Con la expresión “predicación y ministerio proféticos” quisiéramos referirnos especialmente a las características de los profetas bíblicos, y en particular a las de los profetas reformadores.

El pastor debe estar seguro de su vocación y de su misión. Esa seguridad debe ser evidente no sólo en su predicación, sino en todas las actividades de su ministerio, y en todos los aspectos de su persona como instrumento de Dios.

Es curioso que, aun cuando los judíos solían rechazar a los profetas, por lo general cuando un compatriota introducía un mensaje o una amonestación con un “Así dice Jehová”, la gente se disponía a escucharlo, a veces hasta con docilidad. Porque si el profeta era auténtico, no era un mero ciudadano; en realidad Dios mismo hablaba a través de un instrumento escogido. El oficio de profeta auténtico implicaba, entonces, autoridad, y demandaba atención.

Enumeraremos a continuación algunas de las características del profeta bíblico que los ministros y predicadores deberíamos poseer a fin de que nuestro ministerio sea más eficaz.

1. El profeta era un instrumento del Espíritu

Cuando el Espíritu “descendía” sobre un hombre, nadie tenía derecho ni autoridad para impedirle comunicar el mensaje que había recibido. Ni él mismo podía hacerlo. Jonás huyó al principio, pero acabó por proclamarlo con eficacia. Cuando Elías hizo algo semejante, su desvío casi lo fulminó. Jeremías se sintió abrasado por dentro y no tuvo reposo hasta que dio el mensaje Que tenía que dar. Y Pablo exclamó: “¡Ay de mí si no anunciare el Evangelio!” Con esta convicción y con la palabra de Dios en el alma y a flor de labios, la impartió donde debía y sin vacilaciones, cual manantial incontenible del Espíritu.

2. El profeta era un reformador enérgico

El profeta era suscitado por Dios para denunciar los abusos del pueblo y de los dirigentes políticos y religiosos. No le importaban las tradiciones ni los intereses creados. Sólo respondía ante el Autor de su mensaje, que lo había llamado a servir, y ante su conciencia iluminada. Era inflexible, resuelto, seguro de sí mismo, no conformista. Sólo se callaba cuando cesaban los hechos que contrariaban al que lo había enviado. Estas características constituían virtualmente una prueba de la autenticidad de su vocación divina.

A veces ocurría que el profeta aparentemente se quedaba solo. Eso, en buena medida, se debía a que era un individualista consagrado a Dios e impulsado por un fuego interior. La llama divina que lo inflamaba no era otra cosa que su mensaje. Por las calles y en las plazas, ante el pueblo, en concentraciones, o ante los individuos que lo requerían, el profeta tenía que dar su mensaje a fin de sentirse en paz y realizado en su misión. Sólo entonces dejaba de profetizar y se recluía tranquilo en su refugio.

3. El profeta era llamado por Dios

El cargo del profeta bíblico no era hereditario, como el del sacerdote. No existía una “casta profética” a semejanza de la sacerdotal, como tampoco existe ahora casta alguna de ministros y predicadores, si bien es cierto que es honroso para el predicador y ministro que sus hijos también sean llamados a tan elevada vocación.

“Mi poderosa ordenación —respondía Whitefield a los que afirmaban que su ministerio carecía de la presunta legalidad de la sucesión apostólica por imposición de manos— proviene de las manos horadadas del Señor”. De Jesucristo se dice que fue “hecho ministro”. San Pablo declara lo mismo acerca de su persona: dice que fue “hecho ministro” por la voluntad de Dios. Esta experiencia ha sido desconocida para muchos predicadores cristianos que se hicieron ministros a sí mismos estudiando largos años e invirtiendo todo, y a veces hasta más de lo que tenían. Pero no fueron hechos ministros. ¿Podríamos nosotros, los ministros adventistas, afirmar con humildad, firmeza y seguridad, y sin presunción, que hemos sido de veras llamados, y hechos ministros y predicadores? Valdría la pena que enfrentáramos esa pregunta, porque esta hora requiere ministros y predicadores semejantes a los profetas de antaño.

El evangelista Tom Skinner declaró lo siguiente:

“Uno de los aspectos más desafortunados de la religión del siglo XX es que tenemos muchos dirigentes religiosos que nunca han sido realmente elegidos por Dios” (Worlds of Revolution, pág. 255).

4. El profeta se ponía incondicionalmente en las manos de Dios

El auténtico profeta era un portavoz de Dios. No tomaba en cuenta, para cumplir su misión, ni sus propios intereses ni los intereses de los demás, es a saber, de los potentados, el sumo sacerdote, los maestros del pueblo. Ni siquiera tomaba en cuenta los intereses del pueblo mismo, si no concordaban con los de su Dios. El profeta entero estaba sometido a Jehová y a su causa. Era portador de una revelación, un cometido, una verdad que, aunque conocida a veces, había sido desvirtuada al pasar por la mente y al ser sometida al criterio de hombres cuya conciencia no había sido iluminada como la de él. Como reformador, tenía entonces que poner las cosas en su debido lugar.

