Pertenecer a la iglesia de Dios es un privilegio único que entraña para el alma grandes satisfacciones. Dios tiene el propósito de reunir a un pueblo desde los lejanos confines de la tierra, a fin de constituirlo en un solo cuerpo, el cuerpo de Cristo, la iglesia, de la cual él es la cabeza viviente. Todos los que son hijos de Dios en Cristo Jesús, son miembros de su cuerpo, y dentro de esta relación ellos pueden disfrutar de la camaradería mutua y del compañerismo con su Señor y Maestro”.

Con estas palabras el Manual de la Iglesia publicado por los adventistas introduce el tema de la iglesia de Dios[1]). En realidad, no se trata de una definición adventista formal que se pueda invocar como autorizada. El empleo que se le da a esta palabra en el mencionado Manual no constituye un intento de suministrarnos una explicación abstracta. Para obtener una definición debemos remontarnos a la realidad histórica de la iglesia del Nuevo Testamento y considerarla bajo el aspecto de una comunidad religiosa que, guiada por el poder del Espíritu Santo, reconocía el Señorío de Jesús de Nazaret.

LA IGLESIA COMO REALIDAD DEL PACTO

El empleo mismo que se hacía de la palabra griega ekklesia para designar a la gloriosa realidad a la cual pertenecían los primitivos cristianos, parece sugerir un claro concepto del significado de este término. La palabra iglesia no nació con el cristianismo. Era anterior a él y se la usaba para designar las asambleas populares que se celebraban en las ciudades-estados de Grecia con fines administrativos. En la versión de los LXX asumió significado religioso, y pasó a representar la “congregación” de Israel, el pueblo teocrático judío. Esta parece ser una de las ideas predominantes de la iglesia cristiana primitiva en su uso del término ekklesia. Los creyentes se consideraban como el “Israel de Dios” (Gál. 6:16), como los legítimos continuadores del pueblo elegido de Dios. Aunque biológicamente no descendían de Abrahán como “hijos según la carne”, los que vivían plenamente por fe en Dios habían llegado a ser descendientes espirituales de Abrahán, “hijos según la promesa”.[2]

La obra extraordinaria emprendida por Dios para la salvación de la humanidad caída aparece relacionada con el nacimiento de su iglesia. Esta relación puede observarse en el pacto que el Señor concertó con Abrahán, su siervo (véase Gén. 17). Mediante esta alianza con Abrahán y su posteridad, Israel fue puesto en una relación con Jehová diferente de toda otra que pudiera haber existido entre el Señor y los paganos. Dios seguía siendo Señor de los incircuncisos, pero era Dios de Israel en un sentido singular y especial. La religión de la Biblia es, esencialmente, una religión del pacto, el cual, en el caso de Israel, halla su expresión clásica en Éxodo 19:3-6:

“Moisés subió a Dios; y Jehová lo llamó desde el monte, diciendo: Así dirás a la casa de Jacob, y anunciarás a los hijos de Israel: Vosotros visteis lo que hice a los egipcios, y cómo os tomé sobre alas de águilas, y os he traído a mí. Ahora, pues, si diereis oído a mi voz, y guardareis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos; porque mía es toda la tierra. Y vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa. Estas son las palabras que dirás a los hijos de Israel”.

Este pasaje nos coloca frente a la noción bíblica de la iglesia, su misión y su tarea. Dios ha elegido a Israel para salvación, no únicamente de los descendientes de Abrahán, sino de todo el mundo. Israel ha de ser un reino de sacerdotes cuya tarea será la de impartir el conocimiento de Dios a toda la humanidad. Esta nación sacerdotal —la iglesia del Éxodo y de la Torá— es, en realidad, la luz destinada a iluminar a todos los hombres (Isa. 43:10; Zac. 8:23). Cuando acabó de leer los mandamientos de Dios y el pueblo le respondió: “Haremos todas las cosas que Jehová ha dicho” (Exo. 24:7), Moisés confirmó el pacto, asperjando sobre el pueblo la sangre de los animales ofrendados y declarando: “He aquí la sangre del pacto que Jehová ha hecho con vosotros sobre todas estas cosas” (Exo. 24:8).

UNA CUESTION DE CONTINUIDAD

Los cristianos primitivos afirmaban ser continuadores de Israel, el pueblo al cual Dios había elegido en tiempos anteriores a Cristo. Desde el primer momento comprendieron su existencia cristiana en la perspectiva del anuncio mesiánico del Antiguo Testamento y de su cumplimiento, hecho que implicaba una teología de la historia muy definida: “Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo” (Heb. 1:1, 2). Los días de expectativa habían pasado. El día del Señor ya había llegado. Por lo tanto, el nuevo pacto establecido por el Señor Jesús y confirmado en el Pentecostés por el Espíritu Santo no era otra cosa que el antiguo pacto, restaurado, cumplido, reanudado y renovado. La iglesia cristiana se identificó abiertamente con el verdadero Israel de Dios del cual ella era el remanente.

