindir de todo el marco racial y topográfico de las profecías relativas al futuro del Israel literal, para aplicarlas a una iglesia, sin limitación racial alguna, que está diseminada por el mundo entero. Ampliaremos este concepto en los artículos siguientes.
Sin duda, estos tres sencillos principios nos ayudarán a avanzar confiadamente en este estudio de las profecías relativas al fin.
Sobre el autor: Redactor de la Asociación Casa Editora Sudamericana.