El profeta era un hombre enamorado de su Dios, de su ley, de su propia misión y del pueblo que se identificaba con el Señor. La Causa del Altísimo era lo supremo en su vida. No tenía otro ideal que la superara. Si para defenderla necesitaba poner su ser entero sobre el altar, estaba dispuesto a someterse a la lapidación, el cuchillo y la muerte en cualquiera de sus formas.

Era un centinela permanente de Dios, un cancerbero intransigente cuando se trataba de cuidar lo que había recibido en custodia.

Estaba enraizado en la ley de Dios, en la justicia, la legalidad, la verdad.

No transigía con el sincretismo, con las ambigüedades, con el farisaísmo, con el formalismo, con la adulación, con las componendas, con los premios y regalos, con cualquier desviación o abuso.

Era valiente y arrojado. Su vocación requería que fuera definido y firme. Así era y es su Dios. El lo representaba mediante sus actitudes y realizaciones.

No adulaba al monarca ni al príncipe. No especulaba con el pueblo ni la plebe, ni se valía de la demagogia, pues no buscaba ni necesitaba votos. Tenía el de su Dios, y eso le bastaba.

Por eso a veces se quedaba solo, como Elías. Luego de una acción heroica lo acompañaban algunos o muchos que preferían la razón y la verdad. Su vocación se cumplía entonces; el profeta se sentía realizado.

No siempre era popular, porque hablaba claramente. No era el hombre más apropiado para encargarse de las “relaciones públicas”, tal como se las concibe en ciertos círculos diplomáticos mundanos y, a veces, hasta en la misma iglesia.

Los conflictos lo atraían como el imán atrae al hierro. Era dinámico e inquieto. Algunas veces enfrentaba a propósito a dirigentes que no estaban cumpliendo su deber. En otras ocasiones aparecía intempestivamente en un determinado lugar, con una exhortación fatídica en los labios o con una buena nueva que daba aliento y esperanza. Siempre era leal a Dios, a la justicia, a la verdad, y siempre estaba de parte del inocente.

5.El profeta era frugal, austero y modesto

Es posible que algún profeta cortesano haya sido diferente. Pero los profetas sobresalientes, como Elías, Elíseo, Isaías, Jeremías, Ezequiel, Juan el Bautista y otros, eran laicos en cierto modo, puesto que por lo general no pertenecían a la casta sacerdotal. Por supuesto, a nadie se le ocurriría objetar la notable combinación de sacerdocio y don profético que encontramos en Jeremías y Ezequiel. Sin embargo, ambos oficios parecen opuestos a veces. El primero es, por lo general, tradicionalista, formalista y monótono. El segundo surge para disipar la somnolencia del pueblo y sus dirigentes. Al primero se lo identifica por su atuendo. El segundo se viste de tal manera que su misma presencia pareciera constituir un reproche a la opulencia y la comodidad. Su aspecto recuerda las jornadas que el pueblo pasó en el desierto en su viaje hacia la tierra prometida, cuando carecía de las comodidades que sólo tendría al final de su peregrinación.

¡Cuánto bien nos haría a los ministros meditar en nuestra misión profética! ¡Y cuán bien le vendría a la iglesia contar con ministros que tuvieran algo de Elías, de Jeremías o del Bautista, en lo que a sencillez y frugalidad se refiere!

Si ellos reaparecieran en la tierra, ¿cuál sería su mensaje para los ministros de la actualidad? ¿No nos reprenderían, acaso, por no ser más leales a los consejos que el Señor nos ha dado para nuestro tiempo en particular?

6. La clave: el Espíritu de Cristo

Sí. Los ministros adventistas necesitamos del espíritu, la orientación, el estilo, la forma y el contenido del ministerio de los profetas reformadores.

Al fin y al cabo, estas características no son sólo propias del profeta común, sino también, en medida mucho mayor, del PROFETA, con mayúsculas, aquel del cual habló Moisés que se levantaría en Israel, y que ciertamente se levantó. “El Espíritu de Cristo que estaba en ellos” (1 Ped. 1:11) hizo posible que emularan a su Modelo, el Profeta de los profetas. Si nosotros consintiéramos en ello, reaparecerían o se afirmarían ese tan necesario ministerio profético y esa tan urgentemente necesaria predicación profética. La hora en la cual vive la iglesia lo requiere y con premura. La capacitación divina para su realización no se haría esperar si se cumplieran las condiciones. Entonces la iglesia comenzaría a revelar la gloria de Jehová que ha de iluminar la tierra.

Sobre el autor: Secretario de la División Sudamericana