Obviamente, esta reinterpretación audaz del plan de salvación revelado en el Antiguo Testamento es resultado de la declaración hecha por Jesús mismo, en la cual afirmó que su vida y su muerte eran cumplimiento, no sólo de las profecías del Antiguo Testamento, sino también de todo el sistema de sacrificios de Israel. “Y les dijo: Esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada” (Mar. 14:24). La expresión “sangre del pacto” parece haber sido tomada directamente de Éxodo 24:8. Según el registro paulino, Jesús declaró: “Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre” (1 Cor. 11: 25), refiriéndose así explícitamente a la profecía de Jeremías concerniente al día en el cual el Señor iba a concertar un nuevo pacto con las casas de Israel y de Judá (véase Jer. 31: 31-33).

De esta manera la iglesia de Jesucristo aparece en el Nuevo Testamento como el nuevo Israel, constituido por medio del pacto en la sangre del Mesías. La iglesia cristiana es heredera de los privilegios y las responsabilidades espirituales que una vez pertenecieron al Israel del pasado.

Teniendo sin duda en mente el capítulo 19 del Éxodo, Pedro pudo escribir: “Vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable; vosotros que en otro tiempo no erais pueblo, pero que ahora sois pueblo de Dios”

(1 Ped. 2:9, 10).

UNA ASAMBLEA REUNIDA POR DIOS

Fuera de la fe, no hay modo alguno de afirmar la realidad de la iglesia. Únicamente la fe puede asegurar que ciertos hechos proceden de la intervención divina en la historia, y que, por ser testimonio de la presencia de Dios, constituyen una realidad específica denominada iglesia. Aparte de la fe, la iglesia es simplemente una asociación fundamentada en cierto instinto social, en un impulso de afecto mutuo, o en cualquier otra atracción natural que vincula a la gente y la congrega.

La iglesia es una realidad sociológica, una sociedad humana indudablemente temporal, visible y que todavía se halla “en este mundo”. En este sentido es comparable a cualquier otra agrupación humana. Pero es algo más que una mera comunidad humana. Es, en primer lugar, una asamblea llamada y reunida por Dios. Aquellos a quienes ella reúne son los creyentes, los que responden al llamado de Dios y con los cuales el Señor renueva la relación del pacto, la asociación original de Padre e hijo. El Señor es quien atrae y reúne, Cristo morando en el creyente e injertándolo en sí mismo para hacerlo partícipe de todas sus riquezas. Esta conjunción singular mediante la cual Cristo se une con el creyente y el creyente con él, expresa la convicción de los cristianos primitivos de que la iglesia cristiana sobrepuja por lejos las dimensiones de una sociedad estrictamente humana. Creemos que existen lado a lado dos elementos: el elemento divino y objetivo, y el subjetivo y de dimensión humana cuyo encuentro se debe reconocer si se quiere obtener una comprensión correcta del concepto que el Nuevo Testamento ofrece de la iglesia.

IMAGENES DE LA IGLESIA

Las diferentes imágenes que presenta la Biblia le informan al lector cristiano de la conexión inseparable que existe entre Cristo y la iglesia. En efecto, la iglesia aparece descripta de diversas maneras, algunas de las cuales son las siguientes: un rebaño, un edificio, una esposa y también el cuerpo de Cristo.

El primer símbolo, la imagen bucólica del rebaño del cual Cristo es el “buen pastor” (Juan 10:1-16; Luc. 12:32)[3], tiene gran importancia en esta era de industrialización. Nos recuerda que los discípulos de Cristo son individuos vivientes y diferentes, cada uno de los cuales necesita del cuidado y de la protección de un pastor, cosa que pueden obtener únicamente cuando se unen a Cristo y lo siguen.

Cuando el Nuevo Testamento describe a la iglesia como “miembros de la familia de Dios, edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo, en quien todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor” (Efe. 2: 19-21)[4], no quedan dudas en cuanto al significado de la metáfora. La iglesia debe ser, en forma distintiva, la señal de la presencia de Dios en la historia. Mientras se va edificando —pues nunca se completará en la tierra hasta que se consume el propósito final de Dios—, Cristo es quien la mantiene unida y la modela.

