Hay quienes piensan, equivocadamente, que la aspereza y la prepotencia son rasgos positivos en el carácter del guía espiritual. En una sociedad que se está desmembrando, sacudida por los vientos calamitosos de la violencia, la imagen del pastor a veces se esfuma y muchos piensan que ya no se siente respeto por el guía espiritual. En medio de esta confusión, algunos desgraciadamente, en el afán de imponer su autoridad, ostentan la aspereza como divisa pastoral. ¿Es éste el método apropiado? ¿Necesita el pastor ser áspero y prepotente para poder conquistar el respeto de su congregación?
Creo que en el ministerio no hay lugar para la prepotencia. En cambio lo hay para el amor abundante, la paciencia, la bondad y la cortesía hacia las pobres almas que sufren las tentaciones de Satanás. El Padre infinito, amoroso y misericordioso, desaprobó rotundamente la actitud pastoral que se basa en los sentimientos y las pasiones carnales. Leemos en Ezequiel 34:4, “No fortalecisteis las ovejas débiles, ni curasteis las enfermas, no bizmasteis las perniquebradas, ni recogisteis las descarriadas, ni fuisteis en busca de las perdidas; sino que dominabais sobre ellas con aspereza y con prepotencia” (versión de Torres Amat).
Quizá la ley del menor esfuerzo atrae a los que transitan por el camino fácil de la aspereza y la prepotencia. El camino de la paciencia, la bondad y la tolerancia es más difícil y requiere más dominio propio, más oración y esfuerzo.
Cuando veo a algún aspirante al ministerio que se jacta de ser un pastor áspero, inflexible y desconsiderado, siento tristeza al prever el fracaso de su ministerio. Un refrán popular dice: “Duro con duro, no levanta muro”. Las paredes sólidas se levantan con una mezcla blanda que une los ladrillos. Es imposible construir una iglesia sólida y espiritual con la herramienta de la dureza.
La juventud de nuestra época está atravesando por una crisis dificilísima. En Consejos para los Maestros, pág. 34 leemos: “La obra que más de cerca les toca a los miembros de nuestras iglesias es interesarse por sus jóvenes, porque necesitan bondad, paciencia, ternura, renglón sobre renglón, precepto sobre precepto”. Deberíamos hacer todo lo que está de nuestra parte para que en nuestra congregación no reine la aspereza y la prepotencia. Una actitud tal atraerá a muchos jóvenes que de otra manera podrían desertar de la iglesia para irse al mundo. Incumbe al ministerio amar a la juventud con el mismo amor que el Divino Maestro tuvo hacia los niños y jóvenes.
Algunos se sienten inclinados a pensar que el trato de nuestro Salvador era áspero y duro para con los pecadores, los escribas y los fariseos. Pero, aunque desaprobaba firmemente el pecado, Jesús sentía el amor más profundo hacia los pecadores. “Había lágrimas en su voz al pronunciar sus severas reprensiones” (El Deseado de Todas las Gentes, pág. 319). Aun al pronunciar aquellos “ayes” sobre los fariseos hipócritas, el Maestro tenía la voz embargada por las lágrimas, movido a compasión ante la humanidad sufriente.
¡Qué bueno sería que cada pastor tuviese también lágrimas en la voz al pronunciar sus advertencias a la iglesia de hoy!
El rebaño que recibimos para cuidar, no es nuestro. Ninguna persona está en la iglesia por mi propio mérito. Todas pertenecen a Cristo. Fueron compradas por la sangre que él vertió en el Calvario. Es el rebaño de Dios. Somos apenas los pastores del rebaño del Señor.
La primera epístola de Pedro 5:2 y 3 nos expresa lo que Dios espera de nosotros: “Apacentad la grey de Dios que está entre vosotros, cuidando de ella, no por fuerza, sino voluntariamente; no por ganancia deshonesta, sino con ánimo pronto: no como teniendo señorío sobre los que están a vuestro cuidado, sino siendo ejemplos de la grey”.
No podemos enseñorearnos del rebaño de Dios con aspereza y prepotencia. El rebaño pertenece a Dios. Aunque caigamos en redundancia, conviene que lo recalquemos: el rebaño pertenece a Dios, la autoridad, el respeto y el aprecio hacia el pastor crecen cuando él sirve con amor a ese rebaño que Dios le confió.
El Señor de las ovejas pondrá punto final a la obra pastoral del que usa la aspereza y la prepotencia con las pobres almas que se debaten en un mar de angustias y difíciles tentaciones. El Altísimo, por boca del profeta, exclama y pregunta:
“¡Ay de los pastores de Israel, que se apacientan a sí mismos! ¿No apacientan los pastores a los rebaños?” (Eze. 34:2).
¡Señor, enséñanos a apacentar tus ovejas!
Sobre el autor: Pastor del Instituto Adventista Cruzeiro do Sul.