Pocas figuras pueden superar la metáfora del esposo y de la esposa que ilustra con tanta propiedad la verdadera relación existente entre Cristo y su ekklesía en Efesios 5:21-33. La frase nos recuerda espontáneamente la intimidad matrimonial empleada con tanta frecuencia en el Antiguo Testamento para representar la relación del pacto que existía entre Dios y su pueblo[5], figura que Jesús adoptó cuando se refirió a sí mismo como al esposo (Mar. 2:20). En ella se destaca el amor de Cristo por su iglesia, amor que lo llevó a sacrificarse en favor de los suyos, a fin de que pudieran llegar a ser “una carne” con él. Por otra parte, tienen casi idéntica importancia la obediencia, la pureza y el amor con los cuales la esposa de Cristo debe corresponder a su Señor. Sujeta incondicionalmente a él, la iglesia obtiene su apoyo únicamente de Cristo. Sin embargo, el concepto de iglesia como cuerpo de Cristo destaca probablemente más que cualquier otro símbolo el grado hasta el cual el Señor colma a su ekklesía con las riquezas de su gloria (Efe. 1:18- 23).[6] Distribuye continuamente en su cuerpo dones de ministerios a fin de que sus miembros puedan reflejar en sus vidas los rasgos de su carácter y

lleguen a poner en práctica los propósitos de su gracia (Efe. 4:11-16). Cristo es la cabeza de la iglesia por

cuanto es la fuente de su nutrimento, crecimiento, dirección y unidad. Debido a que Cristo es el espíritu vivificante de la iglesia, es su vida, todos los miembros de ella han de ser modelados conforme a su semejanza hasta que el Señor llegue a reflejarse en ellos (véase Gál. 4:19). En tal caso no queda lugar para la división o el cisma puesto que se trata de “un solo cuerpo” (Col. 3:15) del cual todos los creyentes son miembros. Estas distintas imágenes destinadas a la instrucción de la comunidad cristiana señalan que la iglesia, para los escritores del Nuevo Testamento, ya no puede separarse de Cristo, así como Cristo no puede separarse de Dios.

LA IGLESIA Y EL ESPIRITU

Apartada de Cristo la ekklesía cristiana deja de ser iglesia en todo sentido. Tampoco puede existir sin el Espíritu Santo. La presencia eficaz del Espíritu no es menos esencial para la vida de la iglesia que la continua presencia de Cristo. La fe misma que caracteriza al creyente es, según el Nuevo Testamento, operación o don del Espíritu: “Nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo” (1 Cor. 12:3). Como lo prometió el Señor, el Espíritu nos iba a guiar “a toda verdad” (Juan 16:13). No se puede concebir a la iglesia sin la presencia y la obra del Espíritu Santo.

La iglesia y el Espíritu son inseparables, cosa que se destaca con fuerza particular en el acontecimiento del Pentecostés. El día que señaló la constitución real de la iglesia, también fue el día en el que los discípulos “fueron todos llenos del Espíritu Santo”, cuando el Consolador fue derramado sobre ellos (Hech. 2:4). Esto no significa que en tiempos anteriores al cristianismo no hubiera habido testimonios de la obra del Espíritu. Los hubo. Pero tanto el testimonio de Jesús como la convicción de los apóstoles, presentados en el Nuevo Testamento, nos dicen que ese día se inició una nueva clase de vida que es don del Espíritu (Juan 14:16, 17). Ese fue un encuentro real del hombre con el Espíritu divino. La obra del Espíritu, tal como se realizó en la comunidad cristiana, es de gran significado para la iglesia. Siendo una Persona, el Espíritu trata con nosotros como con personas. Puesto que su ministerio es consecuencia de la encarnación, ilumina la mente del hombre y lo capacita para que pueda reconocer la presencia de Jesús. Por su intermedio, Cristo deja de ser una figura del pasado, y nuestro conocimiento de él deja de ser una mera información biográfica para transformarse en una comunión profunda y real, en una relación entre Persona y personas. Cristo viene diariamente a nosotros en el Espíritu Santo, quien no sólo nos llama a la fe. sino también al discipulado. “Guiados por el Espíritu de Dios” (Rom. 8:14) a una relación filial con Dios, también somos “llamados en un solo cuerpo” (Col. 3:15), el de Cristo, donde participamos en la koinonía (comunión) del Espíritu y de Cristo.[7] En esta unidad de pensamiento y mente es donde la vida del creyente lleno del Espíritu lleva “el fruto del Espíritu” que, según el apóstol, es “amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe” (Gál. 5:22, 23).

Además de estos atributos de la vida cristiana que son “fruto” de la obra del Espíritu en todos los que son guiados por él, hay otros dones espirituales particulares, o jarísmata, que se conceden en diversos grados a algunos miembros de la iglesia hasta el tiempo del fin. Se trata de calificaciones y poderes especiales impartidos a los creyentes para el servicio de la iglesia (Rom. 12:6-8). Fueron conferidos a la iglesia cuando Jesús ascendió a los cielos (Efe. 4:8-14). Se los describe como dados por Cristo (vers. 11), aunque también los distribuye el mismo Espíritu según ve que hacen falta (1Cor. 12:11) para confirmar y unir a los santos, como también para preparar a la iglesia para la venida de su Señor.

LA IGLESIA Y LA PALABRA DE DIOS

La iglesia no existe como un fin en sí misma. Dios la adquirió como posesión especial para que manifieste las obras maravillosas de Aquel que la llamó de las tinieblas a su luz admirable (1 Ped. 2:9). Existe con el propósito de llevar a cabo la comisión que le fue dada por Jesucristo. Así como Cristo vino para hacer la obra que el Padre le había encomendado, así también la iglesia, que es “grato olor de Cristo en los que se salvan, y en los que se pierden” (2 Cor. 2:15), tiene la responsabilidad de difundir por todas partes la fragancia del conocimiento de Dios.

Mientras cumple con su cometido, la iglesia se enfrenta constantemente con el problema de su autoridad. Para resolverlo, se vuelve y contempla a Cristo, su cabeza, a fin de obtener instrucción y dirección. Al recibirlo como la Palabra de Dios encarnada y viviente entre los hombres, la iglesia halla en él la única fuente autorizada para sus decisiones y elecciones. Ser cristiano significa decirle Si a Cristo y aceptar su autoridad sin reservas.

La religión cristiana no es, en primer lugar, la aceptación de un credo, o la observancia de un código moral. Consiste, en su esencia más profunda, en entregarse a una persona: Jesucristo. Los apóstoles vivieron esa experiencia y lo mismo debe ocurrir con nosotros. Para la iglesia, la Palabra de Dios es Jesucristo mismo, y no determinada enseñanza referente a él. Con el fin de ayudarnos, siglos después a aceptar al Espíritu de Cristo y a establecer con el Señor la misma relación personal que los apóstoles mantuvieron con él, la Palabra de Dios llega hasta nosotros en forma de lenguaje escrito o hablado. Naturalmente la palabra escrita por los apóstoles no es idéntica con el Verbo divino, puesto que el lenguaje del hombre participa de la imperfección de éste. Sin embargo, es el medio que Dios escogió para hablarnos. El único Cristo al que conocemos es el Cristo de los apóstoles y del testimonio que ellos nos dejaron. Creemos que este hecho nos explica el motivo por el cual los escritores del Nuevo Testamento esperaban que los que recibían su mensaje lo consideraran autorizado como “Palabra de Dios” (1 Tes. 2:13), como “mandamientos del Señor” (1 Cor. 14:37).

Por lo tanto, la predicación sincera de la Palabra de Dios, tal como la presentan las Escrituras, no constituye un aspecto secundario o accidental de la vida de la iglesia, pues su autoridad se basa en la Palabra. La iglesia permanece o cae frente a la Palabra escrita, pues ella es el testimonio legible que los apóstoles dieron de la revelación de Dios en Jesucristo, según lo subraya Juan cuando escribe:

“Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocantes al Verbo de vida… eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros” (1 Juan 1:1, 3).

Por fe y basada en el testimonio de Cristo y los apóstoles, la iglesia cristiana acepta las Escrituras del Antiguo Testamento y del Nuevo Testamento como la Palabra autorizada de Dios. Aquí es donde cada generación de la iglesia puede y debe aprender a conocer a Cristo, si quiere saber con qué autoridad ha de enfrentar a un mundo que pone en tela de juicio cada vez más su derecho de expresión. (Continuará)

Sobre el autor: Profesor de Teología del Seminario Teológico de la Universidad Andrews


Referencias

[1] Publicado por la Asociación General de los Adventistas del Séptimo Día, 1963, pág. 23.

[2] Véanse Rom. 4: 12; 9: 8. Confrontar con Fil. 3: 3; 1 Ped. 2: 9.

[3] Véanse también Hech. 20:28, 29; Heb. 13:20; 1 Ped. 5:2-4; Apoc. 7:17.

[4] Véanse también Mat. 16:18; 21:42; 1 Cor. 3:9-14; 1 Ped. 2:6, 7.

[5] Véanse Isa. 54:5; Jer. 3:14; Eze. 16:8-14; Ose. 2:19.

[6] Véanse Rom. 12:4, 5; 1 Cor. 6:15; 12:12-27; Col. 1:18, 24; 2:19.

[7] Véanse 2 Cor. 13:14; Fil. 2:1; 1 Cor. 1:9.